Revolución sexual: proyecto feminista

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por NURIA ALÁBAO*

Los debates feministas radicales sobre la sexualidad deben ser puestos en primer plano.

Parece absurdo agradecer a los que vinieron antes, a los que lucharon por nosotros. Parece casi ridículo apelar a la defensa de la revolución sexual en el mundo hipersexualizado de hoy. Sin embargo, muchos discursos públicos vuelven a destilar cierto puritanismo, y la mayoría proviene del propio feminismo. Discursos que dicen que la revolución sexual se hizo “para los hombres”, que contribuyen a fijar la sexualidad femenina en una cierta normatividad –“las mujeres tenemos una sexualidad diferente”, “queremos cariño, no solo sexo” o que afirman que “no Nos gusta la pornografía”.

No dudo que la socialización de hombres y mujeres sea todavía diferente, pero las formas de vivir la sexualidad son cada vez más plurales y libres. Y eso ha sido gracias a quienes organizaron y cambiaron nuestra cultura y costumbres para siempre. Quizás tengamos que mirar hacia atrás y reconocer todo lo que hemos ganado, aunque ciertamente podemos reflexionar sobre lo que aún nos queda por lograr. ¿Por qué da tanto miedo la libertad sexual? ¿Por qué parece que volvemos a un ambiente reaccionario en estos temas?

A veces, para saber hasta dónde hemos llegado, necesitamos mirar hacia atrás. Mi madre, nacida en la década de 1950, se casó para escapar del control de la familia. Concretamente el de su madre, mi abuela Pepa, férrea defensora de la moral tradicional que la tenía atada, con reglas estrictas sobre cuándo salir y cuándo entrar —la noche era territorio prohibido— y lo que podías hacer. Solo hombres… mejor no. Cierto es que en esa época ya había otras modelos, pero no tantas en el lugar y clase social que ella habitaba.

Mi abuela no era mala persona, simplemente creció en un ambiente donde bailar estaba mal, donde estar con hombres se consideraba peligroso. Ella reprodujo esto en su creación. No era una controladora obsesiva o patológica, simplemente había aprendido, a costa de su propia felicidad, que desviarse de la norma moral tenía un alto precio que podía pagar toda la vida. Como ella lo hizo. Cuando era muy joven quedó embarazada y se vio obligada a casarse con un hombre al que no amaba, quien pronto la dejaría con dos hijos pequeños después de una relación triste y violenta. Fue su experiencia de vida, el peligro siempre susurrado de lo que podría sucederles a los "perdidos", lo que le dio a ella y a las mujeres de su generación el mandato de imponer una moralidad sexual patriarcal.

Mi madre se casó temprano porque quería alejarse de todo. Quería decidir por sí misma algo tan básico como cuándo entrar y salir de casa. Cierto, podría haber salido mal, digamos, si el esposo hubiera sido el sustituto del control materno. Hasta 1975, en España, el matrimonio implicaba una restricción de las libertades de la mujer, incluida la institucionalización de la violación, que no se reconocía por la figura de la “deuda marital”, la obligación de estar a disposición del marido que existía hasta 1992. En cualquier caso, mi madre dice que era feliz, pero también que nunca estuvo con nadie más mientras mi padre vivía. Es decir, hasta los 68 años sus expectativas y posibilidades de experimentación estaban muy limitadas por su entorno y educación.

Fue la generación de mi madre la que hizo la revolución sexual en este país. Tal vez ella no estuvo al frente de ningún movimiento contracultural, pero tengo que agradecerle que rápidamente salió a la luz como parte de una sociedad que había cambiado, y mi crianza y la libertad que disfruté fueron totalmente diferentes (aunque todavía recuerdo una generación guerra y mi abuela me dice que sólo las prostitutas llegan a casa tan tarde como yo). En cualquier caso, a los que llegamos más tarde nos resultó más fácil disfrutar del sexo y más libertad para hacerlo, tanto simbólicamente como en el espacio real. Con todos los discursos contradictorios que se puedan pronunciar –otra vez la “puta”, si sales con muchos chicos, etc. – el camino estaba menos pavimentado.

Otro aspecto de este mundo de posibilidades que se abría era que yo también podía enamorarme y tener relaciones con mujeres, algo que mi madre apenas se atrevía a imaginar cuando yo era joven. Esto es cada vez más común. Basta con hablar con los niños más pequeños para hacerse una idea de cómo viven este tema con más normalidad que las generaciones anteriores. En España no hay encuestas, pero en EEUU casi el 21 por ciento de la Generación Z -nacidos entre 1997 y 2003- se identifica como LGTBI. Este es un número enorme y mucho más alto que en años anteriores.

También parece haber una mayor diversidad en las formas en que se experimentan estas preferencias sexuales no normativas. No solo homosexual o bisexual: ahora estamos hablando de pansexualidad: atracción sexual hacia otras personas sin importar su sexo o identidad de género, es decir, también hacia personas trans o no binarias. Queer también explotó muchas de estas categorías de etiquetas, abriendo nuevos caminos. Hablar con muchos jóvenes sobre estos temas hoy significa aprender cosas nuevas (también abre nuevos conflictos, como los debates que estamos viviendo sobre los niños trans, paradójicamente ahora que se está volviendo normal y más niños se declaran así).

De todos modos, siento que sigo diciendo perogrulladas, pero cuando leo que “la revolución sexual se hizo para los hombres”, me pregunto en qué clase de mundo habita esta gente que la enuncia. ¿No recuerdan de dónde venimos? Si no recuerdan el radicalismo del movimiento feminista de los años 70, cuando teníamos todo por conquistar y el discurso era el de la “liberación”, reproduciendo el lenguaje de las luchas anticoloniales y los derechos civiles.

Liberación que fue también de la familia, del deseo y, por supuesto, sexual, y que conformó un mundo nuevo. Un mundo que descubrió que una parte importante de la opresión femenina estaba contenida o mediada por la sexualidad, pero que no lo diseñó sólo como un lugar de opresión, sino como un espacio que debía ser nuestro. Estas luchas, además, tomaron una forma muy concreta en España, moviéndose por derechos que aún no teníamos –contra el delito de adulterio, poder abortar o decidir cuándo ser madres. La reivindicación de la libertad sexual siempre ha tenido una contrapartida en la lucha contra la violencia, pero nunca fue sólo eso.

Por aquellos años también había críticas al sexo que se centraba únicamente en la penetración, se hablaba de orgasmo clitoriano y placer, placer con mayúsculas. Se discutieron las fantasías sexuales y si tenían o no que ser de cierto tipo para ser feministas, o incluso si el sadomasoquismo era una práctica "aceptable". Cosas que ahora nos parecen obvias, pero que en algún momento hubo que nombrar para hacerlas nuestras, que ampliaron mundos y posibilidades. El feminismo más liberador no es el que establece normas o reglas o dice quién puede o no participar, o qué sexualidad o qué pornografía es legítima, sino el que abre nuevas posibilidades y libertades para todas y todos.

Hoy, el ultraataque, la contraofensiva sexual de la derecha sigue siendo una reacción a las luchas de los años setenta y sus secuelas. Especialmente aquellos que exigían la separación de sexo y reproducción, algo en el corazón de todo proyecto conservador. Volvamos a las perogrulladas, pero todo eso fue la revolución sexual. ¿Estaba hecho para hombres? Algunos todavía dicen que sí, y que la promiscuidad que ahora se ha normalizado es una victoria para ellos. Si bien no podemos equiparar la promiscuidad y la liberación sexual, al menos hemos descubierto que puede ser una opción para muchas mujeres, por así decirlo, una opción entre otras, no su territorio. Gracias a los que nos precedieron, por abrirme esa puerta también a mí.

 

neoliberalismo sexual

Otras críticas se centran en la comercialización del sexo, o apuntan a la sexualización del cuerpo femenino en las representaciones hegemónicas. Culpan de todo esto al neoliberalismo, una especie de “hicimos la revolución sexual y ahora nos venden sexo”, como si no supiéramos que todo logro es susceptible de convertirse en una mercancía. Habitamos estas paradojas en el mundo que produce valor a partir de signos y experiencias, pero también sabemos que esta comercialización se alimenta de “depósitos de autenticidad”. Alguien tiene que pasar por la experiencia, en forma real en alguna parte, para que se venda, y el hecho de que produzca valor para otra persona no la invalida.

Pero se habla menos de otro aspecto del neoliberalismo. También sirvió para instalar la idea de que cualquier problema social o cultural se puede solucionar recurriendo a más código penal, más cárceles o multas, al estado punitivo. Hoy existe un fuerte conflicto entre dos feminismos. Para una de ellas, los castigos deberían ser la principal vía para garantizar la libertad sexual de las mujeres frente a las agresiones. Por otro lado, debemos ir más allá, porque la mayoría de las agresiones no llegan a los tribunales y porque no todos tenemos el mismo acceso a la justicia: la clase, los roles y la raza son límites claros. El feminismo punitivo es precisamente un tipo de feminismo que promueve y multiplica narrativas de “terror sexual” lesivas para nuestra propia libertad y que muchas veces coinciden con posiciones que quieren prohibir y castigar la pornografía o la prostitución como si fueran el origen de la violencia contra mujer.

Gayle Rubin decía que ya en los años 1980 gran parte de la literatura feminista atribuía la opresión de la mujer a representaciones gráficas del sexo, la prostitución o incluso la transexualidad. “¿Qué pasó con la familia, la religión, la educación, los métodos de crianza, los medios de comunicación, el estado, la psiquiatría, la discriminación laboral y salarial? En lugar de apuntar al sistema, señalando problemas estructurales, se trata de prohibir las cosas que no nos gustan. Como expliqué en otro artículo, la indignación moral funciona bien como disparador político. Ponemos nuestros miedos en alguna parte, creamos chivos expiatorios. Estas formas de hacer política “comunicativas” son más fáciles que organizarse y generar alternativas propias que no impliquen exigir protección estatal. Lo que necesitamos, dice Raquel Osborne, "son mujeres fuertes, empoderadas y con recursos para alejarse de lo que las está lastimando y luchar para cambiarlo". En la era del #MeToo vuelve a rondarnos la representación de la sexualidad como un espacio de peligro, pero hoy, como antaño, hay un feminismo que también la imagina como un lugar propio, también de resistencia. La revolución sexual es nuestra victoria.

Así que gracias, hermanas, por las posibilidades de disfrutar la sexualidad, por haberla desacralizado. Hoy en día, en los medios de comunicación, la violencia sexual se informa de una manera a veces tan alarmista que el sexo tiende a ser percibido como un terreno hostil. Volvamos a hablar de placer y libertad. Recuperemos el susurro del pasado, donde nuestras prácticas sexuales, en palabras de Bell Hooks, “pueden optar por la promiscuidad o la castidad; por abrazar una identidad y preferencia sexual específica, o por elegir un deseo móvil, no castrado, que se despierta solo mediante la interacción y el compromiso con ciertas personas con las que sentimos la chispa del reconocimiento erótico, independientemente del género, la raza, la clase o incluso la preferencia sexual". .

Los debates feministas radicales sobre la sexualidad deben pasar a primer plano para que el movimiento de liberación sexual pueda reiniciarse.

*Nuria Alabao es periodista y doctora en Antropología. Participa en la Fundación de los Comunes.

Traducción: Antonio Martins para la web Otras palabras.

 

 

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