por Gerd Bornheim
Las dimensiones de tu escultura.
La cuestión del arte tiene que ver con su medida: ¿desde dónde entenderlo? Y es precisamente en este punto crucial donde se concentra la densidad de las múltiples cuestiones que aquejan al arte de nuestro tiempo y, en consecuencia, también el intenso trabajo estético que busca pensar este arte. En el pasado, tal vez por ser demasiado obvio, ni siquiera se hacía la pregunta: la medida estaba, evidente y visiblemente, en la simple presencia de la Virgen María. Entonces, el arte no podía tener otro objeto: daba testimonio del esplendor de la Verdad, y la Virgen era la Verdad.
Con el advenimiento de la cultura burguesa, esa obviedad pierde poco a poco su esplendor, e incluso se transmuta el mismo estatuto de verdad. ¿Por qué el buen pintor flamenco no podía retratar simplemente a la mujer del comerciante de la esquina? Todavía es inquietante: ¿se puede medir? ¿Pero medida de qué? A partir del Renacimiento, todo el arte comienza a moverse en el horizonte de este tipo de cuestiones, aunque las remotas implicaciones de este nuevo problema sólo se manifiestan en el arte del siglo XX.
Hegel pudo ver, en su Estética, la muerte del arte, porque entendió muy bien que ya no funcionaba ese esplendor de la Verdad: última manifestación del arte religioso, como “sustancia objetiva”, aparte del barroco. Lo que se le escapó a Hegel -pero era demasiado pronto para que esto se diera cuenta- es que la llamada muerte del arte encubría en realidad una muerte mucho más fundamental: la de ese esplendor de la Verdad.
Para Hegel, si el arte deja de ser expresión de la Idea divina, simplemente pierde su razón de ser, al desvanecerse su medida. Lo que se verifica, sin embargo, a través de la evolución del arte burgués, es el cuestionamiento de la noción misma de medida, llegando incluso a una respuesta extrema: ¿por qué no habría de reducirse la medida a las proporciones de la modesta pincelada del pintor?
Digamos que el arte comienza a moverse en la distancia entre su “materialidad”, o lo que es en sí mismo, y lo que dice, incluso a pesar de sí mismo. El arte se sitúa dentro de los límites de este espacio, y nada logra escapar de las complejidades de sus límites. Esta distancia configura el lugar del arte, y por tanto también el lugar del arte de Vasco Prado. Pretendemos dilucidar aquí algunas de las coordenadas de nuestro escultor. Pero continuemos, primero, en la consideración de algunas generalidades.
En el pasado, ya en Grecia, el concepto central que permitía acceder al significado del arte era el de la imitación. Todo estaba en esto: ¿qué se debe imitar? Este concepto recorre los diálogos de Platón y, por lo general, ni siquiera causa un gran alboroto. Se observa, sin embargo, que de entrada -y no sólo en Platón- viene dotado de una considerable carga autodefensiva: la imitación se opone constantemente al concepto de copiar -esto representaría el mal paso que desembocaría en la negación-. del arte mismo. Todo parte, pues, de la clara delimitación entre imitación y copia.
Se observa, por otra parte, que en esta misma época y con el mismo Platón surge un nuevo sentido de la verdad, desconocido para los presocráticos: la verdad pasa a ser interpretada como adecuación. La analogía entre los dos temas es sorprendente: digamos que la imitación es para el arte lo que la adecuación es para la verdad. Lo real se hace explícito dentro de un esquema triangular: el mundo de los objetos, el de los sujetos y, sustanciando esta dicotomía, el Absoluto.
Y lo que importa allí es el Absoluto: la verdad y el arte se volverían legítimos y posibles a través de su intercambio con el Absoluto, ya sea directa o indirectamente (por esencias, por ejemplo). Esto explica el “ir por el mismo camino” que sería la adecuación (ad-equalites); en la igualdad de los iguales reside la posibilidad misma de la verdad. Mientras permanezcamos restringidos a la dicotomía sujeto-objeto, y prescindamos de Dios, no puede haber verdad verdadera, a lo sumo un simulacro de ella; la condición de la ciencia dependería de alcanzar la esencia.
El mismo esquema se aplicó al art. El arte producido dentro de los límites exclusivos de la dicotomía sujeto-objeto no sería más que una copia, sin merecer el epíteto de arte. La imitación, en cambio, lograría romper el cerco de esa dicotomía y de alguna manera se bañaría en el mundo de las esencias. O de universales concretos, como dioses, santos, reyes, héroes y algunas otras figuras.
La normatividad de la Estética tradicional garantiza la existencia de tales esencias, la posibilidad de su imitación, e incluso proporciona las reglas prácticas que hacen posible la imitación – véase la fantasmagoría de las estatuas en cualquier escuela de arte tradicional. Digamos que la copia no logra trascender las apariencias horizontales de la dicotomía, mientras que la imitación se eleva a la verticalidad que conduce a ese esplendor de la Verdad antes mencionado.
Así, por poner solo un ejemplo, la tragedia de Edipo no sólo pretende reproducir las abrumadoras desventuras de una familia; eso seria una copia. Más bien se trata de imitar la verticalidad de la relación de Edipo con la diosa Justicia (un universal concreto); Edipo es necesariamente rey (otro universal concreto), y es precisamente a través de la imitación que la tragedia logra su propósito político-pedagógico. En esta breve reseña, sólo espero que la pobreza de la exposición sea compensada por su claridad. Pero continuemos.
Luego, con el ascenso del mundo burgués, vino la crisis. ¿Crisis de qué? Exactamente esos universales concretos. Crisis beneficiosa. La muerte de los dioses traza el desastre de la tradición. Crisis necesaria e irreversible: no hay razón plausible que pueda fomentar la nostalgia de los viejos dioses. Porque lo que está en juego es nada menos que el asentamiento del hombre en esta tierra, y ya no hay alternativa. Cabe señalar que, en tal contexto, lo que acaba perdiendo vigencia no es sólo el fundamento de la imitación, sino su posibilidad misma. Y en este caso, habiendo eliminado los dioses y sus ahijados, ¿cuál podría ser ahora el objeto del arte?
Precisamente lo que siempre había sido execrado por la tradición: la copia, ahora exenta de la protección de lo universal. Un ejemplo: Beethoven pinta el episodio de una tormenta primaveral, o expone su alma simplemente individual en la música de cámara. En el plano de la copia, entonces, quedan dos posibilidades, la de la objetividad y la de la subjetividad, o el arte reproduce el objeto, o bien expresa el sujeto. El romanticismo es el gran laboratorio a través del cual se produce esta transformación. Luego surgirá una tercera alternativa, la de la investigación puramente formal, la exploración del lenguaje plástico en sí mismo, por debajo o más allá de la dicotomía sujeto-objeto. Y no hay otras posibilidades.
En las artes plásticas, la apreciación de la copia llegó a producir excelentes resultados: piensa en bodegones, paisajismo y hasta en ornamentación. Incluso vale decir que el objeto, por primera vez, es visto en su condición de objeto, ajeno a las categorías universales ya los juicios de valor. Pero los nuevos caminos pronto manifestaron cierto hastío y acabaron conduciendo a su antítesis. Debería editarse una publicación que reprodujera los cuadros realizados con la bella modelo que fue Jaqueline, la mujer de Picasso; pronto se vería que el texto se convierte en pretexto, lo que interesa al artista figurativo Picasso se reduce enteramente a la exploración del lenguaje plástico. La copia acaba generando cierto malestar y, en cierto modo, lleva a atribuir validez al viejo argumento platónico: repetitivo, invalida el arte, lo vuelve superfluo y externo a sí mismo.
En última instancia, incluso si por razones fuera de los argumentos tradicionales, la copia no es factible. Esto se ve precisamente en la escuela que supo llevar el elogio de la copia hasta sus más extremas consecuencias: el naturalismo y sus derivados, como el realismo social. En el teatro, el ejemplo de Brecht es completamente ilustrativo. Por supuesto, su raíz más significativa está en el naturalismo; él mismo llegó a exagerar esta influencia, en detrimento consciente de los diversos formalismos que estaban surgiendo en ese momento. Y sin embargo, considerando todo, resulta imposible entender a Brecht sin la experiencia formalista, especialmente la del expresionismo alemán.
Su intención inicial es restringir el teatro a la cuestión social, y todo se radicaliza a nivel de la categoría de objeto – los sentimientos del sujeto quedan reservados para la lírica brechtiana. Por eso, en el espectáculo se suele identificar copia y objeto. En verdad, sin embargo, esta preeminencia de la copia resulta insatisfactoria, y Brecht recurre a diversos recursos para metamorfosearlo. Así, por ejemplo, en algunos de sus mejores escritos utiliza la parábola, transporta la acción dramática a Oriente y exotiza la escena. O se vale de la ciencia, lo que acaba por poner un énfasis muy especial en esa soberanía del objeto. En rigor, solo hay un texto de Brecht en el que se somete a la copia, y es por razones estrictamente políticas: Terror y Miseria en el Tercer Reich. En todas las artes se encuentran procedimientos análogos a los brechtianos y, según todos los indicios, ya pesar del éxito de las naturalezas muertas, el camino histórico de la copia ya ha agotado sus posibilidades; incluso se transmutó en arte abstracto porque era meramente decorativo.
Vasco Prado
Vasco Prado es sin duda un artista de nuestro tiempo. Y entiendo que las ideas expuestas hasta aquí configuran las coordenadas generales que permiten situar su obra. Entonces veamos.
El realismo social se impone como el presupuesto mayor de la obra de Vasco. Aquí abordamos un tema que ya era controvertido, el de saber si la obra de arte debe o no ser política. Resulta que la evolución de las artes en el siglo XX terminó por desautorizar cualquier pretensión normativa de la Estética. Precisamente el tipo de realismo social que hace de la política la razón de ser del arte, el criterio último de su propia validez, ha llevado casi siempre a lo peor, y ha convertido en anacrónica la exigencia de que todo arte debe ser político.
Nótese, por ejemplo, la impresionante identidad del arte producido por el estalinismo y el nazismo. O tomemos este otro gran ejemplo: ¿dónde está el trabajo político del comunista Picasso? Después de todo, incluso en Guernica, la política está principalmente en el título del marco. Tales hallazgos, sin embargo, están lejos de resolver el problema. Si la obra de arte se rebela contra cualquier norma, rechaza el compromiso político y tiene pleno derecho a retirarse al silencio de las manzanas, esto sin duda se aplica a la obra, pero no al artista. Como ser humano, y como cualquier otro individuo, el artista está obligado a tener sus opciones políticas, debe tener, y no puede dejar de tener, una conciencia clara de su situación en el mundo en que vive. Y a partir de ahí pueden pasar muchas cosas en el arte, incluido el compromiso social.
El vasco siempre defendió posiciones políticas inequívocas, pero en su obra no hay tema político en sentido estrecho o panfletario. Son sus posiciones políticas, sin embargo, las que están en la base del realismo social que anima toda su obra. Realismo social, hay que añadir, de un contenido muy amplio, que no excluye ese contrapunto lírico que es la presencia femenina. ; o también, la ruda virilidad de hombres y bestias. Realismo social significa, ante todo, que la obra de nuestro artista es esencialmente figurativa.
Todo depende, pues, de interpretar correctamente los límites de este figurativismo, o su alcance. Aquí nuevamente se entromete la dimensión social del artista, o esa necesaria fatalidad humana que es el diálogo. Como en todo, las cosas suceden dentro del horizonte fechado de posibles influencias. Enamoramientos juveniles –Rodin, Bourdelle– pronto dan paso a los itinerarios inscritos en lo profundo de la mirada de Vasco. El diálogo se hace práctico, y se da a nivel de los instrumentos de trabajo, entre punteros, cinceles, bojardas. El realismo casa, en torno, las preocupaciones formalistas que recorren las investigaciones plásticas de nuestro tiempo. Incluso cabe decir que, en mayor o menor medida, nuestro escultor da un tratamiento abstracto a sus figuras. Tampoco sería posible acceder a la fértil imaginación creadora del artista sin ese diálogo con el mundo de las formas, esa apertura a un juego de líneas que, en ocasiones, ya está registrado en la misma materia que utiliza Vasco.
Así, su obra tiene dos raíces. Por un lado, su aguda conciencia social y su mirada seducida por todo lo humano; pero por otro, la maestría con que deja correr la línea libre, obediente a una necesidad interna derivada de lo formal. El nervio de la estética de Vasco Prado está precisamente en este punto: en la confluencia de estas dos raíces, y aquí es donde se agrava todo el tema de la copia, como se discutió anteriormente este concepto. Preguntémonos, entonces, cuál es el comercio verificable entre, digamos, la copia y lo otro, entre la mismidad de la copia y su diferencia.
La cuestión resulta compleja, pues coincide con todo el cuerpo de la obra del escultor; todo tiene lugar en el juego de esa doble raíz, es a través de ella que la copia abandona su estatus, por así decirlo, natural. Compliquemos las cosas con una nueva pregunta: si todo transcurre en el horizonte de esas dos raíces, si la obra recorre la distancia entre ambas, ¿ese viaje se torna creativo precisamente por la libertad con que el artista hace uso de una pluralidad de recursos? – y la pregunta ahora es: ¿qué recursos son estos? En el espacio de esa distancia, ¿hasta dónde se extienden tus posibilidades? Y en primer lugar: ¿la apertura de este espacio es capaz de dar algún cobijo a lo universal, a lo que antes llamábamos universal concreto?
Quizás con alguna vacilación, la respuesta debe ser afirmativa. Inmediatamente pienso en la imponente soberanía del Tiradentes de cinco metros de altura con tres bocas, ubicado en un lugar público de Porto Alegre. Su ampliación manifiesta claramente lo universal-revolucionario, y se destaca como uno de los mejores logros del maestro. Pero hay que señalar que Tiradentes configura, en cierto modo, un antihéroe, una víctima, y eso despoja de alguna manera lo universal. Sea como fuere, el cultivo de lo universal positivo, en el sentido antiguo, es hoy cuando menos sospechoso, cercano a cierta retórica que no existe en los artistas auténticos.
La presencia de lo universal, sin embargo, merece más atención, ya que asumirá otras formas, nuevos contornos en la obra de Vasco. Pienso aquí, en particular, en la figura de Negrinho do Pastoreio, uno de los temas favoritos del autor y al que dedicó varias versiones. Pero Negrinho, ¿un universal? No es libre, sino esclavo; no es blanco, sino negro; no viste ropa, porque está desnudo; víctima no activa, sino pasiva; desprovisto de conciencia política, es un mero resultado de la coyuntura social; lo contrario de la luz, es un símbolo de insciencia. Y así, un universal, sintetiza paradigmáticamente las consecuencias de la esclavitud.
La alienación no está tanto en la marginalidad de Negrinho, sino en quienes encienden velas a sus pies. Un universal, sí, pero con un añadido completamente revelador: es un universal negativo, o el reverso del universal, y, por eso mismo, una figura fuertemente politizadora. Incluso es posible afirmar que la invención del universal negativo caracteriza en gran medida la naturaleza misma del arte en nuestro tiempo.
Todavía dentro de los límites del espacio abierto por la distancia entre esas dos raíces, preguntémonos: ¿qué recursos utiliza Vasco Prado para definir sus patrones creativos? No pretendo aquí catalogar, sino llamar la atención sobre algunos de estos recursos, para clarificar mejor nuestro tema. Son recursos a través de los cuales nuestro artista se distancia de la copia misma, aunque se salvaguarde el plano sobre el que se realiza la copia. Es como transformada, sin que este proceso oriente la obra hacia la incorporación del modelo-universal, a la manera del arte tradicional. Lo más que se podría adelantar es que tales recursos serían como una especie de categorías, en el sentido de denominaciones más generales, y que en cierto modo orientan el esfuerzo creativo. ¿Qué recursos, entonces, son estos?
La primera, ya mencionada más arriba, está en el trato con lo abstracto, con las exigencias que brotan de la línea puramente formal. Por supuesto, en este procedimiento nunca se abandona por completo el plano figurativo. Este recurso tiende a establecerse dentro de unas líneas determinadas, se centra en una cierta repetitividad, y es precisamente eso lo que acaba configurando el estilo del artista. A través de este elemento formal es posible seguir la evolución de su arte, y es importante señalar que sólo a través de la elaboración formal es posible verificar adecuadamente la evolución del lenguaje, es a través de esto que el arte se vuelve histórico, y no por sus posibles contenidos. Lo formal transforma lo dado, y es sobre todo a partir de esto que se puede hablar de arte contemporáneo, de historicidad: a través de su forma, el arte asume un aspecto histórico y se convierte precisamente en arte.
Una segunda característica, muy ligada a la primera, es su monumentalidad. No es aquí precisamente una cuestión de cantidad, la monumentalidad no tiene nada -o todo- que ver con el tamaño de las piezas. Me refiero más bien a una característica intrínseca de la propia línea del artista, de su dibujo base. Esto suele estar presente, por ejemplo, en pequeñas piezas de cerámica. La monumentalidad la establece sobre todo la línea curva, en las formas redondeadas, tanto en la figura humana, especialmente en la femenina, como, y con fuerza, en las figuras animales. Además, a esta monumentalidad se le asocia un componente sensual. No estoy pensando aquí en piezas específicamente eróticas, sino en una sensualidad que impregna el propio cuerpo escultórico y se instala en la extensión de las superficies. Esta sensualidad establece la convivencia entre la pieza y la palma de la mano de quien la ve, el deseo de tocarla. Marc Berkowitz, con su penetrante visión, escribió muy bien que Vasco “tiene la capacidad, propia del gran escultor, de imbuir todas sus obras, incluso las pequeñas, de ese espíritu de monumentalidad, que es la verdadera prueba del escultor que sabe pensar en grande”.
Un tercer recurso puede verse en el arcaico. Destaco aquí la extrema simplificación de la forma, no hay nada rococó en la obra de Vasco, rara vez cede a la sinuosidad del ornamento. Su trazo es sobrio, con un recorrido sencillo y necesario, todo concentrado en un tema que se diría esencial y previo a los procesos civilizatorios: el hombre, la mujer, el caballo. Así, el rasgo arcaico se combina con temas también arcaicos, casi prehistóricos.
En cuarto lugar, esta dimensión arcaica está ligada a la presencia del folclore. Esta relación es quizás más profunda de lo que permite evaluar un primer contacto con la obra de Vasco. Hombre de la tierra, gaucho sin necesidad aparente de compensación, toda su obra exhibe un marcado carácter telúrico. Tampoco pienso mucho aquí en los temas específicamente folclóricos que presenta parte de su obra: el folclore es un tema entre otros. Pienso más en ese deseo de ser personas, de ceñirme a las raíces, de asumir la política de la plaza pública. En este sentido más radical, el folclore deja de ser una opción, y se convierte en una forma de ser, de expresarse, de acercarse.
Por último, sería oportuno mencionar el uso de la tipificación, característica que encaja perfectamente con los ítems anteriores. La peculiar individualidad, el elemento biográfico, el retrato, el accidente del camino son prácticamente inexistentes en la obra de Vasco. El elenco del artista se restringe obstinadamente y sanamente: el hombre, la mujer, el caballo y pocas cosas más, siempre con el artículo bien definido. A nosotros nos toca hablar aquí –y no sólo aquí– de expresionismo. Porque fue este movimiento alemán el que introdujo leitmotiv la tipificación.
La diferencia entre los expresionistas alemanes y Vasco es que los primeros se apegan a temas de fin de novela, a la agonía de la civilización, a la extrema diversidad en que cristalizaron las figuraciones históricas, mientras que en el caso de Vasco la tipificación presenta el sabor de los orígenes. . En cierto sentido, es un orden presocial, sin afinidad por los salones mundanos y las asambleas constituyentes. No hay indicios de decadencia, solo sencillez desenfrenada que afirma la vida.
La topografía indicada podría servir, quizás con añadidos, de referencia para un amplio análisis de la vasta obra de Vasco Prado. Cabe señalar que cada uno de estos recursos es un indicador de un complejo de temas y que la terminología sugerida aún es poco convincente. Así, por ejemplo, el folklore no tiene nada que ver con la especificidad del llamado arte popular, o lo arcaico no pretende un retorno al pasado, siempre estamos en el presente. Además, lo que importa no son las posibles referencias o categorías, sino el brío creativo de nuestro artista, ese brío, cabe señalar, que no puede reducirse a la subjetividad humana: es ésta, por el contrario, la que se construye a partir de la obra acabada. : la creación en la obra es lo que importa. Contiene, a su manera peculiar, la medida del mundo y de Vasco Prado.
*Gerd Bornheim (1929-2002) fue profesor de filosofía en la UFRJ. Autor, entre otros libros, de paginas de filosofia del arte (Guau).