Por PAULO KLIAS, MARÍA ABREU, FABIANO COMO DALTO e DANIEL NEGREIROS CONCEÇAO*
El terrorismo fiscal reside en la amenaza al Estado con el fin de impedirle brindar condiciones mínimas de libertad a sus ciudadanos.
El pasado 14 de marzo se cumplen cinco años del asesinato de Marielle Franco sin que se hayan descubierto los autores intelectuales del crimen. En un incisivo discurso, la ministra de Justicia afirmó que vivimos tiempos similares a los europeos de hace un siglo, en los que se movilizaban los sentimientos para crear unidad en torno al odio.
Tomando la evaluación de Flávio Dino como al menos parcialmente coherente, debemos señalar que, si el diagnóstico sobre las relaciones sociales que se movilizan en torno a los afectos es correcto, la solución institucional estatal ha sido otra. En los últimos años, en lugar de un Estado totalitario, hemos tenido una realidad en la que el odio y el miedo se movilizaron para crear un velo de abandono genocida en las relaciones entre Estado y sociedad.
Si miramos bien, con la desorganización sistemática de las políticas sociales en medio de la pandemia, la eliminación de las restricciones que impedían la aniquilación de los pueblos indígenas, el estímulo al armamento de la población y exclusivamente al emprendimiento individual, sumado a la ausencia de políticas de fomento y garantía de formalidades laborales, vivimos una época muy peculiar. Quizás algo mucho más cercano al estado de naturaleza formulado por Thomas Hobbes, a mediados del siglo XVII, que a los Estados autoritarios, fascistas o nazis de la primera mitad del siglo XX.
En el caso brasileño, si sobrevivimos los últimos años fue gracias a una estructura estatal, compuesta por servidores públicos, que se empeñó en funcionar, a pesar de todos los proyectos de desmantelamiento que se le aplicaron. Tal proyecto pretendía derribar los pilares vivos e institucionales de una estructura democrática mínima, lo que institucionalmente se traduce en la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y la celebración de elecciones periódicas consideradas legítimas, con la inclusión de toda la población de un determinado edad.
Este es el pacto mínimo democrático alcanzado por varios países en la primera mitad del siglo XX, que se ha visto amenazado en los últimos años en algunas partes del mundo y, con fuerza, en Brasil. Logramos, con mucho esfuerzo y de manera muy discutida, salvar este arreglo. Para que nuestra sociedad se organice en torno a la defensa de esta democracia mínima, tuvo que perderse una ilusión: la de garantizar las instituciones democráticas.
Habiendo eliminado, al menos temporalmente, el peligro de perder nuestra democracia formal, ahora debemos dar un segundo paso. En un artículo anterior, inspirado en una entrevista con Ernesto Raúl Zaffaroni,[i] invocamos el concepto de totalitarismo financiero, relacionándolo con el miedo que moviliza el mercado. Ahora analicemos el papel que juega el terrorismo fiscal en este totalitarismo. En el texto anterior destacamos que, para que haya totalitarismo, no es necesaria una economía planificada. En este texto vamos a sugerir que un Estado débil es un escenario propicio para el terrorismo fiscal y, en consecuencia, para una especie de totalitarismo de mercado.
Los debates en torno a la actual política económica brasileña giran en torno a la estructura legal de las finanzas públicas –el marco fiscal– que sustituirá al llamado “tope de gasto” instituido durante el gobierno de Temer e irrespetado sin problemas –afortunadamente– por el gobierno de Bolsonaro. A pesar de los propósitos electorales, debemos tener el coraje de decir que fue la desobediencia de Jair Bolsonaro al techo de gasto lo que evitó que la población brasileña viviera una situación aún más hambrienta y desesperada que la que él atravesó. El presupuesto secreto y el Auxílio Brasil fueron prácticas espurias desde el punto de vista de la transparencia y la impersonalidad del gasto público, pero al menos contribuyeron a algún grado de gasto público para mitigar las dificultades experimentadas por la gran mayoría de la población.
Luego de la aprobación de la PEC de Transición al Congreso Nacional, el gobierno está obligado a presentar, para agosto próximo, una ley complementaria que trate del llamado “marco fiscal”. Esta es, de hecho, la condición prevista en la Enmienda Constitucional núm. 126 para que se haga efectivo el fin del nuevo régimen fiscal y el tope de gastos. No sabemos con certeza qué se propondrá después de que se negocie internamente en el equipo dirigido por Lula. Pero de acuerdo a las indicaciones del ministro Fernando Haddad, tendremos algún tipo de combinación de responsabilidad social y responsabilidad fiscal.
A juzgar por las manifestaciones de los representantes de las finanzas en los principales medios, cualquier propuesta que no mantenga la esencia del techo de gasto será considerada insuficiente y fiscalmente “irresponsable”. El clima de chantaje y amenaza deberá retomarse luego de que se publique la propuesta del gobierno y lo será también durante todo su trámite en las dos cámaras del Parlamento. Algunos “expertos” ya tratan el tema con el sobrenombre de “ancla” fiscal y no de marco fiscal, pues la idea es realmente frenar la posibilidad de un mayor gasto en el fondo del océano con fuertes cables de acero.
Buscando contribuir al debate, el Instituto de Finanzas Funcionales para el Desarrollo (IFFD) divulgó, en una nota pública,[ii] contribución al diseño de un nuevo marco fiscal. En él, se valoran los instrumentos de planificación previstos en la Constitución brasileña de 1988 – el Plan Plurianual, la Ley de Directrices Presupuestarias y la Ley de Presupuesto Anual – con la defensa de establecer “metas” de gasto en lugar de topes de gasto.
Para asimilar este aporte, es necesario perder una segunda ilusión en torno a la relación entre Estado y democracia. La memoria inmediata de nuestra historia republicana asocia la planificación con períodos autoritarios –Estado Novo y dictadura militar–, pareciendo en ocasiones que los instrumentos gubernamentales de planificación son cadenas frente a la espontaneidad social. Decimos que no lo son. Por el contrario, el establecimiento de objetivos planificados crea transparencia y puntos de debate democrático en torno a los cuales los agentes estatales y sociales pueden dialogar, discrepar, reclamar y, en el límite, rechazar.
Sin planificación, existe la posibilidad de un oportunismo contingente que otorga a los económicamente más fuertes posibilidades más amplias para negociar, chantajear y, en el límite, amenazar. No es la estabilidad del mercado a lo que el gobierno debería aspirar, sino a la seguridad de la vida cotidiana de los ciudadanos. Y, para eso, vienen las metas de gasto, según las capacidades estatales de los gobiernos y, como ya ha señalado el economista André Lara Resende,[iii] hasta alcanzar el pleno empleo.
No se trata de defender un Estado que tira dinero desde un helicóptero, en escenas que se remontan a películas en las que Batman -defensor del orden- tiene que defender Gotham City del cruel -e intrascendente- Joker. Al contrario. Si bien no existen límites financieros para la realización de pagos por parte de un estado creador de dinero, ciertamente debe haber límites funcionales para que las consecuencias del gasto no sean indeseables.
Sin embargo, si es aceptable que los bancos y las empresas privadas “demasiado grandes para quebrar” sean rescatados por el Estado cada vez que se ven amenazados de insolvencia para evitar que sus quiebras tengan consecuencias desestabilizadoras para la economía en su conjunto, cuánto más justificable puede serlo. que el gobierno gasta lo suficiente para proveer derechos fundamentales de la población con bienes y servicios públicos y orientar la economía al pleno empleo, con respecto al límite inflacionario de la economía?
Es el rescate apresurado de bancos y empresas privadas que están en quiebra financiera y amenazan la estabilidad del mercado lo que no debería hacerse tan a menudo como sucede. Si hay presión para que se garanticen los recursos públicos para el pago de la deuda con intereses elevados, este verdadero terror practicado contra los ciudadanos es lo que hay que evitar. En este sentido, el Estado no puede ser agente cómplice o auxiliar de quienes efectivamente practican el terror.
La defensa selectiva por parte de los voceros del mercado financiero del gasto público irrestricto solo para remunerar la riqueza invertida en bonos del gobierno revela la naturaleza mezquina y deshonesta de sus recomendaciones al gobierno. Para tales agentes, la estructura democrática mínima, con severos mecanismos fiscales para controlar los gastos públicos del Estado, es el escenario ideal. Es la forma de asegurar que ellos, como especuladores y rentistas nacionales y extranjeros, sigan durmiendo tranquilos.
Pero sabemos a dónde puede conducir esto. Si la estructura política no es capaz de promover económicamente lo que promete en inclusión a través del voto, no hay abstracción democrática que sustente valores humanitarios. Si económicamente predomina el “sálvese quien pueda”, ¿por qué alguien continuamente expropiado por deudas impagables -según las reglas mismas de esta estructura financiera estatal- se comprometería con la misma estructura, que se mantiene por sí mismo?
El terrorismo fiscal reside precisamente en la amenaza al Estado con el fin de impedirle brindar unas condiciones mínimas de libertad -la de no ser expropiado financieramente de manera continua- a sus ciudadanos. Asegurar esta libertad, además del derecho a la vida, es lo que le da una mínima legitimidad a un Estado que se dice democrático.
* Paulo Kliass es doctor en economía por la UFR, Sciences Économiques, Université de Paris X (Nanterre) y miembro de la carrera de Especialistas en Políticas Públicas y Gestión Gubernamental del gobierno federal.
*María Abreu es profesor del Instituto de Investigación y Planificación Urbana y Regional (IPPUR) de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ).
*Fabiano AS Dalto es director de investigación del IFFD y profesor del Departamento de Economía de la Universidad Federal de Paraná (UFPR).
*Daniel Negreiros Concepción Presidente del IFFD y profesor del Instituto de Investigación y Planificación Urbana y Regional (IPPUR) de la UFRJ.
Notas
[i] https://dpp.cce.myftpupload.com/mercado-e-totalitarismo-financeiro/
[ii] https://iffdbrasil.org/index.php/2023/03/13/nota-publica-n-1-em-defesa-de-um-regime-de-planejamento-fiscal/
[iii] https://valor.globo.com/eu-e/noticia/2022/02/11/andre-lara-resende-a-camisa-de-forca-ideologica-da-macroeconomia.ghtml
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