por JOÃO ADOLFO HANSEN*
Comentario al libro “A Hora da Estrela”, de Clarice Lispector
“Sprawl salvajemente y, sin embargo, detrás de todo late una geometría inflexible” (Clarice Lispector, La hora de la estrella)
Hay un dispositivo matricial en la literatura de Clarice Lispector que consiste en la disolución de la unidad imaginaria del personaje cuando se pone en contacto con el límite de su autorrepresentación, generalmente bajo la forma de lo informe y la materialidad de lo orgánico, figurado según lo imaginario. de una libertad libre que falta en el (des)orden humano. El dispositivo es riguroso y duele, ya que es una técnica de despersonalización de la generalidad de lo “humano” en la inhumanidad: construida como debajo o más allá de ella, la bestialidad o la santidad.
Como en Guimarães Rosa, escenifica una utopía del cuerpo; como en él, corroe la forma sensible que mediatiza la representación, hace emerger el fondo como efecto simbólico y no simbólico; a diferencia de él, es una técnica ablativa, transpone, extrae y sustrae, de modo que la insignificancia del residuo muestra también la primacía de la razón que lo opera, sin importar el amable desdén de los narradores de Lispector por sus criaturas mareadas de tanta materia , todos nostálgicos de la imposible verdad de lo real e incapaces, finalmente, del salto decisivo que los disolvería en el infierno de la insipidez del mito.
Así como en el romántico, el buen salvaje y su robinsonada no son meramente una regresión a una vida natural mítica, como su libertad en la selva es también un futuro, alegorizando el principio de libre concurrencia por el cual cada uno se representa abstractamente autónomo en el mundo administrado, También en Lispector la seducción de los personajes por lo orgánico no es meramente romántica, psicológica, íntima y regresiva. En él, la cosidad alegoriza también, y en un doble registro: el absoluto mutismo e insignificancia de la figura orgánica la no autonomía construida del personaje y de su mundo y significan también, en la inminencia del devenir otro del contacto, la negativa a um mundo - no necesariamente do mundo – lo que implica la relativización de la racionalidad que lo ordena como razón narrativa.
Pura exterioridad, en Lispector lo orgánico es materia profunda que realiza la realidad; la metáfora, convirtiéndose en otra en el orden de lo imaginario y la escritura, forma regresivamente uno de los polos de una oposición que el personaje siente aún no domada del todo: el núcleo temático de su experiencia es, invariablemente, el de una percepción sin objeto, traducida como la inminencia de un acontecimiento decisivo, la libertad. Por eso también son estúpidos los animales domésticos del Autor, vagamente sentimentales y edípicos, los repartidores, que en algún momento de sus oscuras vidas se dejaron atrapar en las ambiguas redes del gregarismo; cuanto más gruñe la selva, he aquí la leona, más se intensifica la libertad alegórica que niega la práctica cotidiana del personaje, vivida por él como una ausencia de referencia que constituye su unidad en el salvajismo.
En esta línea, los textos de Lispector sobre la brujería, como los de ¿Dónde has estado en la noche?, que datan de una época de miedo, son la burla empobrecida kitsch y paródica de esta animalidad alegórica: mimetismo de la excepción, representando la libertad frustrada que vive de pequeñas raciones diarias; de la marginalidad consentida como campo de un poder personal secreto. Ventriloquía de un deseo mudo, estos pollos y ratones y cucarachas y búfalos y brujas son ectoplasmas decepcionantemente utópicos, de todos modos. Médiums con una radical falta de voz significan que el corazón salvaje tiene su razón: el Jardín está aquí y ahora y el personaje debe aprender, en Camino de la Cruz que lo lleva a sí mismo en la experiencia de lo orgánico, que el Espíritu no vendrá porque nunca vino. La regla es ineludible, incluso en sus formas degradadas, porque en Lispector el personaje es también el animal simbólico, el no animal radical.
Lispector tiene una voluntad muy poderosa, he aquí también la extrema monotonía de sus textos y ciertamente la calidad de esta repetición que escandaliza las ablaciones de su dispositivo: muchas veces kitsch y acuosa – léase, por ejemplo, Vía Crucis del Cuerpo –, son textos sumamente abstractos, rayanos en la música, pues en ellos se escenifica una estructura evanescente, que es la de la precaria relación del personaje con las casas del imaginario y las figuras que institucionalmente lo llenan como cuerpo. Textos abstractos, dramatizan la inscripción y los pasajes del uno al otro, complementándolos con la razón perfilada en la indeterminación que avanza, en el tránsito del uno al otro, como mimesis de un concepto que huye.
Tartamudeando en la franja que separa cultura/naturaleza y otras oposiciones –hombre/mujer, adulto/niño– y contradicciones –clase/clase–, la escritura los sustrae del cuerpo de papel del personaje, desplazando sus categorías para hacerlos experimentar otras síntesis imaginarias. mientras la lleva a un fin aparente de las transformaciones, la desilusión de ser otro y, más, el otro. Regresando a este lado de sí misma en la alegoría, el personaje se recupera de este lado de esto, en la inminencia del mito: de alguna manera rota y derrotada, por debajo de su deseo, pero humanizada en el fracaso del cupio se disuelve. Este es el antiorganicismo de Lispector, por así decirlo, su antirromanticismo efectivo, incluso en el melodrama, al rechazar el mito y significar la regla ineludible.
De ello se sigue que el problema al que siempre se enfrentan sus narradores no es, en absoluto, el de definir esencias, determinar qué es lo orgánico, sino el de determinar la perspectiva a través de la cual se formula la alegoría orgánica. Moviéndose siempre según una relación desigual con lo que narra y con su autorrepresentación en el acto, el narrador produce una indeterminación con una función operativa, que contrasta con la voluntad de la razón narrativa, es decir, la solución del problema consiste en la autoaplicación del dispositivo. Se trazan líneas de fuga incorpóreas como lo siempre evanescente del habla en el texto, segregando el residuo legible como silencio de la forma en que algo nunca deja de no estar escrito, como diría un psicoanalista, el cuerpo y sus ficciones relativizadas.
Aquí, pues, la autoaplicación del recurso por parte del narrador figura la ineptitud, que arruga los textos del Autor haciéndolos tartamudear con la estupidez como condición de su verosimilitud, en cuanto explica su razón. La razón es que en Lispector la racionalidad del narrador se determina como un imaginario cuya particularidad se sabe diferencial, así como la convención de los personajes, y no quiere, como los personajes no pueden vaciarse en él, llenarse de naturaleza. En otras palabras, la mayor dificultad que enfrenta es, lúcidamente, un supuesto problema de elocución: el acto de representar lo orgánico y sus variaciones insignificantes en su autonomía de no autonomía racional pertenece a un mundo en el que su referencia ya está dominada. a priori. ¿Cómo formular lo insignificante alegórico sin excluirlo, es decir, sin incluirlo en una fórmula puramente regresiva y no libre? Generalmente, la elección se basa en el relativo discurso dedicado al fracaso escenificado en la propia representación, paralelo al fracaso cometido por los personajes, y que marca la calidad superior de este arte.
El narrador se narra a sí mismo disolviéndose, ya fuera un hombre muerto, indeterminandose a sí mismo, para impedir que un discurso lleno de naturaleza reproduzca el patrón institucional de los materiales -discursos- de las transformaciones de su Autor. Es precisamente el dispositivo que implica la imposibilidad, aparente o no, que tiene Lispector de mantener siempre la continuidad de la acción señalada varias veces por la crítica apegada a la doctrina clásica de la secuencia suave y clara.
Aquí es más oportuno postular que la imposibilidad de un texto continuo y extenso no es de Lispector, sino de la voluntad escénica de sus narradores a través de la acción abstracta, además de ser, como se ha dicho, una imposibilidad evidenciada como negativa a naturalizar las formas en que el Autor interviene cuando las dramatiza en sus textos. Elección de ideas lúcidas adecuadas al acto, no importa aquí el buen o mal gusto también convencional de las situaciones y caracterizaciones dramáticas, se trata de dejarse convertir en todo lo que es orgánico sin el organicismo del horror sin el objeto de pensar en otro, pollo, ratón, fruta dulce que se pudre, en resumen, una convención aplicada de autodisolución. ¿Cómo hablar de estas cosas? Reflejo opaco, lo insignificante significa el gran otro del narrador y, ciertamente, del Autor real y sus lectores: la historicidad de la razón que los refracta como fallas en el texto como una parcialidad de la división práctica, que es lo que realmente importa.
Em La hora de la estrella, escrito en contrapunto con un soplo de vida, también por último, el personaje Macabea realiza hiperbólicamente el recurso: es una bestia. Con el término se quiere decir una ceguera radical, y radical porque se ciega a sí misma, lo que la llena de sí misma sin y, sin necesidad, sin carencia, y otros términos de privación. Su discurso coincide absurdamente con lo que dice; no tiene lo que se llamaría “felicidad”, porque no tiene memoria, salvo la de la actualidad del hambre atávica del narrador, y por tanto no tiene lo que se entiende por “proyecto”; muere alegóricamente, además, cuando el futuro apunta.
Su percepción del personaje no se formula en un orden sucesivo, apareciendo como una temporalidad congelada en la duración en la que lo percibido es el cuerpo. Actual como un gato, no tiene distancia, siendo atemporal; sin reflexión, es exterioridad y por tanto inmediatamente profundidad. Experimenta algo imposible: es lo imaginario menos lo simbólico: una materia cruda que, en la literatura brasileña contemporánea, sólo es similar en la adynata de Hermógenes, de Gran Sertão: Senderos. En la obra de Lispector, es la metáfora intensificada -y finalmente realizada-, que ahora se personaliza en la impersonalidad soberbia del mundo botánico del Jardín Botánico, los animales en el Arca y los innumerables Evas tontos que esperan distraídos el nombre que desencanta. ellos para los ritos del amor transitivo.
Es imposible, aunque no descabellada, y es del linaje de Joana, de Cerca del corazón salvaje; de virginia, de Oh brillo; de Lucrecia, de La ciudad sitiada; de Martim, de la primera parte de La manzana en la oscuridad; por Loreley, por Un aprendizaje o El libro de los placeres de GHde La Pasión según G.H; por la señorita Algrave, por El Vía Crucis del cuerpo. Diferencia en esta semejanza: Macabea es de otra clase, ella que es una degradada, a diferencia de los otros personajes de “clase media” propios de Lispector, y representaba vivir como cotidiano lo que para ellos es vértigo alegórico y, para los críticos, vértigo analítico angustia existencial . Por ello, tampoco puede recurrir al discurso teórico, metafóricamente filosófico o científico, que, así como motiva la verosimilitud de los personajes con sus comodidades explicativas, podría hacerla accesible a sí misma definiendo su papel. disparates de la experiencia (como la filosofía, por ejemplo, para Joana, Loreley, GH; o la ciencia, para el ingeniero Martim).
Le falta hasta el sentido común de las madres de Lispector, frente a fogones que explotan, niños en la escuela, maridos, como Ana en “Amor”. En su libertad alegórica, Macabea sólo encuentra imagen en la estupidez de la gallina del cinturón. Lazos familiares y algunos ecos en la marginalidad amorosamente criminal de “Minerinho” o en la conmovedora impotencia de Mocinha, la anciana de “Passeio a Petrópolis”, de La Legión Extranjera.
Macabea, sin embargo, no es una santa, ni un animal, ni siquiera una bestia: se constituye como tal en una relación desigual con la racionalidad del narrador. En otras palabras, su constitución como exterior a sí misma y a todo deja claro al lector que sólo es estúpida, animal o santa por la relación desigual con lo que se piensa “libremente” como no estúpido, no animal, no -santo., y que se articula como positividad autoplena como primer término de las oposiciones Sur/Nordeste; literatura/analfabetismo; crítico/alienado; racional/irracional, etc. Y que, a través del aparato institucional que la produce y la reproduce como exclusión inclusiva, dominación, la estupidez de referencia de Macabea es lo informe, el silencio de la indeterminación; no se puede decir, como no se puede enunciar como tal.
Es que decirlo ya es una estupidez en sí mismo, como un gesto mimético vacío que imita absurdamente una ausencia de forma. Gesto que se vuelve paródico, pero no de la estupidez que, por su misma asunción, no es una forma a remplazar, sino de su mismo movimiento de gesto, intencionalidad o posibilidad como mimesis. Paródico, por tanto, de la determinación racional de su posibilidad, es inmediatamente cómico, irrisorio, pretenciosamente solipsista: basta con atreverse a empezar. Y el narrador de La hora de la estrella se atreve, sabiendo: por eso también afirma repetidamente querer los “hechos” que lo eximirían de narrar. Ahora bien, hablar de la estupidez –y aquí la alegoría siempre se ajusta a la clase del personaje refractándose en la estupidez del narrador– implica hacerlo en la dimensión de su posibilidad, no en la de su realidad efectiva, al fin y al cabo. Hacerlo es producir un discurso como lenguaje de ficción cuyas ineptas inflexiones dramatizan la ficción del lenguaje en el que la racionalidad del narrador se rompe en mil puntas incluso antes de comenzar.
Considerada la tradición de la modernidad que naturalizó modos imitativos bajos como creíbles privilegiados para vampirizar los detritos del Gran Traje, la puesta en escena es banal: se lee hora estrella con la supuesta familiaridad de mil y un experimentos similares, ejercidos con mayor o menor eficacia como alegoría de la promesa de la felicidad utópica, como crisis y crujir de dientes, como tarea de deconstrucción y metalenguaje de los héroes de la negatividad positivista, en fin , como tradición del nuevo clásico de hoy en el museo de todo, desde el conformismo y la ópera bufa. En hora estrella, sin embargo, la contradicción es irreductible: como extensión narrativa de la división de la banalidad práctica, la continua dramatización de la “geometría inflexible” es complementaria a la estupidez del personaje y narrador, de tal manera que la ficción de la unicidad del texto como obra implica su misma imposibilidad. como el hacha Memorias Postumas de Bras Cubas en la rosa de Gran Sertão: Veredas, es una pieza de no trabajo, fracturada, y solo funciona cuando se atasca.
Experimento que recuerda la técnica de exposición distanciada del teatro épico, el texto se presenta como el gesto de su autor implícito, que se ofrece como recipiente de su práctica imposibilidad de narrar, desarrollándose en la voz de un narrador narrado, Rodrigo SM; en otra articulación se yuxtaponen las indeterminaciones del personaje. Aparentemente autónomo de los significados de la posición de clase imaginaria del autor implícito y del narrador, Macabea es su criatura. Su relativa autonomía de no autonomía está implícita en su constitución alegórica, de hecho, que la despliega: generalidad de abstracción y carácter individualizado. Al final, el significado figurativo se superpone al tiempo mismo, visto como proyecto del personaje, abstrayendo el futuro en su muerte –que, pesos y medidas, es una pérdida que es una ganancia, parcial, en cuanto a la contradicción que permanece irreductible.
Escribir para escribir para no morir, representado en el compartir de la Ilustración, el narrador, desde el principio, confirma la inviabilidad del proyecto implícito del autor: dar forma literaria a lo que escapa a la representación literaria como voz autónoma de la no autonomía, ya que la proyecto es el de hacerlo actuar no por la mediación de las luces que esclarecen las letras del intelectual, sino en su particularidad producida en la relación desigual como analfabeto, estúpido, mediatamente autónomo: “Oh, tengo tanto miedo de empezar y todavía Ni siquiera sé el nombre de la chica. Sin mencionar que la historia me desespera por ser demasiado. Lo que me propongo contar parece fácil y al alcance de todos. Pero su elaboración es muy difícil. Porque tengo que dejar claro lo que se borra y apenas veo. Con manos de dedos embarrados y duros, sentir lo invisible en el propio barro”.[i]
Invitado a indeterminarse en este punto teóricamente previo del andamiaje de la obra, el lector puede asumir opciones narrativas abiertas por el procedimiento de especularidad: o un autor en busca de su personaje o un personaje en busca de su autor. El segundo es propiamente dramático; la primera es épica, en el sentido genérico de “fabulación”, y crucial para comprender la relación contradictoria que une, es decir, separa Macabea, Rodrigo, autor, lector. El despojo continuo del proceso como ineptitud tiene aquí precisamente la función de resaltar los límites de la práctica del narrador, mostrándole la convención de la competencia letrada al mismo tiempo que muestra la incompetencia de su convención. La estupidez alegórica no puede decirse en un discurso no estúpido, consecuente según las reglas de la racionalidad dominante, que es la del narrador: su discurso sólo puede metaforizar su patetismo, gesticular impotencia, fingiendo ser una verdadera ineptitud, romper o proponer un estilo sublime, que en esta sociedad igualmente sublime sólo puede ser un cliché, un melodrama, la sangre y la sacarina de la kitsch
Por tanto, el narrador se vuelve melodramático, metaforizando la imposibilidad práctica y, aunque no es una mujer, como afirma, también llora mucho, se enternece. Evidentemente, el melodrama no es femenino, su convención es que a veces lo es, y Rodrigo sólo puede ordenarse en el discurso como desorden, pérdida de sentido, vértigo que evidencia en el sinsentido efectuado por su práctica como narrador el sentido práctico de las inconsistencias macabeas, disparates que reemplaza especulativamente al disparates de su situación como narrador. Por lo tanto, la reducción muy violenta de la humanidad de Macabea a la insignificancia animal por debajo de ella no significa simplemente la asunción de una perspectiva externa, privilegiada y siempre dominante, por la cual su inutilidad e ignorancia producidas podrían ser tomadas como inutilidad e ignorancia de hecho y, por lo tanto, constituida desde la perspectiva dominante, permanece dominada aunque el discurso sobre ella sea empático, como suele serlo en la indignación, la conmoción, etc.
La operación de Lispector es sutil porque es absolutamente cruda, consistente en un procedimiento de transposición alegórica que, despojando el carácter de su humanidad, fijándola como emblema de la estupidez de las cosas, retiene la formulación vaciada de lo que, sólo humana, es efectivamente ella. : empleado en el comercio, mano de obra. La operación implica, por lo tanto, la puesta en escena de la condición práctica del intelectual brasileño contemporáneo, que el texto incluye asimétrica y disonantemente, y la de los materiales –discursos– disponibles para la intervención artística “crítica”.
La hora de la estrella no resuelve la cuestión, por supuesto, ni podría hacerlo, excepto alegóricamente, cuando el autor implícito hace que el narrador tome una posición. La virtud del texto, por así decirlo cristianamente, es que vuelve a proponer como límite la cuestión práctica y lo hace de manera radical, lo que implica también el rechazo del “cristianismo” y de toda conciliación imaginaria, prohibiendo toda esperanza. para el personaje, como rechazo y negación. En este sentido, escribir se aleja de lo institucional: hablar sobrees decir, hablar por , como lo haría cualquier dador de conciencia. La negativa tiene un precio y el primero, obviamente, es la dispersión del discurso. Alegóricamente, por tanto, la cuestión de la representación literaria también se escenifica como homóloga a la de otras prácticas discursivas, como la filosofía o el psicoanálisis cuando proponen “cómo decir la locura” –no dao sobreo desdeo en torno de – pero, imposiblemente, cómo decirlo sin que el mismo discurso sea simultáneamente loco, asumiendo su racionalidad supuesta como determinación.
El rigor de Lispector, pregunta no contestada por su texto que sólo la responde cuando lo conforma con la metáfora de lo informe, en un primer esfuerzo que siempre es devuelto y que fracasa, el discurso del narrador es un devenir-macabeo, devenir técnica del negativo. Aquí, la metáfora religiosa aparece como una figuración del sentido vaciado y vacío de su gesto: “Por ahora quiero andar desnudo y andrajoso, quiero experimentar al menos una vez la falta de gusto que se dice que tiene el anfitrión”. . Comer la hostia sería sentir la insipidez del mundo y bañarse sin ella”.[ii] Tema recurrente, por cierto, recordar a GH y su cucaracha. Lispector es materialista, sin embargo, y no se trata de “religión”, que es el cómodo reverso metafórico de la soberbia despersonalización de su dispositivo.
La ineptitud del narrador, es decir, su capacidad técnica para producir ineptitudes como el desplazamiento, la demora, la tautología, el anticlímax, el humor, la indeterminación, etc. está determinada por la imposibilidad práctica del autor implícito, como ya se ha dicho, que no puede dar forma unitaria a la contradicción. Por eso, al escribir, Rodrigo se vacía de sentido de lo que escribe y del acto, interponiéndose como obstáculo al acto y al sentido; al vaciarlas, llena páginas que lo afectan como objeto en su puesta en escena agonística para el destinatario. Este siempre está al borde de algo propio del género cómico, la farsa o la burla: quien dice que no sabe escribir, escribe muy bien.
El lector, ni serio ni frívolo, tal vez se pregunte por la funcionalidad del procedimiento que lo dramatiza en la figura del destinatario así y aquí en la ineptitud, proponiéndole continuamente la experiencia de la fractura y el atasco. Una respuesta plausible es decir que implica instarlo a participar de la ineptitud sin la ineptitud – inmediatamente, se explica una razón astuta para escenificar la particularidad de su práctica, explicando sus límites, lo que implica la emergencia del referido trasfondo, cuando el la forma se disuelve. Simultáneamente –y esto es más oportuno– implica también los límites de la constitución de tal trasfondo que, dada la (des)lectura como expresión emocional, psicología de la Clarisa íntima, o como inefable inexpresado, cosa o Dios de la metafísica mística-heideggeriana, es absolutamente la superficie de la letra, un efecto simbólico y no simbólico producido en una práctica fechada como práctica fechada, un Lispector calculador del rigor.
La ineptitud se refleja, por tanto, en las opciones narrativas del autor. Unificar la división sería básicamente inverosímil, pues propondría verdadero melodrama en la falsa conciliación del feliz destino del personaje y, además, la imposible ingenuidad épica del narrador. Por ejemplo, hacer que Macabea se case con Hans, el gringo montado en la microalegoría del Mercedes Benz, o incluso hacerla albergar esperanzas “sobre el futuro”. De rebote, sería revalidar la tristeza de Rua do Acre, la trayectoria de Olímpico, la satisfacción de Glória, lo sublime del jefe que lee Humillado y Ofendido, la manifestación traspuesta por Machado de Madama Carlota, representada viviendo la ficción de la normalidad institucional en relación a la cual Macabea es exótica y anormal.
El texto se abre así a otra fractura escénica: el efecto se deja aprehender por el destinatario como representación unitaria de la vida de un escritor en crisis que lo indetermina en la ineptitud; y el procedimiento se escenifica como una práctica altamente alfabetizada que linda con lo analfabeto, su polo contradictorio. Así, el autor implícito, evidentemente disfrazado en el biografema musical al comienzo del libro y, en varios sentidos, efectivamente al final de la “Dedicatoria del Autor (en realidad Clarice Lispector)”, objetiva la desesperación en esta mala conciencia Rodrigo SM, crece en él una barba, cuelgue bolsas debajo de sus ojos, privelo de sexo, móntelo como persona apto para teorizar rápidamente la ineptitud de la marginalidad erróneamente marginal del intelectual brasileño de la especialidad de escritura, representado como una “excepción” que, muy distraídamente, como cualquiera que vive, escribe un libro como se hace todo el jamón, Clarice Lispector “socióloga” – por poco tiempo, felizmente: “Sí, no tengo clase social, marginada que soy. La clase alta me ve como un monstruo extraño, la clase media sospecha que podría desequilibrarlos, la clase baja nunca viene a mí”.[iii] Y otra vez: “(Si el lector tiene algo de riqueza y una vida cómoda, se desvivirá por ver cómo está el otro a veces. Si es pobre, no me estará leyendo porque leerme es superfluo para alguien que tiene un ligero hambre permanente.Aquí hago el papel de tu válvula de escape y de la vida aplastante de la burguesía media”.[iv]
En correspondencia con la ineptitud del narrador, la incompletud del libro se impone aquí como efecto de un defecto capaz de representar una inadecuación práctica. En otras palabras, la novela va más allá del efecto mimético de la unificación del narrador y su personaje en la unicidad de la obra, dramatizando, a través de las ineptitudes cruzadas y simultáneas, la división existente entre, al menos, dos formaciones imaginarias, siendo también efectuado por ella, que es socialmente determinado y determinante de la práctica del oficio. La ineptitud real representada del autor implícito, emisario del Autor real que pone títulos que niegan su impotencia –“Que se arregle sola”, “Es mi culpa”, “No puedo hacer nada”, “Discreta salida por la parte de atrás puerta”– implica la ineptitud del narrador narrado, en fin, apto para figurar la ineptitud de Macabea, en cierta medida, como una disfunción en el efecto de recepción predeterminado por las reglas de unificación imaginaria de la lectura. Su discurso a tientas es homólogo al mutismo de la insignificancia del personaje representado, y en esto se tocan al separarse como parcialidades de división.
El dispositivo funciona por transposición y estructura, para citar a un magnífico inepto. e tu pequeña razón varonil. con el término estructura, lo que se quiere decir aquí, muy simplemente, es el cálculo exacto de la correlación de los elementos y arrebatos de ineptitud, hasta producir el efecto general de la referida incompletitud, de un texto mal ejecutado y de mal gusto (“História Lachrímogenic de Cordel ”), según normas de recepción que prescriben el decoro del gusto. Por ejemplo, a través de la dramatización sistemática de clichés, pedazos petrificados de discursos ya anónimos, principalmente en situaciones de diálogo entre Macabea y Olímpico, Macabea y Glória, empoderadas con Macabea y Madama Carlota –esta última, todo cliché, potenciada en alegoría mercantil.
Reescribir en serio lo que se mistifica para que sea serio es evidentemente irónico, no como postulación de una verdad externa y superior del buen gusto, por cierto también kitsch en la afectación de su Alta Costura sino como una distancia inclusiva: al fin y al cabo, el narrador afirma constantemente su deseo de mierda, en el que también dramatiza al destinatario en la habitual escena brasileña, como dice “[...] obligado a usar las palabras que sostienes”.[V] Se trata, por tanto, de una técnica de fría hipérbole que, muy habitual en Lispector, en la hiperamplificación de la kitsch opera la figuración alegórica que enfatiza la humanidad de Macabea, el único ser libre en un mundo de mercancías autosuficientes en su ficción cotidiana: “[…] la hierba es tan fácil y simple. Tenía pensamientos gratuitos y sueltos porque, aunque ociosamente, tenía mucha libertad interior”.[VI]
por transposición se trata de una técnica -recurrente en los textos del Autor- de desdibujar sistemáticamente o de atribuir erróneamente índices y hechos, en una suerte de juego de palabras generalizado como a veces humor negro, en la medida de rigor adecuada. Retóricamente, es una técnica de catacresis, como la denominación inapropiada o el "mal uso". Por ejemplo, hacer oír maliciosamente a Macabea su futuro dicho por la adivina, siendo atropellada, como una profecía narrada a otra chica anónima, que sale de la cita con los ojos enrojecidos; o, en un humor extremadamente negro, calculadamente oportuno, que el personaje sea atropellado por un Mercedes Benz amarillo cuando sale esperando encontrarse con Hans, el gringo rubio. El desenfoque también ocurre como microacciones incongruentes:
Macabea se mira en el espejo del baño de la oficina y no se ve; jura por su madre muerta diciéndole a Olímpico que quiere a su madre muerta si miente; lee "asignar", corrige a "desasignar"; habla de “élgebra”, de “ephimyrids”; teme que en una vida futura sea miembro de Olímpico, porque la palabra me recuerda algo feo; y, hipérbole, medida justa para una época de sindicalismo orientado a resultados, se disculpa con su jefe por haber sido despedida. El efecto general de la técnica es el de una especie de miopía, tomando aquí prestada la metáfora óptica de Gilda de Mello e Souza, en “O Vertiginoso Relance”, no su carácter normativo implícito (miopía x visión normal), más bien el de fingir del fingimiento como técnica de falsificación que se le entrega al lector como la mirada miope de quien ve claro, distinto y cruel, y que usa – simula usar – lentes deformantes para que en la deformación se forme la información y, en la relación asimétrica, corrige lo que es muy obvio y no se ve: la miopía de la llamada visión normal. La del lector, por ejemplo, invitada desde el principio a representar el efecto general de ineptitud sin ella. Que, una vez más, se desdibuja y se desdibuja, porque el lector, que normalmente es miope, ahora tiene que fingir una miopía fingida para ver con claridad lo que su visión normal no ve, ya que institucionalmente informe, insignificante, invisible -y otras desdibujaciones del prefijo negativo. Macabea, en fin: ella, que es condenada.
En su estupidez construida, Macabea es homóloga a la racionalidad del narrador, como se ha dicho; los signos se invierten, sin embargo, porque aquí la racionalidad se confiesa irracional e inepta y la estupidez es la alegoría de la racionalidad general. Es que, al no ser un idiota sustantivo en el sentido de que la práctica médica institucional racionaliza la normatividad dominante, Macabea es la metáfora idiota, porque disparates e inepto, y por tanto extremadamente eficaz como logro literario que cobra mucho sentido y va más allá de lo “literario” de la verdadera idiotez, su referente y condición: las relaciones normales de lo cotidiano y la racionalidad que las ordena. Su tema –supongamos uno– es pues el de la insipidez típica de los animales del Autor, pero el de una insipidez narrativa, realizada no como sustancia de la insipidez, sino como alegoría del vacío en la relación contradictoria de los discursos incomposibles.
Determinantes de Macabea, que en el texto es la metáfora a llenar y a la vez vaciar, es la gran hambre atávica y sus agujeros, límites de la narración. Los índices son muy reiterados: el huevo; el café frío; guayaba con queso; café chorreado con mucha azúcar, de la cual Olímpico amenaza generosamente con pagar sólo la mitad; la embriagadora experiencia de la carnicería; el chocolate, la tarta, el robo de las galletas en casa de Gloria: la vieja petición a su tía de aceite de hígado de bacalao; la estúpida conversación con el estúpido doctor sobre la pasta; bombones con licor de Madama Carlota; la siempre muy económica imposibilidad de vomitar, sabiendo sólo por la experiencia hecha. De estos, el principal es la afirmación repetida del miedo a la sangre, que funciona como negación del hambre, Macabea que por la noche anda alucinando pensando en pata de vaca. Ante el hambre, evidentemente, todo arte deja de ser evidencia: en la articulación del tema, lo que hace el texto con el lector es leer los criterios de legibilidad, replanteándolos como ridículamente ineptos.
En su efecto espectral, el cínico del elaborado detritus literario, las violentas ideas-hambre del autor implícito todavía tendrán, él quiere creer, algún poder afirmativo frente al cinismo del hambre en su mundo. Reivindica “el derecho a gritar” –y el Autor escribe, como uno de los títulos, “No puedo hacer nada”– como articulación de la desarticulación del intelectual de la especialidad de escritura. La literatura no puede sino afirmar una idea fuerte como el hambre de Macabea, en definitiva, que determina, en este caso, las ideas lúcidas, entre las cuales la primera es evitar cualquier idealización que haga simpatizante al personaje o al narrador, en su hambre y en tu limite
Em La hora de la estrella hay una microfiguración de esta fractura y de la narrativa que se hace. Hace a Macabea homóloga a cualquier escritor, desde el más capaz hasta el más inepto. Es funcional que no hable, casi, y que a la vez sea una mecanógrafa absolutamente incompetente. La disyunción que, una vez más, escenifica la contradicción es graciosamente irónica: como mecanógrafa, escribe en el registro de escritura mediado por la tecnología de la eficiencia productiva el discurso del mundo comercial, del que ella es prescindible, fácilmente reponible, improductivo que ella es: “tornillo inútil en una sociedad técnica”, dice el narrador en el espejo. Se lee lo que escribe Macabea desde dentro de su situación representada, pero también lo que puede leer la Autora real de quien ella es la metáfora invertida, Clarice Macabea.
Refutan punto por punto: ineptitud, inutilidad, alienación. Como la regla que institucionaliza la incompetencia es meramente provisional, sin embargo, su puesta en escena en el texto también hace explícitos sus límites: al fin y al cabo, la sociedad técnica en la que Macabea es un tornillo prescindible no es una sociedad indispensable. Queda para el Autor, como procedimiento, el artificio de hacer del error de digitación una opción programática, re-proponiendo las clasificaciones vigentes y disolviendo la Universalidad de las formas. Para eso queda, como racionalidad, el ser estúpido, experimentando con lenguajes que, en el continuo desgaste y represamiento, apuntan a un residuo cuyo sentido se determina en la lectura como un real dividido. Por eso mismo, la estupidez de Macabea nos asombra y conmueve: ¿qué puede significar que nos interrogue con una muda pregunta sobre nuestra posición y la racionalidad que en ella implica como una violenta contradicción que Lispector deja abierta sin respuesta, ya que en la novela el solución solo resuelve el romance.
Aquí encontramos la representación de una falla, que hace sonar a Rodrigo SM fuera de lugar y acomplejado en la medida de su propia naturalidad, y que, en la puesta en escena de su práctica como escritor, resulta en un defecto alegóricamente programático, que es, una virtud. El defecto es que Macabea no tiene autonomía como personaje no autónomo, siendo a veces perspicaciado por la situación del narrador, a veces por su posición. Su no autonomía, su desconocimiento, su exterioridad y su estupidez, en suma, son dramatizados como momentos constitutivos del pensamiento del narrador, al menos como una parcialidad de la relación desigual.
Esto se debe, por ejemplo, a la técnica de construirlo como exposición de situaciones dramáticas poco o nada ligadas entre sí, casi por yuxtaposición de fotogramas cuya discontinuidad sólo se unifica en la voz dividida del narrador. Es un defecto, porque incluso se le expropia su libertad narrativa de ser estúpido, de actuar libremente como un animal no autónomo. Así, incluso el amor declarado por ella del narrador es sólo un amor declarado, desigual y externo, a pesar de sus esfuerzos por destruir la relación cuando, por ejemplo, narra el presente contemporáneo de su muerte como si fuera un observador imparcial a merced de la oportunidad de otros eventos que aún podrían salvarla. Sin embargo, estaba escrito, la contradicción fractura el texto de punta a punta: hacer evidentes los hilos del títere fue quizás la solución que se le impuso a Lispector en cuanto a la composición de la pieza inconclusa. En otras palabras, haciendo uso de la inadecuación en la que el artificio se destaca operativamente, en vista de una superior adecuación de la ineptitud en términos de contradicción.
Aquí, pues, la posición de clase representada del narrador choca con los datos de su situación: es que, por su posición, aunque sea vagamente "crítica", quiere efectivamente la autonomía de Macabea, o en forma de "proyecto" de lo que es. , precisamente por su posición, tiene que postular como autonomía de acción, o incluso bajo la forma de su no autonomía como estupidez. Su situación representada como intelectual, sin embargo, es externa, ya que en la relación desigual sólo puede hablar sobre el personaje, con los medios que le da la situación, por relativizada que sea. La alternancia, en su enunciación, de representaciones más o menos “críticas” de su posición y representaciones dominantes de su situación hace que Macabea sea, así, autónoma y no autónoma. Dotada de vida propia como designación particularizante que, sin embargo, se ignora a sí misma, es, en esta autonomía, no autónoma.
Al mismo tiempo, sin vida propia, como sentido generalizador o construcción intelectual del narrador, es alegórica de su clase y de un deseo vagamente utópico de su posición, de modo que, en su alegórica no autonomía, tiene cierta autonomía, desigual e incluso virtual. En los dos registros simultáneos y complementarios, Macabea presenta una relativa autonomía, por mediación del narrador, prácticamente obligada a su no autonomía. De este modo, se produce también en su constitución una vinculación continua, que se desliza, en la lectura, desde su no autonomía o enajenación como individualidad autónoma a su autonomía como alegoría de la no autonomía social de su clase: se da “entre”, en desplazamientos, articulados por esa especie de improbabilidad en la que el uno es doble y el doble uno.
En este caso, la improbabilidad es la verosimilitud apropiada en términos de la contradicción, ya que la cuestión narrativa, en una economía global, no puede resolverse únicamente como un problema del narrador, del personaje o de la singularidad del artefacto literario. El texto metaforiza la situación práctica y la posición del escritor real y de los lectores, en una técnica de desdibujamiento en la que los datos de la situación se traducen por valores de posición y viceversa, sin unificación posible, lo que sí sería falso e increíble. . .
La estupidez de Macabea acaba siendo recibida como estupidez porque es, como la locura, el no dominio de la propia ficción. Contrapuesto, a su vez, a la racionalidad del dominio que supuestamente tiene el narrador sobre su ficción en el pretexto de la ineptitud, destaca la ineptitud real de la relación desigual. Es su materialidad lo que la hace conmovedora y dolorosa, por tanto, cuando se observa que la relación entre estupidez y racionalidad pasa precisamente por la ficción, no como un tema tratado representativamente, sino como una relación que destaca el lugar precario de la razón, definida no por lo que se dice ni siquiera por las cosas de que se habla, sino siempre por el lugar práctico donde se enuncia.
Aquí el narrador tiene un mal equilibrio, y no podía ser de otra manera, pues está lúcido en su posición de emisario de un autor implícito que sabe que la estupidez es la ausencia de una obra, como escribe Shoshana Felman en su La Folie et la Chose Littéraire, dándose como la inacababilidad continua de un sentido que no cesa de transformarse entregándose al desconocimiento de sí mismo. Macabea es la ausencia misma de una obra, sin proyecto que es, simétricamente inversa al narrador, cuyo proyecto es precisamente la obra como ausencia o incompletud.
Al final, cuando empiezas a querer más pelo y te conviertes en “una persona embarazada de futuro”,[Vii] cuando se entera de que debe lavarse la cabeza con jabón Aristolino, cuando la señora Carlota le profetiza la buena pesca del gringo, se nota que ella muere, o mejor dicho, es asesinada por el narrador. “Este libro es un silencio. Este libro es una pregunta”.[Viii] Pero ¿por qué muere? ¿Por qué la autodisolución del narrador sigue siendo la etapa necesaria de la razón insuficiente? ¿Porque la obra sólo se completa efectivamente como imaginario dominante y este se prostituye? ¿Por qué entonces se desliza de la estupidez que no se sabe a la región del despropósito institucional donde se vuela más bajo que los planes de ascensión de Olímpico, de Glória? ¿Por qué la muerte es, en esta horrible historia, un “personaje predilecto”?[Ex] La disolución del personaje y del narrador no es total, sin embargo, porque incluso en su muerte el texto se aleja de la conciliación mítica.
Volvamos, pues, a la cuestión planteada más arriba sobre el procedimiento de la narradora para hacerla callar o hablar. Cuando la hace hablar, es inmediatamente grotesco, pues parodia, a pesar de sí mismo, los criterios que rigen la verosimilitud de los intercambios simbólicos. La cosa se hace evidente en la relación silenciosa con Olímpico de Jesús que, siguiendo la motivación de alturas implícita en su nombre, es un ganador, el diputado, el futuro: “¿sabes si podemos comprar un hueco?”.[X] Liberados en escena, los versos son colocados en su boca por los hilos hábilmente visibles del narrador y apuntan aún más esta vez a lo que es socialmente la convención del disparates o inexistencia: ¿cuál es el valor de uso o de cambio de un agujero?
De hecho, observa repetidamente el narrador, Macabea está atenta a lo que nadie ve: una puerta oxidada, hierba escasa entre piedras, un gallo cantando, el tictac del radiorreloj… disparates la de ella, cuya luz negra ilumina con rigor las luces del sentido común: “[…] ¿qué significa 'electrónico'?”[Xi]; “Me gustan tanto los tornillos y los clavos, ¿y a ti?”[Xii]; “¿Qué significa 'álgebra'?”[Xiii]. Y, aún, un procedimiento que cita a Lewis Carroll o cualquier discurso astuto de un sofista griego: “Él: – Sí. Ella: - Bueno, ¿qué es? Él: - ¡Solo dije que sí! Ella: - Pero. 'porque es' ¿qué?”,[Xiv] diálogo loco en el que su discurso juega con la referencia y el sentido en la vieja paradoja de la regresión infinita de la presuposición. Lo que implica una vez más que su estúpida plenitud no es una carencia, después de todo, sino que su pensamiento es pensado como el diferencial de la relación desigual.
Los procedimientos que la hacen hablar la dramatizan, así, contrastivamente: es grotesca, por deformación (El término, por desgracia, está clásica y negativamente determinado, como segundo en relación a una primera posición bien formada, su idealidad y regla; sería oportuno pensar que Lispector es más hábil y moderno, produciendo una deformación inmanente, sin modelo, na carácter, cuando disuelve las formas sensibles, lo que evidentemente se lee como da carácter, debido a la regla promulgada por la racionalidad del narrador). La deformación también es crítica, en otro registro, si Macabea se lee en el intertexto de representaciones piadosas de los explotados, que generalmente lo convierten en un ser oprimido de excepción en la idealización que parte de la miseria artística misma. El texto de Lispector se desidealiza en la deformación, re-proponiendo lo bruto de la contradicción, este es también el realismo del escritor intimista.
Quizá sea más oportuno, por tanto, pensar en los procedimientos que la silencian. Aquí sólo se mencionan dos, que surgen una vez más de la situación y posición representada por el narrador. Una de ellas, plenamente institucionalizada, por la que Rodrigo SM delata su situación, consiste en calificarlo de “neurótico”, término que se da tanto por parte del narrador como por cuenta de un personaje, el médico de los pobres. Al hacerlo, remiten a Macabea a una instancia de anormalidad que justificaría su mutismo por la regla implícita, borrando la relación desigual en la que se enuncia la “neurosis” –así, también es sintomático que el médico estúpido asesore estúpidamente a un psicoanalista. El otro procedimiento – en él se asocian varias razones, tal vez pleno reconocimiento de su impotencia y mala conciencia como narrador, tal vez reconocimiento de la inviabilidad narrativa del “yo digo lo que digo” de su ineptitud y, ciertamente, plena realización de la dispositivo- es matarla, o mejor dicho, matar a Macabea, para que la alegoría de Macabea sobreviva. Lo que implica también una elección entre narraciones posibles que no son meras opciones narrativas: la coherencia admirable del autor implícito, el reconocimiento de que cualquier otra solución sería falsa, aquí también se pronuncia Clarice Lispector.
El narrador reconoce el acto como traición y culpabilidad: “¡¿Incluso tú, Brutus?!”.[Xv] Culpa y traición, sin embargo, no dejan de ser efectos de la representación del narrador como individuo empírico, Rodrigo SM, más o menos empático en su relación con el personaje individualizado. Es que, como la de los suicidas, que se matan porque quieren vivir, la muerte de Macabea figura, por el rechazo de la vida, que el texto representa en formas degradadas la utopía de otro por venir: “Sí”.[Xvi]
El dispositivo opera, por tanto, en un extremo el contacto del narrador con Macabea, el límite de su autorrepresentación que, disolviéndose mientras se disuelve el límite, figura el silencio y el fin. Contudo, como diria um barroco muito caro, muito mais é perpetuar a vida de Macabea na morte que tirar a vida na morte de Macabea, porque tirar a vida dela é fazê-la morrer num instante, perpetuá-la é fazê-la viver toda la vida. es que tu muerte no es la final feliz reconciliado por el Ministro de Educación y Cultura, obviamente, en el prefacio de “O Grito do Silêncio”: “El 'Mercedes amarillo' no puede con él. Cuando me atrapó (y pensé que no se podían escribir más historias con él) Final feliz) ya había asumido para siempre la felicidad imposible, en un esfuerzo sobrehumano que consistió en mitificar la pesadilla en un sueño. Más que un minuto de silencio, se merece la vida”.[Xvii]
Sin duda lo merece -pero no así, regresivo, mitificando la pesadilla en un sueño- porque el final es efectivamente insuficiente, monstruoso y triste, apareciendo como la división más violenta de este texto extremadamente violento de Clarice Lispector. La solución del libro es también sólo una rima, no rica como la del Ministro, extremadamente pobre, determinada por los materiales de la intervención literaria del Autor. Contrariamente a lo que dice el prefacio, Lispector sabe que la vida no un problema de lenguaje y produce esta muerte como una fractura, una marca de irreductible contradicción que tampoco admite la mitificación literaria: “¡No estoy en venta! ¡Ay de mí, todo en perdición y es como si la gran culpa fuera mía!”.[Xviii]
Sólo parcialmente, como parcialidad de la división de la razón, Macabea permanece virgen e intocable alegoría de la muerte en el misterio de su estupidez, ella que sólo empieza a tener futuro en contacto con los límites institucionales de su inutilidad, insignificancia y estupidez. Aquí, la alegoría tiene un nombre y una posición: la negación y el rechazo, el deseo decepcionantemente utópico del narrador y de su Autor. Solo parcialmente, como parcialidad del motivo de la división, Macabea también muere, estrepitosamente derrotada por el mundo en el que es prescindible: “El Príncipe de las Tinieblas saldrá victorioso”[Xix] –El Mercedes Benz amarillo es un perfecto ejemplo de su eficacia, de su triunfalismo.
Las dos parcialidades no forman un todo armónico, evidentemente, ya que no hay un todo. Por última vez en esta no obra maestra de Clarice Lispector, aquí está el dispositivo de soberbia despersonalización que, al afirmar la vida incrustada en el silencio de gentes como Macabea, niega la misma despersonalización, haciendo vibrar en la actual ineptitud su razón de dispositivo. que también debe disolverse. Por cierto, no olvides que por ahora es el turno de las fresas.
*Juan Adolfo Hansen es profesor titular jubilado de literatura brasileña en la USP. Autor, entre otros libros, de Nitidez del siglo XVI - Obra completa, volumen 1 (Edusp).
Publicado originalmente en la revista Lengua y Literatura, No. 17, 1989.
Notas
[i] LISPECTOR, Clarisa. hora estrella. 6to. edición Río de Janeiro: José Olympio, 1981, p. 24
[ii] Ídem, pág. 25.
[iii] Ídem, pág. 24.
[iv] Ídem, pág. 38.
[V] Ídem, pág. 17.
[VI] Ídem, pág. 86.
[Vii] Ídem, pág. 25.
[Viii] Ídem, pág. 21.
[Ex] Ídem, pág. 101.
[X] Ídem, pág. 69.
[Xi] Ídem, pág. 61.
[Xii] Ídem, pág. 54
[Xiii] Ídem, pág. 61.
[Xiv] Ídem, pág. 58.
[Xv] Ídem, pág. 102.
[Xvi] Ídem, 104.
[Xvii] Ídem, pág. 12.
[Xviii] Ídem, pág. 103.
[Xix] Ídem, pág. 102.