Sergio Moro y Flávio Dino

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por LUIS FELIPE MIGUEL*

Entre el futuro ministro del STF y el futuro exsenador debería haber un abismo de convicciones políticas y principios morales, que los colocaría en campos opuestos e irreconciliables.

Sérgio Moro y Flávio Dino fueron antagonistas en la audiencia de pantomima en el Senado. Para los blogs del PT, Dino “humilló” al futuro exsenador. La derecha intentó decir lo contrario, pero se calmó en cuanto aparecieron conversaciones por teléfono móvil que confirmaban que el conje ​​había votado a favor de la nominación, es decir, que había vuelto a ser comunista.

En los momentos informales, sin embargo, Sérgio Moro y Flávio Dino fueron abrazos y risas. Totalmente enamorado.

Es extraño ver tanta cercanía entre dos personas que encarnarían proyectos políticos absolutamente antagónicos: un Ministro de Justicia que quería salvar la democracia y un futuro exsenador que dedica su vida a destruirla.

Es extraño, pero no infrecuente. En 2017, por ejemplo, sorprendió el beso que Chico Alencar le dio a Aécio Neves cuando lo conoció en la cena en honor a Ricardo Noblat. (El periodista Ricardo Noblat, que desde el ascenso de Jair Bolsonaro ha vuelto a asumir el papel de paladín de la democracia y ahora elogia a Lula, había sido un entusiasta del golpe contra Dilma Rousseff, incluso pidiendo un golpe militar si necesario, y luego fue notorio como un ladrón del usurpador Michel Temer. Chico Alencar fue y volvió a ser un diputado combativo del PSOL. Aécio es Aécio.)

No puedo olvidar, del siglo pasado, la foto en la que José Genoíno con una enorme sonrisa y los brazos abiertos se dispone a saludar nada menos que a Jarbas Passarinho, recién nombrado ministro en el gobierno de Collor. En ese momento, Genoíno lideraba el ala izquierda del PT. Se ganó el respeto por Jarbas Passarinho durante los trabajos de la Asamblea Constituyente. Según un informe de la época: “Es imparcial cuando preside, yo competí con Fiuza y él supo liderar muy bien”, dice Genoíno. Los dos simplemente evitan hablar de la guerrilla de Araguaia, para evitar el 'bochorno'”.

Este tipo de comportamiento es un resultado esperado del régimen representativo, uno de los elementos que lo hace funcionar como un colchón que amortigua los conflictos sociales –para bien y para mal. Los políticos deben poder negociar entre ellos. Entonces, necesitan hablar entre ellos. Pero también deben ser honestos en sus relaciones con aquellos a quienes representan y mantener coherencia entre las palabras y las acciones.

Es común pensar que la democracia representativa surgió como una media suela: como tenemos territorios y poblaciones demasiado grandes para la democracia directa, hagamos que el pueblo gobierne a través de representantes. De hecho, como demostraron Ellen Wood, Bernard Manin y otros, la lógica era la contraria: era necesario tener grandes territorios y poblaciones para eliminar el riesgo de la democracia directa.

Incluso cuando provienen de las clases populares, lo que la dinámica de la competencia electoral hace poco común, los elegidos pasan a formar parte de una élite, diferenciada de su base. Por mucho que difieran, están en una condición común a todos. Compiten, pero coexisten y tienden a crear vínculos personales, muy parecidos a una clase escolar. Luego llegamos a escenas como ésta, en las que los adversarios políticos intercambian bromas.

Como la política no es sólo razón, es también pasión, es claro que esto interfiere con las acciones de los representantes. Sus desacuerdos parecen una farsa. De hecho, parece que aquí los tontos estamos peleando, mientras ellos se divierten entre ellos.

En definitiva: si lo miramos desde un lado, podemos llamarlo “civilidad”, algo positivo para la democracia. Si lo miramos de otra manera, lo llamaremos “domesticación del conflicto político”, lo que lleva a la acomodación y la hipocresía.

El problema es la frontera entre urbanidad y mimos. No se espera que los líderes políticos se golpeen unos a otros. Pero un juez ladrón, una persona corrupta potencialmente asesina, un entusiasta del AI-5, ¿no existe una repulsión moral instintiva que bloquearía estas manifestaciones de afecto?

Y los insultos intercambiados en las redes sociales, las acusaciones, la estruendosa indignación, ¿es todo esto sólo teatro? Pero es un teatro irresponsable, especialmente en una situación en la que vemos a sus seguidores, ciudadanos comunes y corrientes, atacándose unos a otros en las calles y en sus hogares, a veces literalmente matándose unos a otros. Quizás sería mejor tener más moderación en ambas dimensiones. Menos agresión verbal hacia el público y menos agarre detrás de escena.

No soy un político. No tengo las cualidades necesarias para eso. Saludo cortésmente a mis compañeros, pero mantengo las distancias con aquellos con quienes no siento la más mínima afinidad. En cuanto al político, tal como se hace política, la afabilidad fácil y superficial parece obligatoria.

Sérgio Moro y Flávio Dino minimizaron la escena calificándola de mera civilidad. No se. Entre el futuro ministro del STF y el futuro exsenador debería haber un abismo de convicciones políticas y principios morales, que los colocaría en campos opuestos e irreconciliables. Tanta risa, tanta alegría no cabe ahí.

*Luis Felipe Miguel Es profesor del Instituto de Ciencia Política de la UnB. Autor, entre otros libros, de Democracia en la periferia capitalista: impasses en Brasil (auténtico).

Publicado originalmente en las redes sociales del autor.


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