tres textos breves

Imagen: Markus Winckler
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por GIORGIO AGAMBÉN*

El filósofo italiano aborda cuestiones filosóficas y políticas que afectan a todo Occidente

 

Perdona nuestras deudas

La oración por excelencia –la que nos dictó el mismo Jesús (“así se reza”)– contiene un pasaje que nuestro tiempo lucha a toda costa por contradecir y que, por eso, conviene recordar, precisamente hoy que todo parece estar en orden, reduciéndose a una feroz ley de dos caras: crédito/débito. Dimitte nobis débita nostra… “perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

El original griego es aún más perentorio: afes emin ta opheilemata emon, “déjalo ir, quita de nosotros nuestras deudas”. Reflexionando sobre estas palabras en 1941, en plena guerra mundial, un gran jurista italiano, Francesco Carnelutti, observa que, si es una verdad del mundo físico que no se puede borrar lo sucedido, no se puede decir lo mismo del mundo moral. mundo, que se define precisamente por la posibilidad de remitir y perdonar.

Es necesario, en primer lugar, disipar el prejuicio de que la deuda es una ley genuinamente económica. Aun prescindiendo del problema de qué se entiende cuando se habla de “ley” económica, una breve investigación genealógica muestra que el origen del concepto de deuda no es económico, sino jurídico y religioso, dos dimensiones que, cuanto más se remonta a la prehistoria. - historia, más tienden a confundirse. Si, como demostró Carl Schmitt, la noción de Deuda, que en alemán significa deuda y culpa, está en la base del edificio del derecho, no menos convincente es la intuición de un gran historiador de las religiones, David Flüsser.

Un día, mientras reflexionaba en una plaza de Atenas sobre el significado de la palabra pistis, término que en los Evangelios significa “fe”, vio frente a él la inscripción trapeza que pisteos en negrita. No tardó en darse cuenta de que estaba frente al cartel de un banco (Banco de crédito) y al mismo tiempo entender que el significado de la palabra que llevaba años dándole vueltas tenía que ver con el crédito, el crédito que tenemos con Dios y que Dios tiene con nosotros, porque creemos en él. Para estos, Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es la sustancia de lo que se espera”: es lo que da realidad a lo que aún no existe, pero en lo que creemos y confiamos, en lo que apostamos nuestro crédito y nuestro palabra. Algo así como un crédito existe sólo en la medida en que nuestra fe puede darle sustancia.

El mundo en que vivimos hoy se ha apropiado de este concepto jurídico y religioso y lo ha convertido en un dispositivo letal e implacable, ante el cual toda necesidad humana debe doblegarse. Este dispositivo, en el que todos nuestros pistis, toda nuestra fe, es dinero, entendido como la forma misma de crédito/débito. El Banco -con sus sombríos funcionarios y especialistas- ha tomado el lugar de la Iglesia y sus sacerdotes y, al gobernar el crédito, manipula y maneja la fe -la confianza magra e incierta- que nuestro tiempo aún tiene en sí mismo.

Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de hacer caja de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los Estados, que dulcemente abdicaron de su soberanía). Así, al gobernar el crédito, rige no sólo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la emergencia quiere cada vez más breve y con fecha de caducidad. Y si la política ya no parece posible hoy, es porque el poder financiero de hecho ha confiscado toda fe y todo futuro, todo tiempo y todas las expectativas.

La llamada emergencia por la que atravesamos -pero lo que se llama emergencia, eso está claro, es sólo la forma normal en que funciona el capitalismo actual- comenzó con una serie de operaciones crediticias temerarias, sobre créditos que fueron cobrados y revendidos por decenas de veces antes de que pudieran hacerse. Esto quiere decir, en otras palabras, que el capitalismo financiero -y los bancos que son su órgano principal- funciona jugando con el crédito -es decir, con la fe- de los hombres.

Si hoy un gobierno –en Italia como en otros lugares– realmente quiere moverse en una dirección diferente de la que pretende imponer en cualquier otro lugar, es sobre todo el dispositivo dinero/crédito/deuda el que debe cuestionar resueltamente como sistema de gobierno. Sólo así volverá a ser posible una política que no acepte ser estrangulada por el falso dogma -seudorreligioso y no económico- de la deuda universal e irrevocable y devuelva a los hombres la memoria y la fe en las palabras que tantas veces recitado de niños: “perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

 

tecnología y gobierno

Algunas de las mentes más perceptivas del siglo XX coincidieron en identificar el desafío político de nuestro tiempo con la capacidad de gobernar el desarrollo tecnológico. “La cuestión decisiva”, se escribió, “es cómo un sistema político, cualquiera que sea, puede adaptarse hoy a la era de la tecnología. No sé la respuesta a este problema. No estoy convencido de que sea democracia". Otros compararon el control de la tecnología con la obra de un nuevo Hércules: “quien logre someter la técnica que ha escapado a todo control e insertarla en un orden concreto, habrá respondido a los problemas del presente mucho más que quien, con los medios de la tecnología, buscan aterrizar en la Luna o Marte”.

El hecho es que los poderes que parecen guiar y utilizar el desarrollo tecnológico para sus propios fines, en realidad están guiados más o menos inconscientemente por él. Tanto los regímenes más totalitarios, como el fascismo y el bolchevismo, como los llamados democráticos comparten esta incapacidad para gobernar la tecnología hasta tal punto que terminan transformándose casi sin darse cuenta en la dirección que requieren las mismas tecnologías que creían utilizar para sus propios fines.

Un científico que dio una nueva formulación a la teoría de la evolución, Lodewijk Bolk, vio así en la hipertrofia del desarrollo tecnológico un peligro mortal para la supervivencia de la especie humana. El creciente desarrollo de las tecnologías científicas y sociales produce, en efecto, una verdadera y real inhibición de la vitalidad, para la cual “cuanto más avanza la humanidad en el camino de la técnica, más se acerca a ese punto fatal, cuyo progreso significará la destrucción. Y ciertamente no está en la naturaleza del hombre insistir en ello.” Un ejemplo instructivo lo proporciona la tecnología de las armas, que ha producido artefactos cuyo uso implica la destrucción de la vida en la tierra – por lo tanto también de quienes los poseen y que, como vemos hoy, continúan, a pesar de ello, amenazando para usarlos.

Es posible, entonces, que la incapacidad de gobernar la tecnología se inscriba en el concepto mismo de “gobierno”, es decir, en la idea de que la política está en la misma naturaleza cibernética, es decir, el arte de “gobernar” (Kybernes es en griego el piloto de la nave) la vida de los seres humanos y sus bienes. La técnica no puede ser gobernada porque es la forma misma de la gubernamentalidad. Lo que tradicionalmente se ha interpretado –desde la escolástica hasta Spengler– como la naturaleza esencialmente instrumental de la técnica revela la naturaleza inherente de una instrumentalidad en nuestra concepción de la política.

Aquí es decisiva la idea de que la herramienta tecnológica es algo que, operando según su propio fin, puede ser utilizado para los fines de un agente externo. Como muestra el ejemplo del hacha, que corta en virtud de su hoja afilada, pero es utilizada por el carpintero para hacer una mesa, así la herramienta técnica puede servir a un propósito extraño sólo en la medida en que logre el suyo propio. En última instancia, esto significa, como es evidente en los dispositivos tecnológicos más avanzados, que la técnica logra su propio fin, aparentemente sirviendo al fin de otra persona.

En el mismo sentido, la política, entendida como oikonomia y gobierno, es aquella operación que llega a un fin que parece trascenderlo, pero que en realidad le es inmanente. Política y técnica son idénticas, es decir, sin residuos y no será posible un control político de la técnica hasta que hayamos abandonado nuestra concepción instrumental, es decir, gubernamental, de la política.

 

el lugar de la politica

Las fuerzas que empujaban hacia una unidad política mundial parecían mucho más fuertes que las dirigidas hacia una unidad política más limitada, como la europea, que podría escribirse que la unidad de Europa sólo podía ser “un producto colateral, por no decir descarte, de la unidad global del planeta”. En realidad, las fuerzas que impulsan la consecución de la unidad han resultado igualmente insuficientes para el planeta y para Europa.

Si la unidad europea, para dar vida a una verdadera Asamblea constituyente, hubiera supuesto algo así como un “patriotismo europeo”, que no existía en ninguna parte (y la primera consecuencia fue el fracaso de los referéndums para la aprobación de la llamada constitución europea que, desde el punto de vista jurídico, no es una constitución, sino sólo un acuerdo entre Estados), la unidad política del planeta presuponía un “patriotismo de la especie y/o del género humano” aún más difícil de encontrar. Como recordó oportunamente Gilson, una sociedad de sociedades políticas no puede ser política en sí misma, sino que necesita un principio metapolítico, como lo fue, al menos en el pasado, la religión.

Es posible, entonces, que lo que los gobiernos han tratado de lograr a través de la pandemia sea realmente ese “patriotismo de especie”. Pero sólo pudieron hacerlo paródicamente bajo la forma de un terror compartido frente a un enemigo invisible, cuyo resultado no fue la producción de un lazo patrio y comunitario, sino de una masa fundada en una separación sin precedentes, demostrando esa distancia. no podía, en ningún caso –como pretendía un eslogan de odio obsesivamente repetido– constituir un lazo “social”.

Aparentemente, el uso de un principio capaz de reemplazar a la religión, que pronto se identificó en la ciencia (en este caso, la medicina), fue más efectivo. Pero aquí también la medicina como religión mostró su insuficiencia, no sólo porque a cambio de la salvación de toda una existencia sólo podía prometer la curación de las enfermedades, sino también y sobre todo porque, para afirmarse como religión, la medicina había para producir un estado de incesante amenaza e inseguridad, en el que los virus y las pandemias se sucedían sin tregua y ninguna vacuna garantizaba esa serenidad que los sacramentos habían podido garantizar a los fieles.

El proyecto de crear un patriotismo de la especie fracasó de tal manera que acabó siendo necesario, una vez más y descaradamente, recurrir a la creación de un enemigo político decidido, identificado no por casualidad entre los que ya habían desempeñado ese papel: Rusia, China, Voluntad.

La cultura política de Occidente no ha dado, en este sentido, un solo paso en una dirección distinta a la que siempre se ha movido, y sólo si se cuestionan todos los principios y valores en los que se asienta podrá Sería posible pensar en el lugar de la política de otra manera, mucho más allá de los estados-nación y el estado económico global.

*Giorgio Agamben condujo el Collège international de philosophie en París. Autor, entre otros libros, de ¿Qué es la filosofía? (boitempo).

Traducción: juliana hass.

Publicado originalmente en el sitio web Quodlibet.

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