Silvio Almeida en el tribunal de la opinión pública

Silvio Almeida/ Foto: Antônio Cruz/ Agência Brasil
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por MARCIO MORETTO RIBEIRO*

Sin pruebas definitivas, el caso Almeida se convirtió en un marco en la disputa entre el fortalecimiento de las denuncias y las acusaciones de uso político de las mismas.

Cinco meses después de dejar el gobierno en medio de acusaciones de acoso sexual, el exministro Silvio Almeida rompió su silencio en una entrevista, negando categóricamente las acusaciones y afirmando que los denunciantes mintieron. Sin pruebas definitivas, el caso se convirtió en un hito en la disputa entre el fortalecimiento de las acusaciones y las acusaciones de uso político de las mismas. La polémica refleja la crisis de las instituciones liberales, donde la desconfianza en la justicia formal ha llevado a que los juicios se celebren en las redes sociales, sin espacio para la contradicción o la mediación.

Las instituciones liberales enfrentan una crisis de legitimidad que se manifiesta de dos maneras: a través del avance del populismo autoritario y a través de la creciente desconfianza en los canales institucionales de justicia. El primer fenómeno está alimentado por la percepción de que el sistema político tradicional no responde a los deseos de la población y, por lo tanto, debe ser desmantelado o reconfigurado radicalmente.

Los líderes populistas construyen su legitimidad atacando a los tribunales, los parlamentos y la prensa, afirmando que estos organismos han sido capturados por élites muy alejadas de los “verdaderos intereses del pueblo”. En nombre de la soberanía popular, socavan los controles y equilibrios, debilitan las normas democráticas y concentran el poder. Este proceso conduce a una erosión institucional progresiva, en la que la democracia formal permanece, pero sus mecanismos se vuelven disfuncionales, abriendo espacio para regímenes autocráticos cada vez más autoritarios.

Si el populismo autoritario descalifica instituciones para justificar su toma del poder, otro fenómeno, más asociado a los sectores progresistas, rechaza esas mismas instituciones porque las ve como ineficaces para promover la justicia social. La incapacidad del sistema para responder a problemas como el racismo, la violencia de género y la desigualdad ha llevado a grupos históricamente marginados a buscar justicia a través de canales alternativos, a menudo en espacios informales como Internet.

Esta desconfianza alimenta una cultura de juicio público, donde las acusaciones se tratan como sentencias y a menudo se descarta la idea de un proceso justo. La cancelación y el linchamiento digital surgen como intentos de castigo moral directo, eludiendo un sistema percibido como lento, ineficaz o cómplice de injusticias. El problema es que, al trasladar el espacio de juicio fuera de las instituciones, estas prácticas erosionan garantías fundamentales, como la presunción de inocencia y el derecho a un proceso contradictorio, creando un ambiente de miedo y vigilancia permanente. Así, mientras el populismo destruye las instituciones desde dentro, la cultura de la cancelación las vuelve irrelevantes desde fuera.

Las denuncias de acoso ocupan un lugar central en este dilema, ya que ejemplifican concretamente la tensión entre la necesidad de justicia y la fragilidad de los caminos institucionales. Si el sistema formal muchas veces no logra ofrecer respuestas efectivas, exigiendo pruebas materiales difíciles de obtener y sometiendo a las víctimas a procesos agotadores, la alternativa extrainstitucional se fortalece como espacio de reconocimiento y apoyo.

Frente a la impunidad estructural y la lentitud de la justicia, la denuncia pública surge como un mecanismo de defensa que permite a las víctimas que se sienten silenciadas reivindicar su voz y visibilizar experiencias antes ignoradas. En este sentido, muchas mujeres recurren a las redes sociales y a la prensa no porque rechacen el sistema judicial, sino porque se dan cuenta de que éste no les ofrece garantías reales de reparación. El uso de las redes sociales para denunciar el acoso también presiona para que se produzcan cambios institucionales y redefine las normas sociales, aumentando el reconocimiento de la gravedad de estos casos.

Sin embargo, sustituir los mecanismos institucionales por juicios públicos no sólo debilita las garantías fundamentales, sino que también compromete la noción misma de justicia. El debido proceso existe para establecer criterios objetivos de rendición de cuentas, garantizando que se preserve la presunción de inocencia y el derecho a un procedimiento contradictorio antes de aplicar cualquier sanción.

Cuando las denuncias se juzgan en el espacio público digital, esta estructura se subvierte: la acusación es tratada como prueba y la defensa se vuelve prácticamente inviable, pues cualquier intento de impugnarla puede interpretarse como un ataque a la víctima. Este cambio genera una inversión de la carga de la prueba, rompiendo con el principio fundamental de que es el acusador quien debe demostrar la culpabilidad del acusado, y no al revés. La justicia, en este contexto, deja de basarse en la producción de pruebas y el análisis de hechos y comienza a operar en el terreno de la moral pública, donde el castigo no resulta de un proceso formal, sino de la movilización social y la indignación colectiva.

La entrevista de Silvio Almeida introduce un elemento inusual en los casos de denuncias de acoso: la ausencia de ambigüedades. En muchos relatos de este tipo hay espacio para diferentes interpretaciones, pues la percepción de los implicados puede diferir, especialmente en interacciones marcadas por dinámicas de poder y subjetividad. Hay casos en los que la línea entre comportamiento inapropiado y conducta delictiva no está clara, lo que permite debates sobre el contexto y la intención. Sin embargo, Silvio Almeida no admite esta posibilidad.

Su postura en la entrevista es categórica: niega vehementemente las acusaciones, calificándolas de absurdas e inaceptables, y sugiere que fueron fruto de intrigas políticas. No hay lugar a malentendidos ni a diferencias en la lectura de los hechos. Con esto, el caso queda planteado en términos binarios e irreconciliables: o bien miente él, o bien mienten los denunciantes. La disputa no es sobre percepción o interpretación, sino sobre la realidad de los hechos mismos.

Sin evidencia definitiva, cada lado seguirá creyendo en la narrativa que ya defendió, y la consecuencia de esto es la erosión de la confianza en las instituciones y los movimientos sociales. Si el ex ministro miente, está debilitando la vía institucional y dando la razón a quienes buscan justicia al margen de ella. Esto contribuye a la erosión de la confianza en las instituciones formales y refuerza la idea de que los juicios públicos pueden ofrecer alguna forma de reparación, acelerando un proceso de descrédito que socava las garantías fundamentales de la justicia.

Si los denunciantes mienten, se pone en tela de juicio uno de los pilares más importantes de la lucha feminista: el derecho de las mujeres a ser escuchadas y creídas, lo que refuerza la reacción antiidentitaria y la desconfianza ante futuras denuncias legítimas. A falta de pruebas concluyentes, la sociedad se divide en trincheras irreconciliables: de un lado, estará otro hombre poderoso que escapará impune; Para el otro, un ejemplo de persecución promovida por una cultura punitiva.

El resultado es un ciclo de deslegitimación mutua, en el que las feministas ven la justicia como estructuralmente defectuosa y sus críticos ven al feminismo como un proyecto autoritario. Si hay algo que es seguro es que todos pierden y la democracia, una vez más, se debilita.

*Márcio Moretto Ribeiro es profesor de la Escuela de Artes, Ciencias y Humanidades de la USP.


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