Reforma agraria, un tema prohibido

Imagen: Platón Terentev
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por MIGUEL ENRIQUE STEDILE*

La “Reforma Agraria” necesita volver a colocarse en el centro político, pero ahora acompañada del adjetivo “popular”

Algunas palabras parecen haber desaparecido de la gramática política en los últimos años. Uno de ellos es sin duda el “latifundio”. En Brasil, esta palabra tiene un significado histórico, después de todo, fue la concentración de la tierra combinada con el trabajo esclavo y el monocultivo para la exportación lo que definió el significado de esta nación durante cinco siglos. Sin embargo, aquí, gracias al carácter progresista del Estatuto de Tierras, ganó otra connotación, no solo como una gran propiedad de la tierra, sino como una propiedad que no cumple su función social y, por lo tanto, debe ser expropiada para el asentamiento de campesinos sin tierra. . .

Hoy, la palabra latifundio se ha escondido detrás de otra, “agroindustria”, normalmente asociada a términos extranjeros para denotar cierta modernidad, “agro es pop, agro es tec”. Nada más falso. Lo que llamamos agronegocios es realmente moderno, porque reemplaza el control de la propiedad de la tierra por parte de ex coroneles y agricultores por parte de grandes empresas multinacionales y, en particular, por agentes financieros como bancos y fondos de inversión. Pero en esencia, el agronegocio sigue siendo un latifundio, una gran propiedad de la tierra que no solo no cumple su función social, sino que se sostiene gracias a los grandes recursos públicos, la sobreexplotación del trabajo, el uso intensivo de venenos que contaminan los biomas y organiza su producción para la exportación, al igual que la forma plantación del periodo colonial.

El último Censo Agropecuario de Brasil, de 2017, muestra que la concentración de la tierra sigue siendo intensa: el 1% de los propietarios controla casi el 50% del área rural. En los once años entre los censos, 2006 y 2017, se incorporaron a la agricultura el equivalente a 17,6 millones de canchas de fútbol, ​​muchas gracias a la deforestación y al avance del monocultivo de granos en el Cerrado y la Amazonía. De estos, 17 millones fueron incorporados por establecimientos de más de 1.000 hectáreas.

Entre los numerosos mecanismos públicos para perpetuar la concentración de la tierra se encuentra, por ejemplo, el crédito rural. La mayor parte de los recursos del Plan de Cultivos del gobierno federal provienen de los depósitos que la población mantiene en los bancos y que el Banco Central obliga a las instituciones financieras a destinar al crédito rural. Como el interés pagado por la agroindustria es inferior al interés de mercado, el Tesoro Nacional “iguala” la diferencia para los bancos, destinando R$ 11 mil millones al año en recursos públicos para esa compensación. Otros 1 millones son destinados por Hacienda a subvencionar el seguro rural. Y por otro lado, la exportación de commodities por parte de la agroindustria está libre de impuestos gracias a la Ley Kandir, instituida durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso.

Como demostró una investigación del Instituto Tricontinental de Investigaciones Sociales, en colaboración con el Núcleo de Estudios en Cooperación (NECOOP) de la Universidad Federal de Fronteira Sur (UFFS), el crédito es incluso una herramienta para coaccionar a la agricultura familiar a plantar monocultivos. Según el estudio, la ganadería y la soja recibieron el 59,9% de los recursos del Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar (Pronaf) en 2020, mientras que la producción de arroz y frijol recibió solo el 2,53% de los recursos del Pronaf Costo General.

Este modelo rescató otra palabra que había desaparecido de nuestra vida cotidiana: hambre. Si bien Brasil registró una cosecha récord de más de 272 millones de toneladas de granos en 2021, el país volvió, después de ocho años, al Mapa del Hambre de la ONU, llegando a 28 millones de personas hambrientas.

Hace más de cinco décadas, Josué de Castro, médico y geógrafo pernambucano, se convirtió en un referente internacional y en el primer presidente de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) al denunciar que los orígenes del hambre eran sociales y económicos . Para el científico, el hambre era tratada por los gobiernos como un “tabú” o “tema prohibido”. Y, precisamente, entre los mecanismos propuestos para superarlo, estaba la adopción de la reforma agraria.

Si la expresión “Reforma Agraria” ha desaparecido de los programas gubernamentales y de las políticas públicas, se debe en gran parte a la ilusión de que el auge de las materias primas de la última década sería capaz de sostener políticas sin romper con el capital financiero en todo el continente. La pandemia y, ante ella, las consecuencias de la crisis económica y climática han demostrado no solo el carácter excluyente del agronegocio sino también su incapacidad para producir alimentos saludables destinados al conjunto de la población. Por el contrario, la pandemia se ha convertido en una justificación para aumentar la especulación en torno a los precios y los inventarios, inflar los precios de los alimentos y agravar la inseguridad alimentaria.

La “Reforma Agraria” necesita volver a colocarse en el centro político, pero ahora acompañada del adjetivo “popular”. Porque su destino es alimentar a toda la población y transformar la alimentación saludable en un derecho en la práctica. La agroindustria es el vestigio de políticas neoliberales fallidas que privatizaron bienes comunes, como los alimentos, entregándolos a la gestión del mercado. La Reforma Agraria Popular, tal como la presagia Josué de Castro, es una alternativa a la crisis civilizatoria de destrucción ambiental y hambre programada. Pero para llevarlo a cabo es necesario extinguir el “latifundio”, no sólo en términos léxicos, sino materialmente, democratizando el acceso a la tierra para todos los campesinos.

*Miguel Enrique Stedile Doctor en Historia por la UFRGS y miembro del Instituto Tricontinental de Investigaciones Sociales..

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