por DANIEL AFONSO DA SILVA*
Que quede claro: la detención del presidente Lula da Silva fue inequívocamente un acto de traición al país.
"Un rey no es un hombre común y corriente. Un rey no es como cualquier otro. Un rey debe resucitar o morir" (Camille Desmoulins).
Camille Desmoulins (1760-1794) forjó inconscientemente la carácter distintivo de la política contemporánea. Maquiavelo, Bodino, Hobbes y Locke lo habían hecho siglos atrás. Ahora era él: Camille Desmoulins.
Se vivía la frescura de la Revolución. El furor parisino se apoderó de Francia. La Bastilla ya no existía. El mayor símbolo de la represión francesa secular acaba de ser invadido, desplegado y adulterado. Allí no quedó ningún prisionero, ni verdadero criminal ni simple pecador. Fue el principio del fin del pasado. Se abrían nuevos tiempos. El siguiente fue Versalles dirigidos. Y el pueblo intrépido, envuelto en una furia desenfrenada, se dirigió hacia allí con el objetivo de capturar al rey.
Todo iba bien en el partido. Pero a medida que la morada de los reyes se acercaba, cierta contrición comenzó a visitar los corazones. Los sabios y los ignorantes comenzaron a dudar. Luis Capeto no era simplemente Luis XVI, rey de Francia. Fue la fusión de dos cuerpos. Un primer humano, demasiado humano. Otro casi celestial; eterno e inmortal. Que reencarnó la trinidad divina. De padre a hijo. De Dios a los franceses. Durante mucho tiempo, durante casi mil años.
Los más ingeniosos no sólo sabían, sino que también sentían el contenido de todo ello. Reconocieron la dimensión revolucionaria de la Revolución. Y así empezaron a prosperar. La captura del rey no fue nada más ni menos que una afrenta directa a la padre de familia [padre de la familia]. Una afrenta que, de por sí, impuso agravantes y desagrados.
Era evidente que nadie desmoraliza ni desautoriza impunemente a una autoridad celestial, divina, máxima y suprema, presente o pasada sin retorno. Sin andarnos con rodeos, no nos enfrentamos a la padre de familia. La toma de Versalles produjo pues este malestar.
Muchos, pues, a medio camino entre París y Versalles, no sólo dudaron, sino que quisieron dar marcha atrás. Muchos incluso empezaron a llorar. Todo inútil. Tus acciones ya no eran tuyas. El movimiento se volvió histórico. Dónde las personas son simples objetos pasivos e impotentes. Impulsado por formas irreversibles de conducción y potencia. El cual, en ese caso, alcanzó al rey de Francia y lo interceptó. En sus dos cuerpos. Luis Capeto y Luis XVI. Lo sacaron de Versalles y lo llevaron a París, a las Tullerías, al Louvre.
¿Qué decir? Fue un shock brutal para todos. Inicialmente de carácter moral. Pero, poco a poco, de carácter espiritual irremediable. Se vio a un rey, enviado por Dios, depuesto y encarcelado. Torturado y privado de sus libertades. Despreciado, acosado y humillado. Secuestrado sin piedad de su realeza.
¿Fueron realmente tan poderosos los revolucionarios? Por si acaso, el dilema seguía siendo: ¿qué hacer? ¿Qué hacer con un rey que, según todos los indicios, ya no es rey?
El rumor se extendía de boca en boca. En París y en otros lugares abundaban especulaciones de todo tipo. También teorías de los más diversos tipos. Nadie lo siguió con indiferencia. Noble y común. Clero y laicos. A través de plazas o palacios. Calles y conventos. Serrallos, burdeles y tabernas. Fue el tema del momento. Una gran furia que estaba mezclada con un gran miedo.
Para bien o para mal, Francia –Europa y el mundo– se lanzaban hacia lo desconocido. Hubo un momento agudo de Vueltas de tuerca. severo. El tipo que tarda milenios en repetirse. Eso nos recuerda a Ilíada, el Peloponeso, el botín de Oliver Cromwell, los gritos espeluznantes de la Revolución americana. Cosa rara, algo así. Trauma sin fin. Impulso a la disrupción y al cambio. Cambio repentino. El que nunca es buen consejero.
El rey de Francia estaba en prisión. Y, básicamente, nadie sabía realmente qué hacer. Aquí está la situación objetiva. Los contemporáneos no conocieron a Lenin. Y Robespierre, ya sumido en la locura, ya estaba demasiado ciego. Aquí está el contexto.
Fue entonces cuando Camille Desmoulins tomó sobre sí los imperativos de la razón y recordó a todos, en una sesión plenaria deliberativa, entre el pueblo llano y ante Sylvian Bailly, el representante legal de la ciudad, que “Un rey no es un hombre común y corriente. Un rey no es como cualquier otro. Un rey debe resucitar o morir” [Un rey no es una persona común y corriente. Un rey no es alguien como cualquier otro. Un rey, por tanto, debe reinar o morir].
Reinar o morir: un precepto lógico, racional e irreparable. Lo que marcaría el destino de Luis Capeto y Luis XVI. Dos cuerpos en uno. Eso desaparecería para siempre. Y, además, con su martirio daría forma a toda la carácter distintivo de la estructura de los regímenes representativos contemporáneos. Hasta el punto de que ninguna democracia verdaderamente democrática puede ignorar este precepto e inspiración. Hasta el punto de que el general De Gaulle, en el acto fundacional de la Quinta República Francesa, en 1958, se refirió casi textualmente a Camille Desmoulins cuando afirmó que un presidente sólo debe existir si ha de presidir efectivamente.
Y presidir en sentido soberano y absoluto. Con total autoridad, emanada del pueblo. En un simulacro de poder monárquico. Distante y altivo. Con pareados simbólicos y materiales, concretos y trascendentales. Teniendo al pueblo como testigo. Primero en Francia. Luego alrededor del mundo.
Te guste o no, lo reconozcas o no, así fue. Las principales democracias del mundo después de 1945 comenzaron a otorgar al Presidente de la República un poder y una fuerza material, simbólica, moral y mágica similar a los predicados de un monarca que ostenta la soberanía absoluta, concreta y abstracta como una profunda cuña de poder. Que el pueblo –y sólo el pueblo– puede marchitarse, deshidratarse, vaciarse, eliminarse.
El ejemplo más elocuente de esto también ocurrió en Francia. El año era 1968. El mes, mayo. La generación Baby Boomer tomó las calles de París y sus alrededores. Estudiantes, trabajadores y personas sin ocupación alguna se unieron para protestar contra las autoridades establecidas. Algo sin precedentes después de 1945.
El presidente de la República era el general De Gaulle. El primer ministro George Pompidou. La Constitución de 1958 –diseñada y redactada por el general– dio claramente al primero el imperativo de presidir y al segundo la prerrogativa de gobernar. Dejando muy claro que presidir y gobernar nunca serían sinónimos. Porque participaron en paralelismos impulsados por una larga tradición político-filosófica anclada en diatribas basadas en milenios de historia del mundo antiguo. Lo cual impuso al acto de presidir una autoridad superior distinta del simple y simplista acto de gobernar y forjar la gobernabilidad. En otras palabras, sólo el presidente es monárquico.
Por ello, ante el furor de mayo de 1968, el general De Gaulle partió hacia Baden-Baden, donde se reunió con el general Jacques Massu, y dejó a Georges Pompidou en París para entrevistarse con los representantes de los amotinados. Un presidente de la República, el general que asumió e impuso la Constitución, jamás debe rebajarse al nivel del pueblo común para “negociar” con él. El Primer Ministro existió precisamente para este gesto de pisar el barro y la arcilla. Que por definición debería estar siempre disponible para ensuciarse los pies.
Y así se hizo. Así, semanas después, entre mayo y junio de 1968, todo parecía ir por buen camino. El gobierno francés había cedido. Los amotinados, generalmente personas imberbes que no habían conocido la furia de Hitler o Mussolini, celebraron su premio. Mientras tanto, el general De Gaulle –héroe de las guerras totales, líder de la resistencia contra el nazismo, arquitecto del llamamiento del 18 de junio de 1940 y fundador de la Quinta República Francesa– cayó en una depresión. Y con razón: se dio cuenta de que mayo-junio de 1968 había manchado la moral de la República y la dignidad del cargo presidencial.
En respuesta, el general De Gaulle convocó una referéndum con el fin de reponer fuerzas. Había muchas dudas en el aire. Dudas que debilitaron la posición del presidente y obligaron al general a aclarar. Eso es lo que hicieron los franceses al decirle no al general. No y nada más. El año era 1969.
El general se ofendió y se fue. Dimitió y renunció a su cargo. Incluso si tal gesto no fuera constitucionalmente imperativo. Pero para el general era moralmente necesario. Porque el presidente sólo tiene razón de existir si quiere presidir efectivamente. Y, en este caso, como el pueblo –fuente de todo poder– vació la capacidad presidencial del presidente, éste prefirió hacer un gesto confiado y extremo. Hice una padre de familia no se entiende quien es expulsado de la casa.
Así fue para el general y así fue para los franceses: un recordatorio del mensaje de Camille Desmoulins según el cual un presidente de la República, de hecho y de derecho, no puede ser tratado como una persona ordinaria, común o banal. Por lo tanto, no puede ni debe ser acorralado. Ni amenazado. Menos aún, encarcelados. Muerto, quizás. Nunca arrestado. Un presidente –la quintaesencia de un monarca– no cabe en una prisión.
El general lo sabía. Y ante la más remota posibilidad de perder toda su legitimidad y ser tratado como una persona común y corriente, e incluso poder enfrentar acciones legales e ir a prisión, decidió irse. Un Presidente de la República en la cárcel es una ignominia.
Al otro lado del Atlántico, a pesar de que las razones criminales son en gran medida coherentes, los estadounidenses nunca han arrestado a ninguno de sus altos funcionarios. Ya han matado a algunos y han intentado matar a otros. Pero nunca arrestes. Ningún presidente estadounidense ha estado jamás en la cárcel.
En el reciente caso francés, desde enero de 2025, el presidente Nicolás Sarkozy se encuentra bajo un controvertido arresto domiciliario, obligado a llevar una pulsera electrónica en el tobillo y a sufrir restricciones a su libertad. Pero, como todos saben, esto sólo sucedió porque Francia ya no es Francia [Francia ya no es Francia].[i]
En el caso de Brasil, la tentación de coquetear con la ignominia de detener al Presidente de la República ganó nuevos colores, pasiones y sabores con la denuncia presentada por el Procurador General de la República, Paulo Gonet Branco, el 18 de febrero de 2025, que involucra al expresidente Jair Messias Bolsonaro.
Una primera reflexión verdaderamente honesta llevaría a cualquier persona interesada a, antes de hacer cualquier afirmación, leer, analizar y buscar comprender la naturaleza y consistencia del documento presentado por el Procurador General de la República.[ii]
Después de hacerlo, te das cuenta de que se trata, inequívocamente, de una pieza irreprochable. Bien pensado. Bien escrito, lo cual, en general, no es común en este tipo de trabajos. Bien fundado. Bien construido. Formalmente impecable. Convincente e imponente. Hasta el punto que el ex ministro Carlos Velloso, del Supremo Tribunal Federal, concluyó, en entrevista con Valor Económico, del viernes 21 de febrero de 2025, es una pieza impecable.
Sí: impecable. Pero, según el mismo ministro, es necesario ser cautelosos a la hora de juzgar. En primer lugar, porque el proceso “está ante los ojos del mundo”. En segundo lugar, porque el juicio “no sólo debe ser correcto, sino parecer correcto”. “Esto es muy importante.”
El respetado ex ministro del Supremo Tribunal Federal hace declaraciones muy relevantes. Pero a nivel legal y sin darnos cuenta de que al final la cuestión es política y moral. Intentar detener a un antiguo inquilino del Palácio da Alvorada representa, ante todo, un acto extraordinario de audacia.
Con el debido respeto a juristas y no juristas, involucrar a un Presidente de la República en cualquier proceso que pueda resultar en una pena de prisión representa el nivel más extremo de insurgencia contra la naturaleza de cualquier régimen político con apariencia de democracia. Respira profundamente y medita.
Sí: de eso se trata: de parricidio. Trauma insuperable. Mirando más lenta y claramente la historia de Francia, se hace latente y evidente que los franceses aún no han superado el trauma del parricidio que cometieron en 1793, resultado de la decapitación del rey, ni la dimisión del general De Gaulle en 1969, resultado de ese no referéndum.
La decapitación de Luis Capeto y Luis XVI marcó el excepcionalismo francés, que marcó al planeta durante los siglos XIX y XX. Sin embargo, la debacle de 1940 llegó para pasar factura. Aquél extraña derrota [La extraña derrota] sobre la que meditaba Marc Bloch estaba alimentada esencialmente por los fantasmas inauditos que habían rondado el inconsciente de los franceses desde la ofensiva contra Luis Capeto y Luis XVI un siglo y medio antes.
De Gaulle sirvió como salvador en la derrota de 1940.[iii] Nos guste o no, él fue quien mejor encarnó esta condición redentora y, más tarde, fundó la Quinta República Francesa.
Pero las circunstancias que obligaron a su partida en 1969 acentuaron el trauma de 1793 al lanzar, una vez más, Francia hacia lo desconocido.
La falta de amor en cualquier sociedad vis a vis Para usted padre de familia lanza a cualquier país a lo desconocido.
De regreso a Brasil y viendo todo así, inequívocamente la detención del presidente Lula da Silva –así como la detención del presidente Michel Temer– arrojó al país a lo desconocido.
En esa época, el Poder Judicial pasó a ser el poder supremo entre los poderes. En parte debido a la atrofia de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Parte de la trivialización de la práctica de jugar con fuego es el resultado de la falta crónica de amor hacia el líder de la nación. Algo ignominioso que fue fomentado por el Mensalão, amplificado por la Operación Lava Jato y encarnado por acusación de 2016.
O acusación El año 2016, como todo el mundo sabe, fue un shock. Una transgresión. Un atentado político directo a los atributos de honor y competencia del Presidente de la República. Pero, como dicen, algo del juego de la política. Así que el trauma fue temporal. Diferente a lo que ocurrió en 2018. De hecho, muy diferente.
Que quede claro: la detención del presidente Lula da Silva fue inequívocamente un acto de traición al país.
Para decirlo claramente: ningún país serio –y Brasil es un país serio– involucrado en un régimen digno del epíteto de democrático arresta al Presidente de la República. Punto y final.
Pero se atrevieron a hacerlo en Brasil. El presidente Lula da Silva fue arrestado.
La situación era compleja. La gente vivía en histeria. Todavía se podía escuchar el furor de las noches de junio de 2013. De la misma manera que el deseo ciego de venganza implacable contra el legado de Lula-PT había ganado fuerza con la entropía política del bienio 2015-2016. Y, como resultado, se extinguió la extremadamente frágil redemocratización iniciada por el dúo Geisel-Golbery, puesta en marcha “lenta, gradual y segura” por personas de la calidad de Ulysses Guimarães, Tancredo de Almeida Neves, Fernando Lyra, Franco Montoro, José Richa, Teotônio Villela y ampliada durante las presidencias de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y Lula da Silva (2003-2010).
Sí: la detención del presidente Lula da Silva hizo que la redemocratización brasileña se desvaneciera y desapareciera. Porque en ese gesto extremo se rompieron los frágiles pactos intersociales por la redemocratización y dejó de existir el consenso sobre el imperativo de la democracia en Brasil. En consecuencia, el país fue arrojado a lo desconocido. La existencia de la presidencia de Jair Messias Bolsonaro es un simple detalle.
La liberación del presidente Lula da Silva fue un mezcla de decencia y grandeza. Pero estuvo muy lejos de redimir a la sociedad de su mayor defecto: confrontar padre de familia.[iv]
¿Cómo redimirse de los 580 días de prisión de un padre de familia? No puedes seguir fingiendo que no ocurrió. El tejido social brasileño se desgastó y todas las relaciones interpersonales quedaron en tela de juicio. Por lo tanto, rara vez se ha visto entre nosotros tal brutalización, incertidumbre y anomia.
Así que, volver a plantearse la detención de un expresidente de la República de Brasil –aunque sea Jair Messias Bolsonaro– raya una vez más en el absurdo.
*Daniel Alfonso da Silva Profesor de Historia en la Universidad Federal de Grande Dourados. autor de Mucho más allá de Blue Eyes y otros escritos sobre relaciones internacionales contemporáneas (APGIQ). ElLea aquí]
Notas
[i] Tras la condena del presidente Nicolás Sarkozy, sierra, especialmente aquí . Y sobre la entropía francesa, sierra aquí .
[ii] Véase La denuncia completa aquí .
[iii] Sobre el asunto, sierra aquí .
[iv] He discutido extensamente las consecuencias del arresto del presidente Lula da Silva. aquí .
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