por NATHÁLIA MENEGHINE*
Entre texturas posibles y guerras equivocadas
Inicialmente, un maestro asume la tarea de transmitir los conocimientos acumulados por la humanidad, transmitir la Historia, tejer un hilo entre el pasado y el presente. En este contexto, es responsable de salvaguardar la tradición para que no tengamos que “empezar todo de nuevo” con cada generación. En este acto, provoca el surgimiento del futuro de manera articulada con nuestras elecciones, como sociedad en el tiempo presente.
En esta perspectiva, la función de la Educación es también de filiación, de inserción del sujeto en la Cultura, capacitándolo para reconocer marcas de identificación con el otro, dar cabida a las diferencias y construir su propio lugar de palabra en este mundo.
Educar es un acto de amor, en ese sentido. Quien se ofrece a este trabajo transmite algo de sí mismo, de su posición en el vínculo social. Se le enseña no solo fórmulas y gramática, sino también cómo relacionarse con su propio deseo de saber.
Esto no se puede hacer sin un vínculo educativo. Ningún aprendizaje es posible fuera de este ciclo. Y tejer un vínculo educativo, sin voz, sin cuerpo, sin mirar, tiene cierta dimensión de lo imposible. Sin embargo, es precisamente a través de nuestro afán de transmitir como docentes, que hemos inventado nuevas estrategias para que nuestra palabra siga vigente, que la enseñanza y la transmisión operen, llegando a nuestros alumnos a través de las más diversas y creativas vías de acceso. .
A fines del año pasado, leí un texto del profesor Jeferson Tenório, en un diario de Rio Grande do Sul, donde decía textualmente: “los docentes son la última trinchera contra una sociedad inculta y bárbara”. Él es correcto. Desde entonces, esto se ha vuelto aún más evidente. Y, nuestra vida, así como la de la mayoría de la población brasileña, más difícil.
Lo que sucede en el territorio de un aula no es reemplazable. Entonces nos falta mucho. Tiene un enorme vacío instalado. No hay forma de que este real sea amortiguado. Tampoco debería.
La escuela no está, ni puede estar, fuera de la vida. Reconocemos las dificultades y pérdidas que nos impone la contingencia pandémica, pero no paralizamos nuestro trabajo ante ellas. Precisamente, ha sido a partir del reconocimiento de estas dificultades que también hemos aprendido nuevas formas de sostener el vínculo educativo, para que el aprendizaje siga ocurriendo, aunque no sea el ideal. Dicho sea de paso, siempre es fuera de este campo de ideales donde se dan: el aprendizaje es transmitido por el deseo, por lo tanto, también, hasta cierto punto, es transgresor.
Conscientes de que nuestro trabajo inserta al sujeto en la Cultura, recuerda la tradición, hace desear al sujeto y, así, engendra el futuro de nuestra sociedad, somos conscientes de la densidad de nuestra responsabilidad. Por eso, aún lejos del encuentro presencial, no desistimos de trabajar, apostando a que algo de nosotros llegue a nuestros alumnos, y les dé noticias de nuestro apoyo a estas ganas de transmitir.
Por criterios seguros para el regreso a las clases presenciales, nos toca a nosotros someternos a la palabra de las autoridades en la materia. Por cierto, esta es también una de las transmisiones importantes que le debemos a nuestros alumnos: reconocer nuestros límites, que no lo sabemos todo, y, también por eso, necesitamos dirigirnos a nosotros mismos y reconocer el conocimiento de los demás, incluso si no satisfacen nuestros deseos personales. Esto les ayudará a comprender que el vínculo social exige renuncias narcisistas, pautas de comportamiento y ejercicios de alteridad.
La escuela y la familia no están en el mismo lugar, eso es seguro. Sin embargo, eso no quiere decir que debamos considerar que la responsabilidad de la Educación no nos sitúa en bandos opuestos, como nos quieren convencer algunos discursos de disolución. Hay puntos de encuentro fundamentales, de acercamiento, para que podamos conversar y ofrecer una visión más dialógica de la sociedad para aquellos niños, niñas, adolescentes y jóvenes que atendemos.
Si los profesores son la última barrera contra la barbarie, las familias son la primera. No tiene sentido que estas funciones se antagonicen entre sí. En ese momento, el riesgo común que enfrentamos no es la pérdida del año escolar, sino el colapso de la civilización.
El riesgo es que, mientras aquellos que deberían hacer una barrera elijan volver sus escudos unos contra otros para hacer la guerra, la barbarie pasará y se afianzará.
*Nathalia Meneghine Es psicóloga, psicoanalista y docente.