Theodor Adorno y la crítica de la totalidad

Imagen: Chris Ofili,
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por FEDERICO CELSO*

La dialéctica entre lo universal y lo particular subraya en todo momento los análisis de Adorno

Llamada a escena, la filosofía en Theodor W. Adorno reaparece en un tono melancólico y sombrío. En Dialéctica de la Ilustración, Adorno y su socio Max Horkheimer se refieren a Sade y otros autores “malditos” llamándolos “escritores oscuros”, una caracterización apropiada para el propio Adorno, ya que todos ellos “no intentaron tergiversar las consecuencias de la Ilustración recurriendo a doctrinas armonizadoras” (ADORNO & HORKHEIMER: 1986, p. 111).

Recordemos también que el término “oscuro” acompañaba tradicionalmente a los pensadores dialécticos (la lechuza de Minerva vuela al anochecer). Desde Heráclito, “el oscuro”, hasta Hegel, la dialéctica se distanció de la claridad que pretendía la lógica formal. en tu monumental Estética, Hegel insistió en el contraste entre el engañoso “reino de las apariencias amistosas” y el “reino de las sombras”, el oscuro subsuelo de las esencias a ser develado por la especulación – por la dialéctica que no quiere limitar el pensamiento a la inmediatez, a la primera impresión, a la positividad, a la apariencia luminosa que nos da la percepción sensorial. Adorno, a su vez, escribió en su teoría estética: “Para sobrevivir en medio de los aspectos más extraños y oscuros de la realidad, las obras de arte, que no quieren venderse como consuelo, deben volverse similares a ellas. Hoy en día, arte radical significa arte oscuro, siendo el negro su color fundamental. Gran parte de la producción cultural contemporánea queda descalificada por no prestar atención a este hecho, deleitándose puerilmente en los colores” (ADORNO, 1982, p. 53).

El pensamiento saturnino y desencantado de Adorno, construido en sintonía con la música dodecafónica de Schönberg, tiene esta referencia musical para dialogar en contradicción con la tradición dialéctica. Todo su esfuerzo consiste en combatir la reconciliación de los opuestos que en Hegel se daría en el momento final, la realización del Espíritu Absoluto, momento en que la dialéctica, en reposo, dejaría de actuar.

Estamos así arrojados a la distinción clásica entre el carácter revolucionario del método dialéctico y el carácter conservador del sistema hegeliano. Marx, en el segundo epílogo de La capital, se presentó como discípulo de Hegel, pero afirmando que era necesario separar el núcleo racional (el método) de la coraza mística que lo envuelve (el sistema). La misma idea es compartida por Engels en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Adorno, a su manera, no se limita a separar las dos esferas, pues entiende que el sistema contamina, distorsiona e interrumpe la dialéctica. Por tanto, defiende una nueva concepción: una dialéctica sin sistema, “dialéctica abierta” o, en su fórmula final, una dialéctica negativa que no promete una ilusoria conciliación, una síntesis reunificadora. Liberado de su antiguo carácter afirmativo, se convierte en un antisistema que “estaría fuera del encanto de tal unidad”, de reconciliación, ya que para él la unidad es siempre una violencia que pretende someter el objeto particular a una clase, haciéndolo así , un mero ejemplo de una especie, vaciada de características propias, inigualables e irreductibles.

Anteriormente Schiller y Feuerbach habían hecho una crítica similar a Hegel. Este último recurrió a una cita de Santo Tomás de Aquino para afirmar que la sabiduría de Dios consistía en conocer los detalles y no la mera generalización: Dios “no considera los cabellos de la cabeza humana como un solo mechón, sino que los cuenta y reconoce todos uno por uno” (FEUERBACH: 1973, p. 140). La “atención al detalle”, a lo particular y sus consecuencias –la crítica a la generalización totalitaria– son imperativos a los que Adorno vuelve gracias a la notable influencia de Walter Benjamim. En ese camino, buscó vislumbrar la verdad que escapa al “encantamiento” de lo universal, la pretendida unidad que todo quiere dominar en su red conceptual. Lo particular, así, reclama sus derechos, negándose a ser una mera particularización, un momento transitorio del automovimiento del concepto, el ejemplar de una especie sumergida por la fuerza en él. Sobre Hegel, observó: “Le falta simpatía por la utopía de lo particular, sepultada bajo lo universal, por la no identidad que sólo sería si la razón realizada dejara entrar en sí misma la razón particular de lo universal” (ADORNO: 2009, p. . 265 ).

A diferencia de Feuerbach, Adorno nunca rompió por completo con los términos propuestos por Hegel ni excluyó lo universal de su horizonte teórico. Él, por el contrario, criticó el nominalismo y la idea de que lo particular se explica a sí mismo negándose a la comparación y la integración en cualquier parámetro. Algo parecido al niño que, para deshacerse de un marco, argumenta: “una cosa es una cosa; otra cosa es otra cosa”. El marxismo que existe en Adorno pretende relacionar los hechos observados con la determinación social o, mejor dicho, con las relaciones mediadas entre los individuos y la sociedad.

Por otro lado, la mediación de lo general no debe confundirse con la totalidad hegeliana que subordinaría los particulares a sí misma. Su lugar lo ocupan las “constelaciones”, término inspirado en los estudios de teatro barroco alemán de Walter Benjamin.

La no identidad entre lo particular y lo universal está presente en todos los momentos de la obra de Adorno, desplegándose en un conjunto de términos trabajados sistemáticamente desde alteridades irreductibles: naturaleza-sociedad; primera naturaleza-segunda naturaleza; razón-realidad; teoría-práctica; individuo-sociedad; racional-irracional, etc. Este deslizamiento constante entre términos contradictorios trae revelaciones sorprendentes en los análisis sofisticados y precisos de Adorno. Pero ahí radica la dificultad de comprensión de sus textos. No por casualidad, Adorno escribió que, si fuera posible, una definición de dialéctica sería algo así como “pensar contra sí mismo, sin renunciar a uno mismo” (ADORNO: 2009, p. 123).

La escritura retorcida que expresa un pensamiento que se vuelve contra sí mismo aturde al lector deseoso de la comprensión apaciguadora que brinda una explicación conclusiva que nunca llega.

Susan Buck-Morss comentó al respecto: “El significado fluctuante de los conceptos de Adorno, su intencional ambivalencia, es la mayor fuente de dificultad para comprender sus obras (…). Esto le da a la dialéctica negativa el carácter de azogue: en el momento en que uno cree haber aprehendido la pregunta, se convierte en su opuesto, escurriéndose entre los dedos y escapando” (BUCK-MORSE, 1981, pp. 131 y 360). Consciente de las dificultades de su modo de andar, desde la negrura de lo real y su otro pensamiento oscuro, Adorno se volvió frontal contra la recomendación de Wittgenstein, según la cual sólo se debe hablar de lo que se puede expresar con claridad. Para nuestro autor, por el contrario, “la filosofía es el esfuerzo permanente y hasta desesperado por decir lo que propiamente no se puede decir” (ADORNO: 1983, p. 63). Para llevar a cabo esta hazaña, Adorno, como veremos más adelante, tuvo que romper con los métodos tradicionales de exposición/presentación (representación) de la filosofía, buscando apoyo en la música de Schönberg, quien sugirió el concepto de un modelo utilizado como ejemplo del procedimiento de la dialéctica negativa que, como la música, pretende subvertir las relaciones entre tema y desarrollo.

Abandonando la linealidad, la “filosofía dodecafónica” puso en su lugar una tensión permanente que se incrusta en sus textos, llevándolos a un juego de variaciones sucesivas similares a las presentes en la música atonal. Esta tensión tiene como telón de fondo el rechazo insistente del tercer momento de la dialéctica hegeliana: la síntesis apaciguadora. En sus clases, Adorno confesaba una “aversión” a esa palabra, que sonaba “extremadamente desagradable”. El logicismo idealista de Hegel se descarta como "un mero procedimiento de la mente para tomar posesión de sus objetos"; Adorno, por el contrario, propone una inflexión materialista, pues entiende que “el movimiento de la dialéctica debe ser siempre, al mismo tiempo, un movimiento de la cosa misma y también del pensar” ADORNO: 2013, pp. 107 y 119). El desarrollo del espíritu, en Hegel, fue concebido a través de la imagen del círculo que, en su movimiento ascendente en forma de espiral, parecía devolver el resultado a su comienzo. Frente a este procedimiento que, al mismo tiempo, presupone la identidad entre pensamiento y ser y promueve el “retorno de lo negado”, Adorno mantiene la tensión entre los opuestos, negándose a la conciliación. La dialéctica negativa, por el contrario, “tiene la tarea de perseguir la inadecuación entre el pensamiento y la cosa”, porque “si el todo es lo falso”, como decía, “nada singular encuentra su paz en el todo no pacificado” ( ADORNO, 2009, p.133). La flexión materialista, opuesta a la falsa identidad, se vuelve contra la camisa de fuerza que diluye a los seres particulares. Por tanto, “entregarse al objeto equivale a hacer justicia a sus momentos cualitativos”. ADORNO: 2009, págs. 133).

Cuando el foco de Adorno ya no es la filosofía, sino la vida social, la crítica a la falsa identidad y la sumisión de lo particular a lo general lo lleva a lo que considera el centro del pensamiento de Marx, el capítulo sobre el fetichismo de la mercancía. La forma-mercancía asumida por el trabajo humano impuso a la sociedad, según Marx, el principio de la falsa identidad: la equivalencia de todas las mercancías, incluida la fuerza de trabajo, al principio abstracto y mensurable del valor, un universal que se impone a los seres particulares. , un criterio cuantitativo superpuesto a las cualidades particulares de los objetos intercambiados. Al hacerlo, el capitalismo oculta la desigualdad: el hecho de que el trabajo humano, además de reproducir su valor, también produce un excedente, la plusvalía. Habiendo olvidado el origen humano de la creación de valor, los productos del trabajo humano ganan autonomía y se relacionan entre sí como si estuvieran encantados. La cosificación es el olvido: junto a los objetos autónomos, los hombres se presentan en el mercado como propietarios de la mercancía fuerza de trabajo, vendida y comprada a su valor de mercado.

La inversión objetiva que plantea el fetichismo cristaliza la existencia de una segunda naturaleza que se superpone a la primera. La vida social ha adquirido una envoltura que cubre la esencia de la realidad. Esta envoltura para Adorno se llama ideología, una capa que impregna lo real y se reproduce en teorías que se limitan a la positividad, a la inmediatez, disfrazando así las contradicciones.

 

constelaciones

El rechazo del sistema hegeliano que priorizaba el dominio del todo sobre las partes llevó a Adorno a acercarse a las ideas de Walter Benjamin.

Para afirmar la autonomía de las partes, Benjamin utilizó inicialmente el mosaico, para con esa palabra defender la escritura fragmentaria. El libro teatro barroco alemán es un mosaico de citas tan cuidadosamente ordenadas que el autor apenas necesita comentarios. Eliminadas de su contexto original, las citas ganan un nuevo marco, una gama imprevista de relaciones. En obras posteriores, Benjamin, inspirado en Mallarmé, reemplazó el mosaico por la constelación, una forma de composición que compara las ideas con las estrellas. A diferencia de la totalidad, que presupone una estructura jerárquica cerrada, la constelación insinúa una imagen en serie, la existencia de una agrupación, de un conjunto de estrellas: cada una es diferente de la otra, se niega a ser asimilada, brilla por sí misma, es independiente , afirma su libertad iluminando la oscuridad.

La distribución espacial de los seres particulares, la coexistencia de lo diverso, se opone a la idea de totalidad en progreso, al movimiento triádico del concepto tal como aparece en los textos de Hegel y Lukács. En cuanto a lo primero, basta recordar la doctrina del silogismo, en la que el concepto de universal cruza, en su curso temporal, singularidad y particularidad. En cuanto a Lukács, toda su etapa marxista está marcada por la primacía otorgada a la totalidad. En Historia y conciencia de clase, es el “principio revolucionario de la ciencia” objetivado en la conciencia de clase del proletariado revolucionario – el sujeto-objeto idéntico destinado a acabar con las antinomias; en los ensayos de crítica literaria a partir de la década de 30, la totalidad es rehecha por la mirada del novelista que construye, según el canon realista, “personajes típicos” viviendo “situaciones típicas”; en la teoría estética se da primacía a la categoría de particularidad, el punto de concentración que sintetiza lo singular y lo universal.

Adorno acompaña a Benjamin en el rechazo de una totalidad que subyuga a los seres particulares, prefiriendo también la palabra constelación para, con ella, reconstruir la totalidad y ejemplificar también el procedimiento de la dialéctica negativa. La forma preferida que adopta Adorno es el ensayo, que “no apunta a una construcción cerrada”, “no llega a una conclusión”, se niega a definir previamente los conceptos, como quiere el positivismo, prefiriendo “introducir sin ceremonia e “inmediatamente” la conceptos, tal como se presentan. Estos solo se vuelven más precisos a través de las relaciones que engendran entre sí”. Relaciones es la palabra que define el procedimiento adorniano para reconceptualizar una totalidad descentrada, ajena a los determinismos. Con este nuevo objetivo, “el ensayo debe dejar resplandecer la totalidad en un rasgo parcial, elegido o encontrado, sin que sea necesario afirmar la presencia de esa totalidad” (ADORNO: 2003, pp. 25, 36, 35).

En esta perspectiva antisistemática, la totalidad queda envuelta en la indeterminación – no es el “todo complejo estructurado” de Althusser, pero alberga con este autor la desconfianza en relación a la “determinación en última instancia”, lo que llevó a Fredric Jameson a afirmar que , en este punto, Adorno era “un althusseriano avant la lettre” (JAMESON: 1996, p. 315). Así, estamos lejos de la totalidad histórica que puede ser aprehendida por la conciencia de clase, como quiere Lukács. A su vez, la defensa intransigente de la particularidad frente a las pretensiones del todo sirve de base para la crítica del realismo y la teoría de la reflexión. De esta forma, Adorno se acerca a la teoría benjaminiana del arte alegórico, dirigida tanto al drama barroco alemán del siglo XVII como al arte moderno, que rompe con el realismo.

En la historia del arte existe una vieja polémica entre los defensores de la alegoría o del realismo (el símbolo, como también se le llama). Goethe sintetizó los dos procedimientos para defender el arte simbólico: “Hay una gran diferencia si el poeta busca lo particular por lo universal, o si contempla lo universal en lo particular. De la primera nace la alegoría, en la que lo particular sólo vale como ejemplo, como paradigma de lo universal; la segunda, en cambio, es propia de la naturaleza de la poesía: expresa lo particular, sin pensar en lo universal o sin indicarlo” (Apud LUKÁCS: 1963, p. 427).

En otro registro, Benedetto Croce, entendiendo el arte como “intuición lírica”, también se rebeló contra la alegoría. Buscando diferenciar “la intuición artística de la mera imaginación incoherente”, afirma, como buen neohegeliano, el carácter unitario del arte: la imagen artística “es tal cuando une lo inteligible a lo sensible, y representa una idea (… ) bueno, “inteligible” e “idea” sólo pueden significar un concepto”. La alegoría, por el contrario, tiene un carácter “frígido y antiartístico”; es “la unión extrínseca o aproximación convencional y arbitraria de dos hechos espirituales, de un concepto o pensamiento y una imagen, por la cual se estipula que esta imagen debe representar ese concepto”. Este dualismo incurable se resolvería en el símbolo, porque en él “la idea ya no está presente por sí misma, pensable separadamente de la representación simbolizante, y ésta no está presente por sí misma, representable de manera viva, sin la idea simbolizada. Toda la idea se disuelve en la representación (...) como un terrón de azúcar disuelto en un vaso de agua, que es y opera en cada molécula de agua, pero ya no lo encontramos como un terrón de azúcar” (CROCE: 1997 , págs. 47-8).

Adorno no desarrolló una teorización sobre la alegoría como lo hizo Benjamin, pero mantuvo una afinidad con esa visión que valoraba la autonomía de los seres particulares y se alejaba de la subordinación opresiva de la totalidad, como la encontró en los autores modernos que admiraba. De esta manera pudo delimitar su distancia con el legado hegeliano, con los defensores del realismo y la música tonal.

La distancia se basa en la conciencia de las relaciones cambiantes entre pensamiento y arte a lo largo de la historia.

 

mutaciones del arte

El apogeo del progresismo burgués, inaugurado por la revolución francesa, encontró su máximo reflejo artístico en la forma sonata de Beethoven, con visibles similitudes con la dialéctica de Hegel: en ambos predomina la tensión entre lo universal y lo particular, así como reconciliación al final del camino. Parentesco, sí, pero no influencia consciente. Adorno incluye a ambos autores en la misma constelación histórica.

La forma sonata se interpreta como una construcción racional hecha a imagen del mundo burgués revolucionario, “un teatro íntimo del mundo”. Se estructura, como la lógica hegeliana, a partir de una relación entre tema y desarrollo. El tema, inicialmente, es sugerido y no anunciado en su totalidad, pero, a través del desarrollo de la música, es retomado a través de variaciones. Al final, se reafirma lo dado en el principio indeterminado (como ser en la lógica hegeliana, la “inmediatez indeterminada”, tan vacía y abstracta en su primera aparición, pero que a través de sucesivas metamorfosis reafirma progresivamente su identidad en medio de contradicciones a reaparecen reconciliados en el momento final del Concepto – pero ahora plenamente enriquecidos con determinaciones). Todo, por tanto, concluye Adorno, es siempre igual. “Pero el significado de esta identidad se refleja como no-identidad. El material que sirve de punto de partida está hecho de tal manera que conservarlo significa modificarlo al mismo tiempo. esto no es en si, pero sólo en relación con el todo” (ADORNO: 1974, p. 51).

El “retorno de los superados”, observa Adorno, “confirma el proceso como su propio resultado (…). No por casualidad, algunas de las concepciones más cargadas ideológicamente de Beethoven apuntan al momento de la repetición como un momento de retorno de lo idéntico. Justifican lo que existió como resultado del proceso” (ADORNO: 2009, pp. 385-6).

La forma sonata, reiterando lo mismo, se interpreta como un elogio de los ideales de la burguesía revolucionaria. La concepción musical totalizadora en Beethoven “mantiene la idea de una sociedad justa”. Pero la relación entre los momentos estáticos, que siempre se repiten, y los momentos dinámicos de la música coincide “con el instante histórico de una clase que supera el orden estático, pero sin estar en condiciones de entregarse libremente a su propia dinámica si lo hace”. no pretende, con ello, suprimirse” (ADORNO: 2009, p. 392). La interrupción del proceso y sus tendencias revolucionarias fue acompañada, en el plano teórico, por la reafirmación de lo estático (“hubo historia, ahora no hay más”), que se expresará en el filosofia del derecho del positivismo hegeliano y comtiano. El genio de Beethoven realizó como obra de arte las promesas que la realidad social rechazaba. En el Beethoven tardío, la llamada “tercera fase”, el momento armonioso y conciliador ya no podía existir y, por tanto, se abandonó, un abandono que, según Adorno, no se explica por la sordera del compositor en sus últimos años. de la vida, sino como resultado de las transformaciones históricas que enterraron los ideales revolucionarios de 1789. El difunto Beethoven captó el nuevo momento histórico: “Persiste un proceso en su obra tardía; pero no como un desarrollo, sino como una conflagración entre extremos que no toleran un término medio seguro ni una armonía basada en la espontaneidad” (Adorno: sin fecha, p. 25).

Las sucesivas transformaciones históricas, que alteraron la base material de la sociedad, continuaron trayendo cambios profundos a la música. En el siglo XX se produjo la transición de la música tonal a la música dodecafónica. El arte, ahora, comienza a sufrir el impacto de la creciente cosificación que dejó atrás no sólo la totalidad armónica sino también la aniquilación del individuo. Ya no hay lugar para el realismo en la literatura: el “héroe problemático” es reemplazado por la disolución del personaje en Kafka, Joyce, Beckett y Musil.

Cuando Adorno pasó del estudio de la música, una forma de conocimiento no discursivo, a la teoría social, tuvo que volver al tema de la exposición-presentación (darstellung), central en la escritura dialéctica. En el epílogo de La capital, Marx advirtió sobre la necesidad de distinguir entre “el modo de exposición según su forma” y el “modo de investigación” para justificar el procedimiento adoptado – grandiosa arquitectura categórica, basada en la historia pero no siguiendo su cronología. Adorno, por su parte, se propuso, como forma de presentación, la escritura paratáctica, inspirándose en los caminos abiertos por las composiciones del último Beethoven y la poesía de Hölderlin para, con ella, interpretar el mundo moderno destrozado (ADORNO: 1973).

En la escritura paratáctica, los términos se ordenan sin subordinación. Es lo contrario de la hipotaxis, escrito en el que las relaciones entre los términos son de subordinación y dependencia. Según Adorno, el lenguaje, como representación, es incapaz de expresar la verdad escondida en las singularidades, en los fragmentos aislados que resisten en su irreductibilidad refractaria al encuadre y la subordinación, a las síntesis violentas que suprimen las diferencias en nombre de una totalidad forzada interesada en camuflar la contradicciones

A teoría estética, guiada por esta forma de escritura, fue interrumpida por la muerte del autor. En sus cartas al editor, Adorno insistía en la necesidad de una revisión de la obra que, quizás, pudiera hacerla más comprensible. Las ideas centrales de Adorno, sin embargo, permanecieron iguales y están expuestas más claramente en textos anteriores. Marc Jimenes, en el libro Para leer Adorno, afirmó que uno de los “hilos conductores” del filósofo, “enmascarado por el método paratáctico”, es “el tema de la denuncia ideológica”. Por lo tanto, su interpretación de la teoría estética centrado en la relación entre “arte e ideología” (subtítulo del libro en la edición francesa), relación que, a su vez, remite a Walter Benjamin. Según Benjamin, el arte, luego de liberarse de la función religiosa, se involucró en las tramas de las relaciones sociales y sus contradicciones. En un pasaje célebre, afirmó que el fascismo estetizaba la política y el comunismo respondía con la necesidad de politizar el arte. Adorno rechaza esta alternativa y, por el contrario, defiende la autonomía del arte y su “inutilidad” (ausencia de “función”), lo que lo aleja, en principio, de la lógica mercantil, aun sabiendo que tal autonomía permite insertar el arte en el circuito mercantil y en el proceso de dominación ideológica. Así, el arte en Adorno presenta una dualidad permanente: es, al mismo tiempo, una instancia autónoma y un hecho social, ya que está aprisionado en la realidad empírica de la que extrae sus materiales.

El alejamiento de lo real, un intento de escapar de la identificación mediante la afirmación de su autonomía garantizada por la “ley formal”, es el punto de apoyo de la crítica al realismo y al arte comprometido, contra el que Adorno dirigió una crítica irritada. Esas dos formas artísticas habrían cometido el error de involucrarse con lo que pretenden criticar. Una vez perdido el aislamiento necesario, la no-identidad se enreda y se contamina en el mundo alienado. El error contrario lo cometen quienes defienden la pura autonomía de un arte que no tiene en cuenta los condicionamientos sociales, como los defensores del “arte por el arte”. La autonomía, afirmada por la elaboración formal, no es para Adorno un gesto gratuito, sino una posición, un rechazo a diluir el arte, esa esfera cualitativa, en el mundo cosificado en el que todo se relaciona y equipara a través de un criterio mensurable: la ley del valor. .

 

El todo y las partes

Es difícil valorar una obra tan rica y extensa como la de Adorno. Su parte más relevante, me parece, la constituye el conjunto de ensayos memorables, forma apropiada para un autor que se negaba a la sistematización. Sin embargo, la brillantez y el impacto que causan los textos ensayísticos y su magra forma no se repiten en los intentos comprensivos de obras más ambiciosas como dialéctica negativa, Dialéctica de la Ilustración y lo inacabado teoría estética. Vale la pena recordar la opinión de uno de los mayores especialistas en la obra adorniana, Martin Jay, quien afirmaba que en aquellas obras más globalizadoras Adorno parece “caminar en círculos”, manteniéndose fiel a su método de yuxtaponer conceptos contradictorios y mantenerlos en permanente tensión. Los impasses resultantes le impiden agregar elementos nuevos y significativos a los hallazgos presentes en sus ensayos anteriores.

Los problemas complejos siguen en suspenso. Basta pensar aquí en la dialéctica negativa, construida a partir del supuesto discutible de que Hegel diluyó seres particulares en una totalidad indiferenciada. Y más que eso: la creencia en lo universal como esfera que “comprime lo particular como por medio de un instrumento de tortura hasta desmoronarlo” (ADORNO: 2009, p. 287). Adorno recuerda a Feuerbach, uno de los primeros autores en asociar la totalidad con el totalitarismo y la supresión de lo particular, y recuerda también las críticas posteriores dirigidas por varios autores al concepto leninista de “centralismo democrático”.

La posición adorniana está en el polo opuesto de Althusser, quien acusa a Hegel no de aplastar los particulares en las garras de una totalidad dominante, sino, por el contrario, de ser un empirista que se deja guiar por datos empíricos, sin separar un objeto real de un objeto de conocimiento (ALTHUSSER: 1979).

Si tomamos como referencia la dialéctica negativa, la crítica de Adorno a Hegel se centra principalmente en Razón en la historia y filosofia del derecho, obras de mayor conservadurismo de Hegel, en las que el sistema bloquea las posibilidades revolucionarias del método. En cuanto a las obras mayores: ciencia de la logica e fenomenología del espíritu – no constituyen el foco de la crítica adorniana.

Hegel siempre ha sido un eterno rompecabezas para los intérpretes. Además de la mencionada oposición entre método y sistema, los autores abordan la disputa entre un filósofo hegeliano de la necesidad o un filósofo de la contingencia, entre saber si se refiere a la historia efectiva o a la historicidad, es decir, a la fenomenología de la conciencia. DOSSE: 2000, pp. 180-5). También se discute si era conservador y no liberal, como quiere Norberto Bobbio (BOBBIO: 1981), o si esta oposición es falsa y sin sentido, etc. (LOSURDO: 1997). La propia definición hegeliana de la dialéctica como idealista-objetiva divide a los intérpretes que tradicionalmente se aferran a la atribución de idealismo o, como Lukács, ven una oscilación entre logicismo y ontología materialista.

Adorno, a su vez, confronta la dialéctica negativa con el sistema hegeliano. Esto se aproxima mucho a la sociología de Durkheim: en ambos se pondría en práctica la primacía del uno y la adoración de la sociedad. La crítica a Hegel parece centrarse en el concepto de la astucia de la razón expresado en el célebre pasaje: “la razón hace que las pasiones actúen a través de ella y aquello gracias a lo cual llega a existir se pierde y sufre daño”; pero, “la razón no puede descansar en el hecho de que los individuos singulares han sido dañados, los fines particulares se pierden en lo universal”.

Hegel pretendía con esta afirmación un último encuentro armonioso entre los fines particulares de los individuos y la razón que, con sus medios astutos, pone en movimiento las pasiones individuales: de este modo, lo universal se proyecta “en los fines particulares y por ellos se realiza” . La razón y la pasión constituyen así “la trama y el hilo de la Historia Universal”, pero esta historia no es el suelo de la felicidad, sino “la imagen concreta del mal”, una “carnicería donde se sacrifican individuos y pueblos enteros”. Ante este escenario de horrores, y a pesar de él, Hegel afirma que la razón “repudia la categoría de lo simplemente negativo y asume que, de ese negativo (…) fluirá una obra permanente, que nuestra realidad efectiva constituye un resultado de la historia de todo el género humano” (HEGEL: 2020, pp. 103, 52, 246 y 88).

No se puede olvidar que, para Hegel, es el Estado el que da sentido a la historia. Después de todo, sólo en esta institución la libertad, que es el fin último de la historia, puede realizarse, ser efectiva, ya que sólo en el Estado se reconcilian plenamente la voluntad general y las voluntades particulares. Con su plena realización, según su concepto, el Estado deja atrás la guerra de todos contra todos (la “carnicería”), haciendo que el ser social pueda realizarse en una realidad-racional finalmente hecha plenamente social (= política).

Esta visión positiva que finalmente triunfa sobre el naufragio humano tiene, por supuesto, un trasfondo religioso: la identificación entre el curso del Espíritu y la providencia divina. Adorno entregó una crítica devastadora de este final feliz a la teleología hegeliana. Se descarta la idea misma de continuidad de la historia universal por subordinar los hechos particulares a la marcha triunfal del espíritu unificado. No por ello, sin embargo, defiende la tesis de la discontinuidad de la historia, que vendría a entenderse como mera facticidad. En su lugar, Adorno apunta a la historia de una unidad que, a partir de la dominación de la naturaleza, se convirtió en dominación sobre los hombres y, finalmente, en dominación sobre la naturaleza interior. Así, concluye: “no hay una historia universal que lleve del salvaje a la humanidad, pero ciertamente hay una que lleva de la honda a la bomba atómica” (ADORNO: 2009, p. 266).

El catastrofismo de Adorno, fruto de una interpretación unilateral, condena en bloque todo el proceso civilizatorio, negando tesis tan caras al marxismo como la autoformación del género humano a través del trabajo (que no significa sólo dominación sobre la naturaleza). Se deja de lado la noción misma de necesidad histórica, cuyo fundamento último está en la determinación económica, y con ella la visión de una totalidad contradictoria estructurada a partir de su base material. Tanto Hegel como Marx serían idealistas en deificar una interpretación de la historia que se base en la identidad entre razón y realidad, en la primera, y en la “primacía de la economía” para fundar “el final feliz como algo inmanente a la economía”. en el segundo (ADORNO: p 267). En Adorno, la identidad soñada por el hegelianismo y el marxismo produjo la pesadilla de una razón irracional: “el todo es falso” que se convirtió en una ideología que se reproduce mecánicamente.

En última instancia, se niega todo proceso civilizatorio. En Marx significaba “retirada de las barreras naturales”, y esto no se reduce a la transformación en la naturaleza, sino también en el hombre mismo, que se convierte así en un ser social.

En el curso de la historia, sin embargo, se materializa una contradicción entre el desarrollo de la totalidad (la raza humana, la especie) y las desgracias individuales. En el libro Teorías del valor añadido Marx habla de la relación entre el individuo y el proceso histórico a partir de las diferencias entre el romanticismo socialista de Sismondi y el realismo de Ricardo. Y defiende esto último: “la producción por producir no significa más que el desarrollo de las fuerzas productivas humanas, es decir, el desarrollo de la riqueza de la naturaleza humana como un fin en sí mismo. Oponer a este fin el bien del individuo es afirmar que hay que detener el desarrollo de la especie para asegurar el bien del individuo. “no se comprende que este desarrollo de las aptitudes de la especie humana, si bien se realiza al principio a expensas de la mayoría de los individuos y de clases enteras, al final rompe este antagonismo y coincide con el desarrollo de el individuo aislado; que así el máximo desarrollo de la individualidad sólo se logra a través de un proceso histórico en el que los individuos son sacrificados” (MARX: 1980, p. 549).

La dialéctica entre la parte y el todo, el individuo y el género como dos polos inseparables del ser social, fue trabajada exhaustivamente por Lukács en el Ontología del ser social. En una línea opuesta, romántica y regresiva, está Adorno. Su antievolucionismo radical se opone a la tesis marxista de la emancipación humana de la naturaleza. Todo el proceso evolutivo, que comienza con la comunidad primitiva, es reemplazado por la dialéctica especulativa entre el mito y la ilustración que impulsa la narrativa de Dialéctica de la Ilustración que Adorno escribió en colaboración con Horkheimer. Los orígenes de esta visión pesimista, según Perry Anderson, estarían en la filosofía de Schelling, quien veía “toda la historia como una regresión desde un estado superior a un estado inferior de naturaleza “caída”, tras una “retirada” de la divinidad. que había abandonado el mundo, y antes de una eventual "resurrección" de la naturaleza a través de la reunificación de la deidad y el universo. Adorno y Horkheimer adaptaron esta doctrina místico-religiosa y la transformaron en una “dialéctica de la ilustración” secular (ANDERSON: s/d, p. 106).

Adorno también critica a Marx por predicar una “revolución de las relaciones económicas” y no “la transformación de las reglas del juego de la dominación”, como querían los anarquistas y también el propio Adorno se alinea aquí con las tesis de Weber sobre la racionalización/burocratización. La dominación, en este registro, pasó a ocupar el lugar que Marx atribuía a la explotación capitalista. La dominación ideológica reemplaza así la lucha de clases.

 La segunda referencia en la crítica de Adorno a Hegel se centra en la filosofia del derecho. Aquí también se realizaría la tesis de la subyugación de lo particular en lo universal. Este, representado según Hegel por el Estado político, sólo es efectivo en los individuos (sociedad civil). Por tanto, el Estado reintegra en su universalidad los intereses que hasta entonces permanecían dispersos y antagónicos en la sociedad civil, haciendo de ésta un momento del Estado. Hay un movimiento bidireccional: el Estado se abre a la sociedad civil a través de lo que Hegel llamó la “parcela privada”. Las asambleas, la legislatura, la burocracia, etc. son reclutados de la sociedad civil. Por otra parte, las corporaciones, los sindicatos, los partidos, etc., que agrupan a individuos hasta entonces dispersos, se hacen presentes y se reconocen en la universalidad del Estado. Estamos, por tanto, dentro de las mediaciones de una totalidad orgánica. De la lectura de este texto de Hegel, Gramsci extrajo conclusiones políticas decisivas. Las corporaciones, por ejemplo, no son los instrumentos diabólicos del Universal para aplastar seres particulares. Ellos, por el contrario, son a la vez entidades públicas y privadas, estatales y sociales. Son lugares donde se forman consensos y luchas por la hegemonía. Pero la política no está en el horizonte de Adorno.

Marx, en 1843, también compartía la tesis de la subordinación del todo a las partes en filosofia del derecho como resultado de artificios logicistas (la doctrina del silogismo) aplicados con fuerza en esa obra. Unos años más tarde, escribió a Engels afirmando que Hegel “nunca describió la reducción de “casos” a un principio general como dialéctica” (MARX: 1976, p. 291). Y no fue casualidad que volviera a leer el ciencia de la logica antes de aventurarse a escribir La capital.

Adorno, paradójicamente, enfatiza la tesis de la dilución de lo particular en la totalidad, como característica de la filosofía hegeliana y base de toda dialéctica negativa. Cuando abandona el plano filosófico, como en el texto sobre la industria cultural, por el análisis sociológico, parece confirmar lo que había criticado en Hegel: “sólo porque los individuos ya no son individuos, sino meras encrucijadas de las tendencias de la sociedad”. universales, que es posible reintegrarlos plenamente a la universalidad. En este punto, concluye Adorno, “la industria cultural ha realizado malévolamente al hombre como un ser genérico. Cada uno es sólo aquello por lo que puede sustituir a todos los demás: es fungible, un mero ejemplar. Él mismo, como individuo, es absolutamente reemplazable, pura nada” (ADORNO y HORKHEIMER: 1986, pp. 133 y 135).

La dialéctica entre lo universal y lo particular tensa los análisis de Adorno, dándoles objetivos originales y también llevándolo a menudo a antinomias y contradicciones insuperables. No es de extrañar para un autor que nos invita a pensar contra el pensamiento mismo. Sin embargo, tal invitación podría volverse en contra del mismo Adorno. Al referirse a Weber y Thomas Mann, afirmó que en estos autores “lo decisivo es lo que no está en el mapa, es decir, aquellas cosas que contradicen su propia metodología oficial” (ADORNO: 2007, pp. 279-280). Un estudio en profundidad que contrastó la dialéctica negativa con la brillante producción ensayística de Adorno sin duda traería resultados sorprendentes. Mostraría no sólo lo que contradice la “metodología oficial” sino, por el contrario, cómo la metodología a veces se impone arbitrariamente sobre los objetos analizados –este es el caso del jazz, cuya crítica desmedida se hizo al servicio de un método cuya intención original era desarrollarse de acuerdo con el análisis inmanente de los objetos y no, como en realidad se llevó a cabo, enmarcándolos arbitrariamente a partir de conceptos a priori.

Las posteriores retiradas de la valoración del jazz son muy modestas y no podrían ir más allá, pues chocarían con la rigidez del método, poniendo así en jaque a la propia teoría normativa de Adorno, que se vería amenazada por lo que “no está en el mapa”. Por eso, los admiradores incondicionales de Adorno evitan criticar textos sobre jazz, reprimidos como meros lapsus inofensivos que no merecen ser recordados.

*Celso Federico es profesor titular jubilado de la ECA-USP. Autor, entre otros libros, de Lukács: un clásico del siglo XX (Moderno).

 

Referencias


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ALTHUSSER, Luis – leer la capital (Río de Janeiro: Zahar, 1979).

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