Reconocimiento, dominación, autonomía

Imagen: Ron Lach
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por BRÁULIO MARQUÉS RODRIGUES*

La ironía dialéctica de la academia: al debatir sobre Hegel, una persona neurodivergente experimenta la negación del reconocimiento y expone cómo el capacitismo reproduce la lógica del amo y el esclavo en el corazón mismo del conocimiento filosófico.

“El inconsciente es el discurso del Otro”
(Lacan, Escritos).

La ironía del episodio

En una reunión reciente de un grupo de estudio, estábamos discutiendo un momento central en Fenomenología del Espíritu De Hegel: la figura del amo y el esclavo. Hablamos sobre la autonomía y las formas en que la conciencia busca afirmarse en las relaciones con los demás. A nivel teórico, reflexionamos sobre cómo, en la lucha por el reconocimiento, uno de los sujetos tiende a negar al otro, transformándolo en instrumento de su autoafirmación, una negación que, paradójicamente, termina minando la posibilidad misma de ser reconocido.

Con la lectura del §178 en adelante, busqué compartir no sólo el contenido filosófico, sino también parte del trabajo que he estado desarrollando en mi tesis, que trata precisamente de las contradicciones inherentes a la dialéctica hegeliana. Hasta entonces el ambiente era de escucha e intercambio respetuoso. Había preparado la exposición con cuidado para dejar espacio a comentarios e interpretaciones divergentes, proponiendo una perspectiva que considerara la desigualdad entre las figuras del amo y del esclavo como algo estructurado no sólo en una progresión histórica lineal, sino también como una asimetría sincrónica inscrita en la lógica misma del reconocimiento.

Lo que se suponía que sería una conversación filosófica sobre estas estructuras de poder y conciencia, irónicamente se convirtió en una puesta en práctica de lo que estábamos estudiando. Al presentar mi argumento –que abordaba la asimetría entre amo y esclavo a partir de una lectura sincrónica de la lucha a vida o muerte y sus consecuencias para la constitución de la desigualdad entre las figuras– fui interpelado no sólo con un desacuerdo teórico, sino con un gesto de deslegitimación personal.

Un colega, en lugar de discutir el contenido de la idea, cuestionó agresivamente mi capacidad para formular argumentos, insinuando, según mi interpretación, que mi neurodivergencia comprometía la comprensión teórica.

Fue en ese momento cuando el participante A. interrumpió con un comentario mordaz: “¡Estás equivocado!”. La asertividad agresiva, es decir, no era sólo una forma de desacuerdo: era un intento explícito de descalificación. El tono y el contenido de la intervención no abordaron el argumento en sí, sino que insinuaron que mi lectura era la de un diletante, sugiriendo que ni siquiera tenía legitimidad como punto de partida para el debate.

La ironía es profunda: estábamos tratando con uno de los núcleos centrales de la filosofía hegeliana –la relación entre reconocimiento, dominación y autonomía– y lo que se ponía en escena era precisamente el intento de un sujeto de afirmarse anulando al otro. Al decir “¡Estás equivocado!” Sin mediación argumentativa, el colega A. no sólo rechazó el diálogo, sino que asumió una posición de autoridad que pretendía terminar la discusión por decreto, y no por elaboración conceptual. Más que discrepar, intentó reducirme a la condición de objeto: alguien a quien corregir, silenciar, superar.

El paralelismo con la dialéctica del amo y el esclavo

La escena vivida durante ese encuentro reproduce, de manera casi didáctica, las estructuras de la dialéctica hegeliana que acabamos de examinar. En el Fenomenología del Espíritu, la relación entre amo y esclavo surge de una lucha por el reconocimiento en la que, al final, uno de los sujetos –aquel que prefiere preservar su vida antes que arriesgarla– se somete, convirtiéndose en sirviente.

Tú, a tu vez, crees que alcanzas la plena autoafirmación dominando al otro, transformándolo en una cosa, en un instrumento. Sin embargo, este dominio se revela contradictorio: el reconocimiento que buscáis proviene de un sujeto que vosotros mismos habéis reducido a la condición de no-conciencia. Es una victoria vacía, basada en la negación del otro como sujeto.

Esta estructura dialéctica ayuda a iluminar lo que sucedió en ese episodio. El colega A. intervino agresivamente diciendo: “¡Estás equivocado!” buscó, simbólicamente, ocupar el lugar de dueño del discurso. En lugar de proponer una contraposición, intentó invalidar mi posición desde su misma base, es decir, como si yo ni siquiera estuviera en condiciones de ocupar el espacio del diálogo. No se trató de una disidencia productiva, sino de un gesto de exclusión, cuyo fundamento era menos conceptual y más identitario: marcar la diferencia (en este caso, mi neurodivergencia) como signo de minoría intelectual.

Sin embargo, si seguimos la lógica de la dialéctica, podemos ver que el intento de afirmarse como amo requiere, paradójicamente, la negación del otro como sujeto reconocible. Esto pone de manifiesto la fragilidad de su posición. Al intentar posicionarse como una autoridad que invalida el pensamiento del otro, el compañero A. terminó demostrando que su autoafirmación dependía precisamente de mi existencia como algo a subyugar, como un espejo que había que oscurecer para que él pudiera brillar. En la práctica, se trata de una dependencia invertida: necesita el “error” del otro para consolidar su “verdad”.

Además, este intento de negación revela la persistencia de una lógica esclavizadora, en el sentido hegeliano, dentro de la vida académica. Cuando el reconocimiento mutuo es reemplazado por juegos de dominación intelectual, no hay avance en el conocimiento, sólo la rotación estéril de la jerarquía. En lugar de una crítica dirigida al argumento, lo que se practica es la objetivación del sujeto que argumenta, un gesto que desfigura por completo el horizonte universal que Hegel concibe como el destino del espíritu.

En este contexto, el discurso “¡Estás equivocado!” No es sólo una divergencia: es performativa. Intenta restablecer una diferencia jerárquica en el campo del pensamiento, donde uno habla y el otro sólo escucha (y permanece en silencio). Así como el caballero hegeliano pretende que su verdad sea reconocida sin riesgo y sin trabajo, el colega A. quería imponer una autoridad sin elaborar un argumento: su postura, aunque movilizada por un repertorio conceptual, era menos filosófica que teatral, escenificando el poder como superioridad discursiva.

Pero, como nos muestra Hegel, esta puesta en escena es inestable. El verdadero conocimiento surge no de la negación del otro, sino de la mediación entre conciencias que se reconocen mutuamente como capaces de pensamiento y elaboración. El episodio muestra pues no sólo un fracaso ético, sino un fracaso reflexivo: el rechazo del otro como sujeto destruye las condiciones mismas del conocimiento dialéctico.

La contradicción del capacitismo académico

Lo que se reveló en ese episodio no fue sólo una actitud aislada de falta de respeto o vanidad intelectual, sino la expresión de una estructura más amplia y persistente: el capacitismo en el entorno académico. Y aquí el análisis hegeliano ofrece un recurso fundamental para revelar la contradicción interna de esta práctica de exclusión, ya que muestra cómo todo gesto de dominación implica, paradójicamente, una forma de dependencia y empobrecimiento del sujeto que domina.

El colega A., al intentar imponerse como más “capaz”, como autoridad legítima en el debate, sólo podía hacerlo a través de la negación del otro, negación que se basaba en mi diferencia como marcador de inferioridad. Pero este intento de superioridad es contradictorio desde el principio: depende de reducir al otro a un estado de no reciprocidad. En otras palabras, sólo pudo afirmarse deslegitimando previamente a la persona de quien esperaba obtener reconocimiento, pero el reconocimiento obtenido mediante la anulación no es un verdadero reconocimiento. Está vacío, es unilateral y sólo se refleja en sí mismo.

Éste es un movimiento típico del maestro en la dialéctica hegeliana: quiere ser reconocido como absoluto, pero destruye la condición de posibilidad de este reconocimiento al tratar al otro como un objeto. De igual manera, el capacitismo académico busca consolidar un estándar de inteligencia, razón y competencia que se define por la exclusión de todo aquello que no se ajuste al ideal neurotípico. Las personas neurodivergentes, en este contexto, al no tener ese discurso “lógico” o lineal, son tratadas como una excepción, ruido o incluso una amenaza para la “pureza” del discurso filosófico y, por lo tanto, necesitan ser corregidas, invalidadas o simplemente silenciadas.

Pero este patrón es insostenible: se basa en la negación de la diversidad real de formas de pensar, desarrollar conceptos y producir conocimiento. Al intentar garantizar su hegemonía, el capacitismo se revela como una forma de empobrecimiento epistémico, ya que cierra el espacio académico a la pluralidad de experiencias cognitivas y existenciales que pueden enriquecer la reflexión. Al intentar purificarse, se esteriliza.

Ésta es la contradicción central: el capacitismo busca afirmar un ideal de razón plena y universal, pero lo hace excluyendo subjetividades que podrían contribuir precisamente a ampliar la comprensión de la razón como un proceso encarnado, situado y múltiple. Quiere parecer fuerte, pero revela su fragilidad al no tolerar las diferencias. Quiere parecer justo, pero se basa en criterios de validación que ignoran la historicidad y la contingencia del conocimiento.

En el episodio vivido, esta contradicción se actualizó con toda su violencia simbólica. El colega A. intentó reafirmarse como sujeto epistémico reduciéndome a un rasgo clínico, como si mi diferencia cognitiva fuera una especie de deficiencia argumentativa. Pero, como nos enseña Hegel, toda afirmación que exige la negación del otro como sujeto es inestable y tarde o temprano se derrumba. Lo que se necesita, entonces, es romper con esta lógica y afirmar un nuevo modo de coexistencia académica: un modo que reconozca la alteridad no como un obstáculo, sino como una fuente.

Cómo el esclavo intentó “matar al amo”

La ironía dialéctica que permea el episodio vivido en el grupo de estudio no termina en el intento de negar mi posición como interlocutor válido. Se intensifica cuando nos damos cuenta de que el gesto del colega, al intentar denigrarme, era también un intento de invertir posiciones: él, al negar mi lugar de enunciación y de autoridad en el contexto del grupo –posición alcanzada a través de la acumulación de estudio, del ejercicio de mediación del debate y de la producción efectiva de conocimiento (incluso en la forma de una disertación en curso)–, pretendía ocupar ese mismo lugar discursivo. En este sentido, es un movimiento que imita la lógica de un “esclavo” que intenta “matar al amo”.

Sin embargo, este intento se produce, curiosamente, a través de un gesto que no rompe con la estructura dialéctica de la dominación, sino que simplemente invierte sus polos. En lugar de buscar el reconocimiento mutuo, opta por la negación absoluta: “¡Estás equivocado!”. – como una forma de borrar la autonomía de los otros y, así, afirmar la propia.

Pero, como muestra Hegel, el reconocimiento obtenido mediante la negación no es verdadero. Es precaria porque se sostiene sobre la exclusión. Quien pretende “matar al amo” para ocupar su lugar, sin modificar la estructura de la relación, solo perpetúa la lógica de la dependencia: sigue siendo esclavo, ahora de un deseo de validación que necesita eliminar al otro para existir.

En lugar de desarrollar un argumento que me confrontara en un nivel ideal, el colega A. prefirió una negación performativa: trató de neutralizar mi pensamiento antes de que pudiera siquiera ser discutido. Esto revela algo importante: no fue sólo el contenido de mi discurso lo que le molestó, sino mi propia presencia como sujeto de pensamiento. El problema, entonces, no era filosófico sino político. No estaba en desacuerdo con lo que dije; Él rechazó que fuera yo quien lo decía.

Al actuar de ese modo, realiza un gesto de negación radical, pero que, en el fondo, revela una profunda dependencia: su impulso de superioridad se fundaba en el intento de reducirme a la condición de objeto, lo que, paradójicamente, demuestra que su propia posición necesitaba la mía como contrapunto para ser negada. Su reclamo dependía de mi exclusión, pero eso sólo pone en evidencia cuán estructuralmente ligado estaba a mí. Como el amo hegeliano, que necesita del esclavo para verse reconocido –y, al mismo tiempo, lo niega como sujeto–, el colega A. estaba prisionero de su propia contradicción.

Más aún, al querer borrarme como “señor”, no se convirtió en señor. Al contrario: reprodujo la lógica de la servidumbre, ya que se mostró incapaz de ir más allá de la negación como principio. No produjo significado, no medió conflictos, no avanzó en la construcción del conocimiento. Simplemente reprodujo un gesto de exclusión ya bien conocido por las personas neurodivergentes en la vida académica. Y, en ese gesto, se reveló como alguien que aún no había alcanzado la autonomía de pensamiento, que aún no había pasado por el trabajo necesario para convertirse verdaderamente en sujeto.

El episodio lo deja claro: lo que se intentó borrar no fue sólo un argumento, sino toda una subjetividad: una trayectoria, un cuerpo, una experiencia de pensamiento. Pero también demuestra que, al intentar “matar al caballero”, el colega A. no obtuvo su libertad. Simplemente reiteró el ciclo de servidumbre.

La ironía dialéctica que impregnó el episodio en el grupo de estudio no terminó con el intento de deslegitimarme como líder de la discusión. La situación se torna más intensa cuando la leemos a la luz del análisis de Jean Hyppolite sobre la dialéctica del amo y el esclavo. Para Jean Hyppolite (2003, p. 395), lo que está en juego en esta relación no es sólo una oposición entre dos individuos, sino el proceso histórico y formativo de la subjetividad. La lucha de vida o muerte entre conciencias es, de hecho, una “batalla por la constitución del sujeto”, y este sujeto sólo emerge en el cruce de la negatividad, no como un dato, sino como una producción histórica y existencial.

En el contexto vivido, el colega A. me interrogó agresivamente con la afirmación “¡Usted está equivocado!”. – buscó simbólicamente ocupar el lugar de dueño del discurso. Al intentar rebajar mi posición, no sólo estaba rechazando un argumento; Se rebeló contra la legitimidad de mi propia subjetividad como productor de conocimiento. Y aquí se hace evidente el paralelismo con Hegel, a través de Jean Hyppolite: el sujeto que busca afirmarse anulando al otro, en lugar de reconocerlo como igual, actúa todavía dentro de la lógica del “esclavo”, aquel que no es capaz de sostener la negatividad y por lo tanto intenta eliminarla.

Como analiza Jean Hyppolite (2003, p. 298), cuando el amo cree dominar al otro, pero se convierte en esclavo de su propio individualismo, es decir, ignora el trabajo que transforma el mundo en socialidad y forma verdaderamente la autoconciencia. Permaneces abstracto, vacío de mediación; El esclavo, frente a lo negativo –miedo, obediencia, trabajo–, se produce como sujeto real. En el episodio, al evitar la mediación argumentativa, al no elaborar una crítica conceptual y recurrir a la exclusión simbólica, el colega A. se mostró prisionero de la abstracción del maestro –o más bien, del intento de parecer maestro sin haber pasado por el proceso de formación de la conciencia.

Su intención era eliminar la diferencia –mi diferencia– como obstáculo. Pero, como enseña Jean Hyppolite (2003, pp. 307-308), la verdadera individuación no reside ni en la pura sumisión ni en la rebelión inconsecuente, sino en una síntesis que supere la oposición entre el sujeto y el mundo. Por lo tanto, la diferencia no es un ruido en el proceso dialéctico, es su propio motor. Toda subjetividad sólo se constituye en la relación con la alteridad.

Al intentar suprimir esta alteridad, el colega A. no la anuló, sino que simplemente bloqueó su propia formación como sujeto pensante. Su acción no fue un gesto de fuerza, sino una demostración de dependencia estructural: necesitaba reducirme a la condición de objeto para aparecer como sujeto y, con ello, redirigió la escena hacia la lógica del reconocimiento asimétrico, donde no hay verdad del espíritu, solo puesta en escena del poder.

Em Génesis y estructura de la Fenomenología del espíritu de HegelJean Hyppolite insiste en que el movimiento del espíritu nunca es de pura anulación, sino de superación (abrogación) – una síntesis que preserva la diferencia al tiempo que la eleva. En la práctica académica, esto se traduce en el reconocimiento del otro como portador de una experiencia única que necesita ser escuchada e incorporada a la construcción colectiva del conocimiento. Cuando esto se rechaza, cuando la negatividad del otro se lee como una amenaza y no como una posibilidad, se impide al espíritu realizarse.

El intento de borrarme, por tanto, no fue sólo simbólico: fue epistemológico. Fue un intento de interrumpir un movimiento de pensamiento que no encajaba en el modelo normativo del conocimiento. Pero, como nos ayuda a ver la lectura de Jean Hyppolite, este intento fracasa porque sólo hay conocimiento verdadero cuando hay una confrontación con la alteridad. El colega A. que intentó “matarte” no se convirtió en tu amo. Permaneció prisionera de un deseo de afirmación que depende de la exclusión y, por lo tanto, quedó fuera del campo del reconocimiento mutuo, donde el conocimiento se forma efectivamente.

La objetivación en el espacio académico

El episodio vivido, aunque aparentemente puntual, revela una lógica de funcionamiento más amplia y profundamente arraigada en el espacio académico: la de la objetivación estructural de sujetos que se desvían del ideal normativo del conocimiento. Cuando el colega A. intentó reducir mi presencia intelectual a mi neurodivergencia, no sólo llevó a cabo un ataque personal sino que reiteró un dispositivo de exclusión epistemológica que ha marcado el funcionamiento de las instituciones de conocimiento durante siglos. Este dispositivo se llama “capacitismo”.

El capacitismo no es sólo una forma de prejuicio individual contra las personas con discapacidades o neurodiversidad. Se trata, ante todo, de un sistema de valores que define a quién se reconoce como legítimo portador de la razón, como sujeto de enunciación, y a quién hay que “tolerar”, “reeducar” o silenciar.

Se trata de una racionalidad excluyente que vincula la capacidad cognitiva a un ideal de neutralidad, objetividad y rendimiento intelectual que excluye formas de pensamiento marcadas por la diferencia, ya sea sensorial, afectiva, expresiva o conductual.

Al intentar invalidarme basándose en mi neurodivergencia, el colega A. actuó como un operador de esta lógica: en lugar de comprometerse con el argumento propuesto, intentó descalificarme como sujeto pensante. No es sólo un desacuerdo; es una negación de la legitimidad de mi voz. Y, como demuestra Axel Honneth, siguiendo a Hegel, la falta de reconocimiento no es un defecto superficial de la coexistencia social: es una violencia ontológica. El sujeto que no es reconocido, de hecho, se ve impedido de constituirse plenamente como tal. Lo que está en juego es el acceso a la dignidad misma.

Axel Honneth (2003, p. 30) observa que la lucha por el reconocimiento es una lucha por la visibilidad, por la validación de la identidad, por la pertenencia a espacios de producción de sentido. Cuando se niega el reconocimiento –especialmente en espacios como la universidad– se produce una forma de invisibilización activa. El sujeto no es simplemente ignorado: es leído sistemáticamente como ruido, como una excepción, como un fracaso en relación a un supuesto estándar. Esta lectura es una especie de “cosificación”, término que Axel Honneth recupera de la tradición crítica: transformar a alguien en una cosa, una función, un marcador clínico –y no un sujeto–.

La academia, marcada por un ideal ilustrado de racionalidad abstracta y autoconsistente, se ha resistido históricamente al reconocimiento de la diversidad cognitiva como una forma legítima de conocimiento. El capacitismo se esconde detrás de demandas aparentemente neutrales –claridad, objetividad, linealidad– que no reconocen que el pensamiento puede ocurrir a otros ritmos, por otros caminos, con otra expresividad. La idea misma de “dirigir bien un grupo de estudio”, por ejemplo, suele estar asociada a un desempeño comunicativo muy específico, que excluye modos de articulación más sensibles, no lineales o intensamente afectivos.

Así, el gesto del colega A. no era más que la expresión de una norma tácita: la de que existe un modelo “correcto” de intelectualidad y que quienes se desvían de ese modelo deben ser corregidos o eliminados del lugar de la palabra. Esto, además de ser injusto, es epistémicamente empobrecedor. La universidad, al cerrarse a la diferencia, se vuelve menos capaz de pensar. Más aún: al negar el reconocimiento, impide que el conocimiento sea un espacio verdaderamente común.

La objetivación que sufrí en ese momento es por tanto un síntoma. Y, como todo síntoma, apunta a una patología más profunda: la dificultad de la academia para lidiar con una alteridad que no puede integrarse fácilmente sin deconstruir sus propios parámetros de validación.

Como el esclavo de la dialéctica hegeliana que sólo se reconoce cuando trabaja en el mundo y, en ese proceso, se transforma, las personas neurodivergentes no son “obstáculos” para el pensamiento. Son tus motores ocultos. Aquellos que, precisamente por vivir al margen de los formatos hegemónicos, aportan nuevas preguntas, ritmos propios, caminos alternativos al conocimiento.

Superar el ciclo de amo y esclavo

La dialéctica del amo y el esclavo, aplicada a la realidad académica, se revela como algo más que una estructura de dominación entre sujetos; Expone la lucha por el reconocimiento dentro de un sistema que a menudo permanece prisionero de sus propios patrones de exclusión. El episodio vivido en el grupo de estudio no es un caso aislado, sino un reflejo de la dificultad estructural de la academia para integrar las diferencias cognitivas como formas legítimas de pensamiento.

La verdadera superación de esta dinámica no radica en reafirmar la superioridad de uno sobre el otro, sino en crear un espacio de reconocimiento mutuo. Como nos enseña la dialéctica de Hegel, la verdadera emancipación sólo se produce cuando el sujeto se reconoce en la alteridad del otro, y viceversa. Es a partir de este reconocimiento, y no de la subordinación, que el espíritu se realiza.

En lugar de reducir la diferencia a un obstáculo a superar, el mundo académico necesita aprender a aceptar la diversidad como un potencial para enriquecer el debate. Para quienes, como yo, llevamos la marca de la neurodivergencia, el conocimiento no es un territorio a conquistar corrigiendo fallas. Por el contrario, somos sujetos de pensamiento que, a través de nuestras distintas experiencias, aportamos valiosos aportes al campo intelectual.

Así, en lugar de perpetuar la lógica de la exclusión y la objetivación, necesitamos avanzar hacia una academia donde se celebre la diversidad y donde todos los cuerpos y mentes puedan encontrar el lugar que les corresponde en el proceso de producción de conocimiento.

La verdadera libertad académica llegará cuando abandonemos la idea de un sujeto universal, homogéneo y racional, en favor de una multiplicidad de voces y perspectivas que, juntas, construyan un conocimiento más profundo y más humano.

*Braulio Marqués Rodrigues Es doctor en Filosofía del Derecho por la Universidad Federal de Pará (UFPA)..

Referencias


HEGEL, G. Fenomenología del Espíritu. Petrópolis, RJ: Voces; Cambridge, MA: Cambridge University Press, 2014.

HYPPOLITE, J. Génesis y estructura de la Fenomenología del espíritu de Hegel. Nueva York: Routledge, 2003.

HONETH, A. La lucha por el reconocimiento: la gramática moral de los conflictos sociales🇧🇷 São Paulo: Ed. 34, 2003.


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