por RENATO ORTIZ*
El retrato de Dorian Gray y el angustia que nos acecha en estos tiempos actuales
Nota al lector
Durante el gobierno de Dilma Rousseff, en medio de Lava Jato, vivimos un clima de histeria política. En las calles, la gente fue insultada por sus opiniones y acusada de ser apátridas, brasileños que se habían desviado de la rectitud moral.
Yo había vivido en Palo Alto, en la Universidad de Stanford, algo parecido. Estados Unidos estuvo a punto de invadir Irak (2003) y la acusación de existencia de armas químicas, nunca probadas, flotaba en el aire. Se veían banderas estadounidenses por todas partes, los periódicos, la radio y la televisión preparaban a la opinión pública para la guerra. Nos rodeaba una atmósfera de incertidumbre y miedo, en la universidad se discutía si los nombres de los estudiantes y profesores extranjeros debían enviarse o no a la CIA.
El mismo fenómeno de unidad patriótica (una especie de institución total de sentimientos) –es decir, como decían en el siglo XIX, de una corriente de opinión omnímoda y opresiva– justificaba acciones agresivas, violentas y estúpidas. Quería nombrar este malestar sin utilizar, sin embargo, el lenguaje de la política, los términos que estaban a mi disposición: fascismo, fin de la democracia, dictadura, ideología, etc.
Creí que esos conceptos, dichos en ese contexto, tenían poca densidad persuasiva y carecerían de sentido. Fue entonces cuando recordé el libro de Oscar Wilde y escribí la siguiente fábula. No está situado en ningún lugar concreto, quería transmitir una angustia que nos acecha en los tiempos que corren.
El retrato de Dorian Gray
En el centro de la habitación, fijado sobre un caballete de pie, estaba el retrato de un país joven y extraordinario, pero su belleza estaba empañada por la fealdad y la podredumbre de los acontecimientos, los ojos tenían una expresión cruel y repugnante. Una fina manta de lino cubría su alma deforme, las pústulas se extendían por su rostro arrugado y cínico. El retrato no debía ser expuesto en público, la visible deformidad exigía su ocultamiento, yacía en aquella habitación vacía del sótano del congreso nacional, apartado de la mirada curiosa de los transeúntes.
Allí se manifestó libremente la verdadera naturaleza de lo que querían eludir: pobreza, desempleo, corrupción, injusticia, prejuicios. Cada una de estas cualidades nocivas podía tener lugar al amparo de la luz del día, el sótano era su refugio, el lugar que les permitía existir; Obstaculizado por el espacio limitado, el lienzo descubierto reflejaba en el espejo la sonrisa sincera y imperfecta de un mundo para olvidar.
Algunos representantes del pueblo, hombres cuidadosamente elegidos entre muchos otros, acudían en ocasiones a visitar el retrato, se sentaban en los asientos improvisados frente a él y contemplaban embelesados su propia esencia. Fue el único momento en el que pudieron enfrentarse a su verdadero Yo, dejando atrás la máscara de sus debilidades y deshonra. Afuera, las virtudes mostradas en público eran diferentes: igualdad, riqueza, empleo, moralidad, justicia.
En las luces de la vida cotidiana, prosperaba la rectitud invertida de lo que anidaba en la oscuridad; Allí, la belleza de este joven país se afirmó en exuberancia y esplendor. La antinomia entre luz/oscuridad, virtud/vulgaridad, ética/corrupción persistió durante muchos años, un acuerdo tácito permitió que estos ideales excluyentes coexistieran. Muchos tenían la ilusión de que los atributos positivos de esta fotografía sepia estaban protegidos de la corrosión del tiempo, la eternidad sería su destino. Olvidaron que su negación permaneció intacta en el calabozo de esa pequeña habitación.
Un día, algunos de estos hombres reunidos en las catacumbas decidieron desvelar definitivamente el retrato, quitaron la fina malla de lino que lo cubría y contemplaron con fascinación la oscuridad de sus almas. Fascinados por la experiencia, decidieron sacarlo de la oscuridad y colocarlo en el centro del congreso nacional para ser visto por la multitud. Lo sumergido se volvió explícito, inteligible.
Sin embargo, para su gran sorpresa, un inesperado sentimiento de inquietud se apoderó de la gente; De repente se encontraron ante algo atroz, la evidente obscenidad los alejó de la ilusión a la que se habían acostumbrado, una visión idílica de sí mismos. Fue en ese momento que el tiempo se detuvo, prevaleció una sensación de inmovilidad y letargo. Silencioso e inexorable. Anteriormente, la dicotomía entre la imagen pública y el retrato distorsionado permitía el contraste entre valores discrepantes; A pesar de la negación de la realidad, en esta contradicción descansaba una esperanza subrepticia.
La dialéctica del contraste entre luz y oscuridad, belleza y fealdad, alimentaba la imaginación; tal vez, algún día, las vicisitudes puedan rebelarse contra la estupidez y la mediocridad. Cuando se hizo público el retrato de Dorian Gray, entronizado en el centro del país, las esperanzas se disiparon, ya no había ninguna contradicción que superar. La gente se encontró ante la inminencia de los hechos; congelados en el tiempo, el sótano y la calle se habían encontrado, fusionándose en un todo único. El destino ingrato y desafortunado sacó a la superficie el malestar, con él el sabor amargo de la vergüenza y el disgusto.
* Renato Ortíz Es profesor del Departamento de Sociología de la Unicamp. Autor, entre otros libros, de El universo del lujo (Alameda).
Publicado originalmente en Blog de BVPS.
la tierra es redonda hay gracias a nuestros lectores y seguidores.
Ayúdanos a mantener esta idea en marcha.
CONTRIBUIR