por Flavio Aguiar*
Comprender al “otro” es sentir ese “otro” en carne y hueso
Hoy voy a volver a un tema navideño: una Navidad pasada en la isla de Tenerife, en el archipiélago canario.
Seguimos hablando de la necesidad de comprender “al otro”, defender la “otredad”, la “voz del otro”, etc. Cuando decimos esto siempre pensamos que soy el “yo” y que el “otro” es alguien distinto a nosotros, un “diferente”, un “otro”. Una lección muy importante es, por otro lado, sentirse ese “otro” en carne y hueso.
Me sentí así, por ejemplo, cuando enseñaba en Costa de Marfil, en África. Pero el sentimiento se vio contrarrestado por el hecho de que “yo” era el “Maestro”. Tengo una foto imperecedera de este momento: “yo”, con chaqueta y corbata, entre los estudiantes con sus brillantes y coloridos trajes africanos. Eso sí: se puede decir que allí “yo” era un “otro”. Pero con el aura profesoral manteniendo la seguridad de mi “yo” frente a los “otros” y los “otros”.
Lo que pasó en Tenerife fue algo completamente diferente.

Mi pareja Zinka y yo pasamos la Navidad en Tenerife, ciudad natal del padre Anchieta (cuya casa familiar aún existe), para escapar del frío y la oscuridad de Berlín. Al poco de llegar pasamos unas noches en la ciudad de Güímar, donde hay un museo de las expediciones de Heyerdahl a América en barcas de totora para demostrar que la travesía desde allí era posible antes que la de Cristóbal Colón.
Pasamos unos 24 muy agradables, con tours, visitas a museos que aún estaban abiertos, etc. El día 25 por la mañana salimos a dar una vuelta en un coche de alquiler, con material para la merienda. Aprovechamos el sol y la temperatura suave.
Pero en el camino de regreso a la ciudad… nos llevamos una sorpresa. En el hotel el restaurante estaba cerrado. La recepción, lo mismo. Teníamos la llave de la puerta principal y de la habitación, pero esto no satisface nuestro hambre. Coche guardado, salimos a pie. En el exterior, los mercados y tiendas de alimentación también cerraron. Los restaurantes, todos cerrados. La ciudad, todo y todo, cerrada. Y nosotros, los viajeros imprudentes, sin nada, ni siquiera una barra de pan, ni siquiera una galleta, para comer. Cae la noche y aumenta el hambre. Tomamos un par de botellas de vino y agua, pero esto es para beber, no para comer. La ciudad más cercana estaba a treinta, cuarenta kilómetros, bajando la montaña y luego volviendo, subiendo de nuevo: ni modo.
No estábamos embarazadas, pero era inevitable pensar en cierta pareja: ésta mítica y mística, condenada a la indiferencia de la calle, luego a un pesebre; simplemente somos mortales prosaicos sin posibilidad de redención y que ya estamos entrando en un estado crítico de escasez de alimentos, por no decir de desesperación hambrienta. En las calles llenas de nieblas errantes (poéticas, pensarán los lectores, pero con mucha hambre no hay poesía que pueda soportarla) no había un alma para recibirnos. Las casas nos miraban indiferentes y cerradas, con sus ventanas oscuras y voladas como jueces condenándonos con sus miradas sin condescendencia ni piedad. La ciudad, antes tan alegre y acogedora, con sus bulliciosas ferias, ahora nos parecía un desierto hostil y amenazador, sin sombra de compasión.
Fue entonces cuando nos encontramos con un transeúnte que llegaba tarde. Él tenía su destino, pero le preguntamos por el nuestro. Dijo, algo dubitativo, que tal vez había algo abierto en la misma plaza donde de vez en cuando paraban los autobuses que circulaban. No estaba lejos y fuimos allí.
¡Buena suerte! ¡Donde estaba ese algo, había puertas abiertas, luz, voces! Entramos buscando la calidez dentro de esa mezcla de pub, bar, antro, lo que sea, ¡pero con olor a comida!
Nos encontramos con una escena digna de Breughel o Bosch. ¿Quien estuvo ahí? Dejemos de lado, querido lector, las medias palabras. Sería lo que un novelista de la talla de Víctor Hugo llamaría “la plebe más plebeya” de la ciudad: eran putas, borrachos, rufianes, desempleados, gente abandonada en plena Navidad, gente con ropa remendada, raída, pobre, policías de servicio huyendo de su turno. La gente del bar formamos una familia: el dueño, mezcla de portero y chef de aquella cocina sin era ni frente al mar, niños, una mujer que estaba embarazada de varios meses, otra anciana, seguramente una abuela de los pequeños , pero visiblemente la matriarca del bar. Una radio estridente sonaba y decía algo.
Totalmente, esos y aquellas fueron los marginados de aquella noche de Navidad en la que todos los demás quedaron confinados en sus casas más o menos burguesas con su “yo” absolutamente a salvo. De todos modos, estaba ese grupo de personas perdidas en la noche. Sí, y no estamos menos perdidos. Sí, nosotros, “los extranjeros en la frontera de este bar”, para describir el conocido tango cantado por Nelson Gonçalves, uno de los favoritos de mi padre. Nosotros, los “completamente otros” en ese rincón de, digamos, “rechazados”, los “otros” en Nochebuena. Éramos “más que otros”, “otros de esos otros”.
Sin embargo, tras una breve vacilación necesaria para el reconocimiento mutuo, fuimos recibidos con los brazos abiertos. Para todos y para todo. Nos ofrecieron la mejor mesa. Mientras los policías y los mendigos, las putas y todos socializaban con nosotros, los niños traían el menú. ¿Menú? Había pocas opciones: algunos bocadillos, cervezas, refrescos, vino de la casa. Le pedimos. Nos atendieron con extrema dedicación. La abuela nos trajo los sándwiches. Nos hicieron preguntas interesantes: quiénes éramos, de dónde venimos, qué hacíamos allí, hacia dónde íbamos… ¡¿Brasil?! ¡Nuestro! Que interesante. ¿Vives en Berlín? Todo tan lejos y tan cerca...
Llegó la comida: pobre. El pan estaba duro. El jamón, el queso, completamente sencillo. También llegó el vino: Balzac lo llamaría “mediocre”. Pero fue tal el calor humano –de todos– que el plato adquirió sabores sorprendentes, empezando a parecer, si se me permite la expresión, divino. La más divina de todas nuestras Navidades. Y vinieron preguntas y más preguntas, si nos sentíamos bien, si necesitábamos algo más... Al cabo de un tiempo dejamos de sentirnos extranjeros y empezamos a sentirnos como en casa, en la medida de lo posible. Y fue posible.
Nosotros, los hijos de las inclemencias del tiempo y la imprevisibilidad, hemos encontrado nuestro refugio. Pedimos más vino. Confraternizamos. Brindamos. Después de todo, éramos tan “otros” como ellos. Construimos un “nosotros” inesperado, fraterno, cálido, densamente humano. Recordé una samba del compatriota Túlio Piva: “Gente de la noche/ Que no les importan los prejuicios…/ Tienen estrellas en el alma/ Y la Luna dentro del pecho…”
Después de la comida, permanecimos largo rato en el lugar, bebiendo el repentinamente maravilloso vino de la casa y disfrutando de esa acogida que nos sorprendió de la mejor manera, demostrando que la solidaridad humana puede traspasar las fronteras más irreductibles, las del alma y los prejuicios. , del cual todos podemos ser pacientes impacientes. Y víctimas.
Nos despedimos, extrañando ya ese lugar inolvidable.
Regresamos felices al hotel. Empezamos a vislumbrar algo sobre la celebración de la Navidad que no sabíamos hasta entonces. O lo olvidaríamos.
Otra Navidad era posible.
Y es posible.
Alabado sea el divino abrazo humano.
Flavio Aguiar, periodista y escritor, es profesor jubilado de literatura brasileña en la USP. Autor, entre otros libros, de Crónicas del mundo al revés (boitempo). Elhttps://amzn.to/48UDikx]
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