por VALERIO ARCARIO*
La idea de que la vida política puede existir sin el impulso de las pasiones es superficial, arrogante y errónea.
“Quien perdona al enemigo, muere en sus manos” (sabiduría popular portuguesa).
¿Qué enseña la historia sobre el lugar del odio en la lucha contra la opresión y la explotación? Escribir o leer sobre historia no tiene mayor importancia si uno no busca aprender lecciones. La idea de que la vida política puede existir sin el impulso de las pasiones es superficial, arrogante y errónea. Las masas populares son personas. Los seres humanos nos movemos por intereses, ideas, pero también por sentimientos.
La conciencia de clase es indivisible de los afectos que definen la condición humana. El odio contra la injusticia no resta legitimidad a las luchas sociales, al contrario. El miedo es lo que deshumaniza. No es posible cambiar el mundo sin movilizar el desamor y el resentimiento, la ira y la rabia en los corazones de millones. Son estos sentimientos, cuando se unen a la esperanza, los que alimentan la indignación y el coraje.
Los odios sociales son incomprensibles cuando no los relacionamos con los miedos. Vivimos en sociedades irremediablemente fracturadas. La lucha de clases no es sólo la confrontación de intereses económicos y sociales, sino la percepción condensada en la conciencia de millones de un inevitable choque de aspiraciones y perspectivas.
Las privaciones, los sacrificios, los sufrimientos materiales y emocionales de las masas en cada sociedad pueden disminuir o aumentar, variar y fluctuar, pero son constantes. La disposición a luchar es lo que es variable. El miedo inhibe la rebelión. El odio enciende la rebelión.
Las presiones de la inercia cultural e ideológica que aprisionan en la resignación o la sumisión a las amplias masas trabajadoras, urbanas o rurales, son poderosas. Pero en situaciones extremas donde se agota la paciencia, situaciones revolucionarias, necesitan medir fuerzas con presiones aún más fuertes. No hay fuerza social más poderosa en la historia que la revuelta popular, cuando se organiza y moviliza contra el orden existente.
El miedo a que el cambio nunca llegue –que, entre los trabajadores, es desanimado por el miedo a las represalias– tiene que enfrentarse a miedos aún mayores: la desesperación de las clases adineradas por perderlo todo. Las vacilaciones de los trabajadores en sus propias fuerzas, la incredulidad en sus sueños igualitarios, la incredulidad en la posibilidad de la victoria, en algunas situaciones, son superadas por la esperanza de justicia y libertad, anhelo político superior a la mezquindad reaccionaria pequeñoburguesa y avaricia capitalista. El odio de clase contra la explotación, o el resentimiento de los oprimidos -negros o mujeres, LGBT's o indígenas- son sentimientos moralmente superiores a la presunción, la arrogancia y la arrogancia burguesa.
La dimensión utópica de la idea socialista -la promesa de una sociedad sin clases, es decir, el compromiso con la libertad humana- tiene su lugar en la exaltación ideológica. Es comprensible que el vocabulario de esta exaltación se haya enredado tantas veces en anhelos místicos. Los sueños alimentan la lucha por un mundo mejor. La igualdad social y la libertad humana siguen siendo las máximas aspiraciones civilizatorias de los tiempos que vivimos.
En la lucha contra la explotación, las masas populares, más de una vez, se dejaron seducir por discursos milenarios –la escatología de los futurismos que auguran un quiebre “natural” del orden mundial– o discursos mesiánicos –la redención de una vida de sufrimiento por un agente salvador-, que hacen eco de sus aspiraciones de justicia. Son ilusiones de que el mundo podría cambiar a mejor sin lucha, o sin mayores riesgos. La forma religiosa del lenguaje, sin embargo, no debe desviar nuestra atención.
La vida material de los trabajadores a lo largo de la historia remite a la imagen del valle de las lágrimas. Quienes viven bajo la explotación necesitan creer que es posible transformar el mundo o que, al menos, su sacrificio tiene sentido. Esta expectativa moral de que debe haber recompensa y castigo corresponde a la sed de justicia. Creer que será en otra vida puede ayudar o entorpecer para continuar la lucha en esta vida. Depende de otras capas de sentido que son asimiladas por la conciencia, políticamente, desde la experiencia de lucha.
La esperanza en el cambio inminente, o la fe en el poder del liderazgo salvador, responde a una intensa necesidad subjetiva –los escépticos la condenarían como un consuelo– pero también a una experiencia. Los que viven del trabajo siempre han sido mayoría. Los explotados saben que siempre serán mayoría, mientras haya explotación. Es a partir de esta experiencia que se renueva la esperanza de que puedan cambiar sus vidas.
La dimensión utópica de un proyecto igualitario nunca podrá ser minimizada, ya que la apuesta política siempre dependerá de un compromiso que requiere enfrentar dudas y riesgos, sin olvidar los peligros y las derrotas. Todas las fórmulas que depositan la esperanza de definir una lucha que exige compromiso y voluntad “en la historia” sólo pueden ayudar a sembrar ilusiones deterministas o pesimismos fatalistas. La “historia” no puede decidir nada porque no es un sujeto, sino un proceso.
El socialismo siempre ha sido entendido por el marxismo como un proyecto que depende de la capacidad de movilizar y organizar fuerzas sociales con intereses anticapitalistas, y de la presencia de sujetos políticos capaces de traducir estos intereses en una perspectiva de poder.
Pero sin la “fe” en la posibilidad de que estos sujetos sociales salgan victoriosos, lo que podríamos llamar una conciencia de clase, sería muy difícil sostener de manera continua una militancia que es emancipadora, liberadora, pero que exige sacrificios y abnegación.
Este sentimiento que se ha llamado, en el pasado, “optimismo robusto” en la disposición revolucionaria de los trabajadores es fundamental para alimentar un proyecto político, y tiene una evidente dimensión utópica. Porque luchamos por el futuro, por lo que está por venir.
Pero hay una trampa. La fórmula "paradigma utópico" se ha utilizado como alternativa al socialismo y, a menudo, como una nebulosa alternativa a la necesidad misma de una perspectiva estratégica anticapitalista. En una situación como la que estamos viviendo, de crisis del capitalismo, pero también de crisis y reorganización del movimiento obrero y de la izquierda, por tanto, de grandes incertidumbres, no es extraño que las inseguridades ideológicas ganen terreno.
Buena parte de la izquierda mundial se siente incómoda incluso con el concepto de socialismo y tiembla ante el concepto de comunismo. La nueva “respetabilidad” del concepto de paradigma utópico se explica porque, cómodamente, promete decir mucho sin comprometerse con nada. Es la fuerza de la debilidad.
Por un lado, se refiere a un esfuerzo algo coartado por superar el esquematismo de las corrientes estalinistas que se dedicaron, incansablemente, durante décadas, a la defensa incondicional de los “logros” de la construcción del socialismo en la URSS, pero se sorprendieron porque la restauración capitalista vino de la mano de los dirigentes de los partidos comunistas.
Por otro lado, expresa las tremendas presiones que cayeron en la última década sobre las organizaciones de masas del movimiento obrero con el derrumbe de la ex URSS, y la ofensiva del neoliberalismo: traduce, en este sentido, un confuso movimiento teórico de adaptación al discurso antisocialista predominante, un reciclaje de la socialdemocracia europea explícitamente no socialista.
Pero también es utilizado por socialistas abiertos como una fórmula que busca ir más allá de las certezas ideológicas de lo que los antiguos partidos comunistas identificaron durante mucho tiempo como los dogmas del "socialismo científico". En cualquier caso, es desconcertante cómo tantos socialistas lo aceptan, tan a la ligera, en lugar o como sinónimo del socialismo. Esto, por supuesto, no es una elección inocente. Y confiesa más sobre las actuales dificultades de la crítica, de gran parte de la izquierda mundial, frente a las virtudes de la democracia "republicana" (el "mantra" de los valores absolutos), que explica sobre lo que se piensa como un proyecto de sociedad igualitaria y libertaria. Posmarxista o incluso possocialista, la crítica de la idea de proyecto y el elogio de la idea de proceso ha sido una de las modas teóricas de los últimos treinta años.
Pero es cierto que necesitamos ideas inspiradoras. Todas las clases dominantes eran hostiles a las doctrinas utópicas que preveían la subversión del orden y lucharon sin vacilar contra los movimientos de masas que abrazaban el pronóstico -o la profecía- de un inminente colapso del poder constituido.
Resulta que las personas se expresan en el vocabulario que tienen disponible. Y las creencias revolucionarias, cuando conquistan las voces de las calles, pueden expresar con dicción religiosa un discurso político que legitima la lucha por el poder.
Son los desposeídos, los visionarios y los políticos radicales los que se mueven ante la perspectiva de que es posible cambiar el mundo. Nada se transforma sin una lucha feroz e implacable. Los reaccionarios de todos los tiempos siempre han insistido en descalificar las utopías como teorías peligrosas y proyectos descabellados inspirados en gente apasionada.
Pero su nombre es "revolucionarios".
*Valerio Arcary es profesor jubilado de la IFSP. Autor, entre otros libros, de La revolución se encuentra con la historia (Chamán).