Tecnofeudalismo

Victor Grippo, Mesas de trabajo y reflexión, 1978-94
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por EMILIO CAFASSI*

Consideraciones sobre el libro recién traducido de Yanis Varoufakis

De vez en cuando, surgen textos que, sin previo aviso, abren grietas en las certezas heredadas del capitalismo, especialmente a lo largo de su historia. Me interesan especialmente aquellos que examinan analogías y diferencias con las tesis fundamentales de Karl Marx. Acojo con agrado todo revisionismo como una bocanada de aire fresco para la reflexión, incluso si sus diagnósticos no siempre son compartidos.

El libro de Yanis Varoufakis, Tecnofeudalismo, ha ido ganando popularidad y generando una consistente polémica, inscrita en esta actitud intelectual que se remonta, sin pretender ser exhaustiva, por ejemplo, a la teoría del imperialismo con Vladimir Lenin, Nikolai Bujarin, Rosa Luxemburg y Rudolf Hilferding en las primeras décadas del siglo pasado.

O los que cobraron impulso en el último trimestre con la crisis del modelo industrial fordista (Mandel, Aglietta, Braverman, Castells) y gran parte de este siglo (Negri, Holloway, Lessig, Vercellone, Fuchs, Piketty, etc.).

La apelación a un modo de producción pasado tampoco es necesariamente nueva para el análisis de ciertos períodos históricos, como en la historiografía de la colonización de América Latina y su carácter feudal, capitalista o incluso esclavista en los años 1970 (Bagú, Gunder Frank, Puigrós, Gorender).

La provocación teórica

El economista griego no abandona su lectura de Marx: la cuestiona, la provoca, la lleva más allá de sus certezas. Su crítica no proviene del lado opuesto, sino del centro mismo de su arquitectura teórica. Como quien vive en una casa vieja con cimientos sólidos pero con goteras y desprendimientos, se niega a demolerla, pero exige reformas urgentes. Enfatiza que si el mundo ha cambiado, las categorías que usamos para interpretarlo también deben cambiar.

En términos muy sencillos, la hipótesis central del libro sostiene que no nos enfrentamos a un capitalismo mutante, sino a un nuevo régimen feudal tecnológico. Por ejemplo, con la categoría de clase social, ya que en el tecnofeudalismo, el poder no se organizaría únicamente por la propiedad de los medios de producción, sino por el acceso privilegiado a los flujos de datos y a la infraestructura digital. Ya no sería el capitalista industrial quien dominaría, sino el amo digital, poseedor de una nueva territorialidad mapeada por las interfaces, la nube y el canal de circulación.

La figura del explotador no desaparece, sino que se transforma, se confunde y se codea con la del programador, el diseñador y el ingeniero. Esto implica una reconfiguración de la estructura de clases: desestabiliza la centralidad del trabajo asalariado como núcleo de la creación de valor. Si Marx reveló que la plusvalía surgía del tiempo de trabajo no remunerado, el tecnofeudalismo —dice Yanis Varoufakis— generó una forma de extracción que no requiere salarios, jornada laboral ni fábricas.

La plusvalía ha sido sustituida por la renta de acceso. Y el sujeto explotado ya no es solo el trabajador, sino el usuario, el consumidor, el perfil digital, lo que lo lleva a radicalizar su crítica al concepto mismo de capitalismo. No como un sistema abolido, sino como una abstracción teórica insuficiente. Para él, seguir llamando a este orden «capitalismo» es un acto de nostalgia miope. Las reglas del capitalismo han sido sustituidas por una lógica rentista, cerrada, monopolista y depredadora.

Lo que define este nuevo orden no es la acumulación de capital, sino la captura de territorios digitales de los que se extraen ingresos. Yanis Varoufakis no se conforma con describir simplemente el capitalismo (de plataforma, cognitivo, de vigilancia, informacional, etc.); lo considera una vieja piel que ya no cubre el cuerpo cambiante del presente. Sin negar la continuidad, se está produciendo un salto cualitativo: la desaparición del mercado como espacio de regulación y el regreso de relaciones serviles, mediadas por la tecnología, pero similares en su lógica de dependencia, control y acceso desigual.

En sus aspectos desacralizadores, es algo que agradecer, tanto como sus conexiones con tesis anteriores. El conflicto ya no se explica únicamente por los medios de producción, sino por la conexión, donde la explotación no es solo laboral, sino existencial. Enfatiza que la alienación ya no resulta del trabajo forzado, sino del goce impuesto. Y que la emancipación no puede concebirse sin cuestionar la arquitectura digital del mundo.

Su poder reside en el pensamiento en movimiento, más que en un manifiesto. Su llamado no es a recuperar con nostalgia a la clase trabajadora ni la fuerza del Estado, sino a intentar imaginar formas de organización popular que recuperen el control del código, la red, la nube, mucho más producto de alianzas entre el conocimiento técnico y la conciencia política: los artesanos del algoritmo, los hackers del deseo, los plebeyos de los datos.

Recordemos que el feudalismo era un modo de producción en el que el poder se arraigaba en la tierra y en la carne de quienes la habitaban. Su eje no giraba en torno a salarios ni contratos, sino al vasallaje y la dependencia personal. El señor no solo poseía la tierra, sino también el derecho consuetudinario sobre la vida ajena: administraba justicia, imponía castigos y decidía sobre los cuerpos y destinos de sus siervos.

La economía aún no había experimentado el vértigo del mercado: era agraria, cerrada, autosuficiente, ligada a los ciclos naturales y al tributo que el campesino debía pagar —en especie, en trabajo o en sumisión— a cambio del derecho a subsistir. No había movilidad, sino herencia; no había competencia, sino linaje.

Las relaciones de producción eran, en esencia, relaciones de dominación extraeconómica: el tiempo ajeno no se compraba, se exigía; el cuerpo ajeno no se alquilaba, se retenía. Así, se configuraba una estructura que reproducía, una y otra vez, la eternidad de la desigualdad como paisaje natural.

Yanis Varoufakis no es un economista de laboratorio, sino un actor dispuesto a afrontar el drama político de primera mano. En el turbulento julio de 2015, como ministro de Finanzas del gobierno de Syriza, se vio envuelto en un enfrentamiento histórico con la "Troika" (BCE, FMI y Comisión Europea), al enfrentarse al chantaje de la deuda con una propuesta que él mismo calificó de "desobediencia constructiva".

El pueblo griego apoyó su postura con un rotundo "no" en el referéndum, pero la épica pronto se convirtió en impotencia: Alexis Tsipras cedió a la presión externa, ignorando la voluntad popular. Yanis Varoufakis dimitió con la amarga dignidad de quien se niega a aceptar la derrota. Dediqué entonces varios artículos a esta nueva versión de la tragedia griega.

La experiencia dejó una huella imborrable: la comprensión de que la resistencia no puede limitarse a los confines de un Estado-nación asediado. Así nació DiEM25, su movimiento paneuropeo que aspira a reconstruir la democracia desde abajo, más allá de las fronteras, confrontando el poder financiero con una nueva imaginación política.

El ocaso del capital y el ascenso de los señores digitales

Algunos mueren como reyes sin súbditos, envueltos en la rancia parafernalia de un poder que ya no existe. Agonizan largo tiempo, aferrados a las categorías con las que una vez describieron el mundo. Para el autor, tal sería el caso del capitalismo, ese ilustre cadáver que se atreve a declararse definitivamente sin vida, no con júbilo revolucionario ni profecía mesiánica, sino con la sombría serenidad de un médico que ha confirmado la ausencia de signos vitales.

Pero lo que sigue a esta muerte no es la liberación, sino el nacimiento de una criatura aún más temible: el “tecnofeudalismo”, un orden en el que las viejas cadenas fabriles han sido sustituidas por vínculos invisibles hechos de datos, interfaces y protocolos.

Estas nuevas relaciones sociales de producción ya no se basan en la posesión de los medios materiales de producción, sino en la apropiación de las infraestructuras digitales que median todas las formas de vida. Lo que Marx identificó como «capitalistas» —inversores, industriales, banqueros— ha sido reemplazado por una casta aún más etérea y omnisciente: los señores de las nubes, señores feudales modernos que no necesitan poseer trabajadores ni fabricar bienes.

Simplemente poseen las rutas, los portales, las plataformas, los lenguajes de programación que nos traducen el mundo. Es el regreso del señorío, pero pixelado, global, omnipresente. No hacen negocios: imponen condiciones. No comercian: gravan cada tránsito con una tarifa de acceso.

El capitalismo clásico encontró su dinamismo en la tensión entre capital y trabajo, en la lucha por la apropiación de la plusvalía. Aquí, sin embargo, no hay lucha ni negociación: hay captura. El trabajador asalariado ya no es la única figura de explotación. Ahora también somos usuarios, perfiles, rastros digitales. Cada gesto cotidiano, una búsqueda, un "me gusta", una ruta trazada por GPS, alimenta un sistema que monetiza nuestras decisiones incluso antes de que las tomemos. La fábrica ha sido reemplazada por la interfaz; el salario por el consentimiento implícito; el esfuerzo por la atención deseada.

En este escenario, el mercado, ese espacio idealizado donde se cruzan la oferta y la demanda, ha sido prácticamente abolido. No hay competencia en el entorno de código cerrado. Las grandes plataformas no compiten por la eficiencia, sino que colonizan territorios digitales que gestionan como si fueran feudos. Google, Amazon, Meta y Apple ya no son empresas: son señores de la informática. Protegen sus propios ecosistemas con normas propietarias, sus propias monedas y tribunales internos. La justificación de la apertura ha sido suplantada por la del cierre planificado.

La lógica del tecnofeudalismo es de absoluta asimetría: pocos diseñan el mundo en el que todos vivimos. Yanis Varoufakis insiste: nos enfrentamos a algo que no prolonga el capitalismo, sino que lo niega: una negación histórica, no una actualización. Ese régimen en el que el valor se generaba mediante el trabajo humano y circulaba en mercados relativamente libres ha sido suplantado por otro en el que el valor se extrae mediante el monopolio del acceso y el control de los flujos de información.

El capitalismo de vigilancia no es solo una etapa más: es algo diferente. Quienes insisten en describir el capitalismo —de plataforma, cognitivo, informativo— practican un negacionismo nostálgico, como dice Yanis Varoufakis.

Este nuevo orden no solo redefine la economía: reconfigura la subjetividad. Si el antiguo proletario sabía que era explotado por su empleador, el usuario tecnofeudal se cree libre mientras camina felizmente por las mazmorras de su propio confinamiento.

Se entrega voluntariamente a su vasallaje. Se produce a sí mismo como mercancía. Se deleita en su servidumbre. La alienación ya no surge del trabajo forzado, sino del placer codificado. La jornada laboral no termina con el reloj: continúa en la cama, en el tiempo libre, en sueños vigilados. Internet devora no solo el tiempo de trabajo, sino nuestras vidas enteras.

En respuesta, Yanis Varoufakis no se refugia en la nostalgia industrial ni propone una reconstitución de la nacionalización clásica. Al contrario, su propuesta apunta a una reapropiación democrática del código, una especie de comunalismo digital en el que la infraestructura tecnológica se gobierna colectivamente.

Se trata menos de prohibir plataformas que de descolonizarlas; menos de impedir la innovación que de cuestionar sus fines. Su sujeto político no es el trabajador fordista, sino el hacker ético, el artesano algorítmico, la comunidad informada capaz de derribar las barreras del feudo y reconstruir un «bien común» digital.

Hay una vena libertaria en su pensamiento —si es que podemos seguir usando ese adjetivo tras la apropiación lumpenpolítica de Javier Milei en Argentina— que se entrecruza con la tradición marxista sin rendirse a ella. Respeta a Marx, pero no lo canoniza. Se nutre de su impulso crítico, pero lo obliga a responder a nuevas preguntas. Si el capital ya no reina, si el trabajo asalariado ya no es el centro de la economía, si el mercado ha dejado de existir, ¿cómo podemos seguir pensando con las mismas herramientas del siglo XIX?

Yanis Varoufakis no pretende acabar con el marxismo, sino despojarlo de su solemnidad para obligarlo a transformarse. Quizás su gesto más radical sea este: en lugar de inventar una nueva doctrina, insta al pensamiento crítico a reactivarse, a recuperar su poder subversivo.

El tecnofeudalismo se presenta así no solo como un concepto analítico, sino como un desafío ético. Nos obliga a cuestionar quién diseña el mundo en el que vivimos, bajo qué lógicas de poder se organiza el deseo y si aún hay espacio para la insubordinación. La explotación ya no se impone por la violencia visible, sino por la propia arquitectura del entorno digital.

La emancipación no vendrá de la toma del Palacio de Invierno, sino de la ocupación simbólica del ciberespacio, de una imaginación política que reinvente lo que significa compartir, trabajar, decidir y disfrutar juntos.

Yanis Varoufakis, al diagnosticar este nuevo orden, no decreta su inevitabilidad. Su escritura es también una forma de resistencia. No como un eslogan, sino como un pensamiento en movimiento. Frente a la servidumbre algorítmica, propone una insurrección epistémica. Frente al confinamiento digital, una poética de los comunes.

Frente al reinado de los nuevos amos, el persistente recordatorio de que incluso los imperios más invisibles se derrumban cuando encuentran palabras que los denuncian, construcciones teóricas que los desenmascaran y cuerpos que se niegan a doblegarse.

Ecos de crítica: interpelaciones del tecnofeudalismo

Toda tesis ambiciosa evoca, como un rayo en un cielo despejado, una tormenta de objeciones. La de Yanis Varoufakis no es la excepción. Su compromiso de designar el orden actual como tecnofeudalismo ha suscitado no solo un renovado interés en el diagnóstico de la época, sino también una pluralidad de resistencias teóricas, provenientes de diversas geografías doctrinales, que abarcan desde el marxismo ortodoxo hasta la tecnocracia liberal, pasando por la crítica decolonial, el autonomismo y la economía política clásica. No se trata solo de una cuestión de taxonomía: nombrar el presente implica interpretarlo, y en esta interpretación reside el campo de las estrategias políticas futuras.

Desde perspectivas marxistas menos disruptivas, las críticas se unen en torno a una acusación central: la de deshistorizar el capitalismo y oscurecer sus dinámicas internas. ¿Acaso no persiste la acumulación de capital? ¿Acaso el trabajo vivo no sigue siendo explotado, aunque de formas más sofisticadas, por el capital fijo? ¿Acaso las relaciones de clase no se manifiestan con brutal evidencia en las huelgas de Amazon, la uberización del trabajo y la precariedad globalizada? (Harvey y Wood).

Desde esta perspectiva, el tecnofeudalismo no sería más que una nueva máscara para el mismo dios, una farsa conceptual que corre el riesgo de disolver la categoría de clase, debilitando el antagonismo fundacional del sistema. La crítica, por tanto, no niega la novedad de las formas digitales, sino que cuestiona su capacidad para establecer un modo de producción radicalmente diferente. Las plataformas no serían señores feudales, sino capas renovadas de capital, envueltas en la niebla algorítmica.

Una segunda línea de crítica proviene del campo de la economía política descriptiva (Brenner y Streeck), que objeta la falta de una delimitación empírica precisa del concepto. ¿Qué lo diferencia estructuralmente del capitalismo de vigilancia o de plataforma? ¿Qué relaciones de producción, qué formas jurídicas y qué regímenes de acumulación lo definen?

Parece que Yanis Varoufakis utiliza la metáfora feudal con mayor énfasis estético que analítico, ocultando más de lo que revela. Para estos críticos, hablar de tecnofeudalismo puede ser engañoso: no hay siervos ligados a la tierra, no hay diezmo, no hay vasallaje legal. La lógica sigue siendo la del mercado, aunque distorsionada, y los Estados siguen desempeñando papeles fundamentales en la reproducción del sistema. En resumen, sería una hipérbole estilística, poderosa para conmover conciencias, pero débil como categoría teórica de la historiografía.

Desde el pensamiento decolonial y la teoría de la dependencia, la crítica se centra en el eje geopolítico. ¿Es el tecnofeudalismo un fenómeno global o se limita a los centros del capitalismo digital? ¿Qué lugar ocupan los países periféricos, aquellos donde la explotación no es algorítmica, sino directamente física, violenta y extractiva?

Aquí, la tesis de Yanis Varoufakis parece eurocéntrica (Marini y Quijano). Ignora —o subestima— que en vastas regiones del mundo el capital sigue operando de la misma manera: despojo, saqueo de recursos, sobreexplotación laboral, subyugación de comunidades indígenas. No hay señores digitales en los yacimientos de litio de Bolivia ni en las minas de coltán del Congo. Ni entre las ruinas de Gaza, solo tierra arrasada y colonización.

Allí, el feudo no es un algoritmo, sino una retroexcavadora custodiada por paramilitares o un ejército de ocupación. Para estos críticos, el tecnofeudalismo es una especie de narrativa del Norte, incapaz de capturar las formas combinadas y desiguales del capital en su despliegue global.

Tampoco faltan objeciones desde dentro del marxismo, como el autonomismo italiano, que, si bien reconoce la mutación tecnológica del capital, no suscribe la idea de una ruptura en el modo de producción (Negri-Hardt y Lazzarato). Para ellos, las transformaciones digitales no establecen un nuevo régimen feudal, sino que intensifican el carácter biopolítico del capitalismo: la producción ya no se limita a las mercancías, sino que se extiende a la subjetividad, el deseo, el lenguaje y el cuerpo.

En lugar del feudalismo, lo que veríamos sería una expansión ilimitada del capital en todas las esferas de la vida. La verdadera subsunción ya no es solo del trabajo, sino de la existencia. Yanis Varoufakis sería entonces excesivamente taxonómico, anclado en la lógica de las categorías históricas, cuando lo que se requiere es una crítica de la productividad ontológica del capital.

Incluso dentro del liberalismo progresista, hay quienes plantean objeciones. No tanto por su desacuerdo con el diagnóstico de poder concentrado, sino por la forma en que Yanis Varoufakis parece socavar cualquier posibilidad de innovación democrática en el sector tecnológico. Argumentan que las plataformas no son, por definición, antidemocráticas: su gobernanza puede ser cuestionada, regulada y transformada (Mazzucato y Morozov).

El feudalismo, por otro lado, se refiere a una estructura cerrada, inmutable y esencialmente regresiva. Hablar de tecnofeudalismo implicaría resignarse a un escenario sin salida. ¿Dónde quedan, entonces, las políticas públicas, la legislación antimonopolio o la soberanía digital? Para estos críticos, Yanis Varoufakis exagera la distopía y limita el margen de acción en el presente. Su apocalipsis conceptual podría conducir a una parálisis estratégica.

Pero quizás la crítica más sugerente proviene de un ámbito menos disciplinado: el de la poesía política contemporánea, donde el lenguaje se mide no solo por su precisión, sino también por su capacidad de movilización, por su carácter performativo. A partir de ahí, algunos sugieren que el tecnofeudalismo es una imagen poderosa, pero que podría servir mejor como un artefacto provocador que como un marco analítico (Jameson, Byung-Chul Han).

No se le exige que explique con precisión ni rigor tipológico, sino que incite, agite y cuestione el sentido común. En esta lectura, la propuesta de Yanis Varoufakis se inscribe en la larga tradición herética del pensamiento crítico, que prefiere exagerar antes que consentir, gritar antes que susurrar. Por lo tanto, podría interpretarse como un gesto más literario que doctrinal, más situacionista que científico. Y en este gesto quizás resida su mayor valor.

En definitiva, las críticas al tecnofeudalismo no deben interpretarse como refutaciones definitivas, sino como diálogos fronterizos, tensiones productivas que impulsan el pensamiento más allá de sus zonas de confort. Yanis Varoufakis no necesita acertar en cada detalle para que su propuesta tenga fuerza.

Basta con que nos perturbe, que nos obligue a revisar nuestros mapas, que nos robe la cómoda certeza de seguir llamando «capitalismo» a todo lo que oprime. En tiempos de domesticación semántica, inventar nuevas palabras es un acto de rebelión.

Y aunque el tecnofeudalismo no es el nombre definitivo de nuestro presente, sin duda señala una grieta, una fisura por la que se infiltra otra posible interpretación del mundo implacable e infernal que habitamos. Quizás la pregunta no sea si vivimos en un tecnofeudalismo, sino si aún queda margen para rebelarnos y rediseñar el futuro.

*Emilio Cafassi es profesor titular de sociología en la Universidad de Buenos Aires.

Traducción: Arturo Scavone.

referencia


Yanis Varoufakis, Tecnofeudalismo: lo que mató al capitalismo. Campinas, Editora Crítica, 2025, 240 páginas. [https://amzn.to/3I3KOAG]


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