Preguntas sobre la orden militar

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por GUILHERME RODRIGUES*

El golpe de Estado aparece ante las fuerzas militares como una más de sus atribuciones, dada una supuesta situación de “desorden” permanente en la que se encuentra la sociedad brasileña.

Hay una afirmación muy precisa de Heráclito Sobra Pinto respecto a los militares brasileños en la que el jurista dice: “Habiendo proclamado la República, [los militares] se consideraron dueños de la República, y nunca aceptaron no ser dueños de la República”. La colocación, popularizada hoy por el podcast Miedo y asco en Brasilia, no podría ser más preciso respecto del supuesto papel que las Fuerzas Armadas se han atribuido desde el golpe de Estado que inauguró la República en 1889.

Sin embargo, este fue sólo el primero de muchos intentos de golpe de Estado, algunos de los cuales, de hecho, tuvieron éxito; después de todo, tal práctica parece ser la modus operandi que tal facción armada de la política brasileña utilizó durante los últimos 150 años – resulta ridículo seguir esta historia en los libros y tesis que discutieron sobre los militares en Brasil. Esto, sin embargo, no resulta tan cómico si recordamos el indescriptible nivel de violencia que se ejercía en tales actividades, además, por supuesto, de la práctica militar cotidiana que es, en definitiva, violenta.

Cuando se trata, por tanto, de los militares en Brasil, sería bueno reiterar en todo momento este hecho, es decir, que su tutela en el Estado siempre se ha realizado con mucha coerción, en todos los niveles imaginables. Y, tan alineado con la historia de la República, también sería caso de recordar cómo su pensamiento está orgánicamente alineado con una cierta vena positivista, que se hizo famosa entre los intelectuales brasileños en la segunda mitad del siglo XIX –no en vano el lema está inscrito en la bandera de la República: “orden y progreso”.

Esta tradición veía muy negativamente cualquier huella que pudiera asociarse con el pasado del país, en una búsqueda incesante por borrar y olvidar los rasgos profundamente arraigados de los tiempos coloniales, aunque es bien sabido que dichas huellas no sólo persisten hasta nuestros días, sino que, de hecho, forman la profundidad y la superficie del tejido social. Los esfuerzos modernizadores de los positivistas llevaron a la famosa demolición de la ciudad de Río de Janeiro a principios del siglo pasado, destruyendo lugares como el primer colegio jesuita de Manoel da Nóbrega (que estaba situado en el hoy extinto cerro del Castelo) y la casa de Machado de Assis en la antigua calle Cosme Velho.

Pero eso no es todo: las políticas de blanqueamiento, junto con las leyes de vagancia, estaban todas atadas a ese imaginario positivista de la modernización, que llevaba el “orden” militar contra tradiciones entendidas como salvajes, primitivas, bárbaras –que, en verdad, estaban fundamentalmente asociadas a los modos de vida de las capas más vulnerables de la población, como los antiguos esclavos y los indígenas.[i]

El uso de la fuerza brutal para coaccionar a las masas está vinculado al discurso eugenésico, a las estructuras ideológicas de este positivismo; y la institución de las fuerzas armadas, completamente inmersa en esta formación, no sólo se adhiere al pensamiento sino que también da materialidad al orden necesario para su realización, es decir, la eliminación mediante la desaparición, el asesinato, la tortura, el exilio y la ocultación de personas y tradiciones enteras. El golpe de Estado aparece ante las fuerzas militares como una más de sus atribuciones, dada una supuesta situación de “desorden” permanente en que se encuentra la sociedad brasileña, debido a la presencia ostentosa de grupos que manchan una supuesta unidad nacional que nunca existió; El aparato militar utiliza, entonces, su fuerza armada para imponernos un orden en nombre del progreso que avanza sobre personas, historias, casas y ciudades enteras.

De los innumerables ejemplos que se pueden citar, quisiera recordar aquí el caso de Canudos, por la fuerza pedagógica que tiene la destrucción del campamento de Bahía en 1897 para ilustrar tal atribución de los militares; y, curiosamente, es un hombre de formación positivista, en un libro con una estructura y una argumentación positivistas que propondrá una crítica profunda no sólo a los militares en plena Primera República, en el calor del momento, sino a la propia idea de progreso, civilización y modernidad de la que bebe su propia obra – Euclides da Cunha.

Esto no quiere decir que el argumento, la estructura y el vocabulario delos sertones No seas positivista; y que todo esto se basa en el principio de que los habitantes del interior serían personas “destinadas a desaparecer pronto ante las crecientes exigencias de la civilización”[ii], pero es notable ver cómo hay una tensión de estos mismos conceptos internamente dentro de la obra, lo que dialécticamente la convierte en un texto de la mejor naturaleza –después de todo, en muchos momentos esta misma civilización aparece ironizada y conteniendo su propio negativo, la barbarie.

En este sentido, la obra relata la destrucción del campo con una ironía muy refinada, que a menudo escapa al lector desprevenido. Desde el principio se puede percibir algo así: “Cuando se hizo urgente pacificar el sertón de Canudos, el gobierno de Bahía luchaba con otras insurrecciones”.[iii] Recordemos que ninguno de los avances de la civilización en el sertón fue pacífico, algo que ya se había señalado en el libro en otras ocasiones. Tales afirmaciones pueden sorprender al lector, ya que dicha ironía está desprovista de la famosa humor por la que Machado de Assis y Drummond serían conocidos: todo lo que queda en Cunha es la brutalidad del descubrimiento de la violencia de la pacificación del sertón de Canudos.

La obra desmontará, como es sabido, cómo el argumento del gobierno de la República contra Canudos –que luchaba contra una insurrección monárquica– era falso. El capítulo que narra la cuarta expedición a Canudos en la tercera parte del libro desenreda en su inicio cómo los hombres de la capital construyeron tan falso argumento, reforzado por los grandes periódicos de la época, como La Gaceta de Noticias e El Estado de S. Pablo, recordándonos cómo el discurso periodístico dominante funciona a favor del aparato de represión y violencia, utilizando invenciones absurdas al gusto de lo que ahora se llama “noticias falsas" en grupos de WhatsApp; en palabras del libro: “La misma melodía en todo. En todo está la obsesión del espantapájaros monárquico, transformándose en legión, en una cohorte misteriosa que marcha silenciosa entre las sombras, media docena de rezagados, idealistas y testarudos.[iv]

Ante la derrota del militar Moreira César, la cuarta expedición se organizó en torno a un discurso que buscaba la falsa afirmación de una revuelta monárquica, apuntando también a una supuesta inferioridad infrahumana de los sertanejos. Sin embargo, lo que llama la atención del autor es otro hecho: “La Rua do Ouvidor merecía un desvío por las caatingas. La llegada del interior del país entró con fuerza en la civilización. Y la guerra de Canudos fue, por así decirlo, meramente sintomática. El mal fue mayor. No se había confinado en un rincón de Bahía. Se había extendido. Se abrió paso en las capitales costeras. El hombre del interior, curtido y rudo, tenía compañeros quizá más peligrosos”.[V]

El escritor se da cuenta de cómo lo que hoy se considera salvajismo se encuentra dentro de lo que se llama civilización. La condición de la ciudad civilizada no es, en verdad, muy diferente de la del interior de Canudos; y, al final, Euclides da Cunha llega incluso a argumentar una racionalidad propia en las resistencias del sertón, que resulta incluso obvia: “Estas, al menos, eran lógicas. Aislado en el espacio y en el tiempo, el yagunzo, anacronismo étnico, sólo pudo hacer lo que hizo: golpear, golpear terriblemente a la nacionalidad que, después de rechazarlo durante cerca de tres siglos, quiso llevarlo a los deslumbramientos de nuestra época dentro de un cuadrado de bayonetas, mostrándole el brillo de la civilización a través del destello de las descargas.[VI]

Éste es, finalmente, el rostro de la civilización: una fuerza armada devastadora que destruyó Canudos, que asesinó brutalmente a sus habitantes; algo que comienza con una disputa sobre formas de vida; del lenguaje, el deseo y el trabajo. En ese sentido, los patriotas decidieron actuar y, en palabras de Cunha, “eso era la acción: unir batallones”.[Vii]

El ejército brasileño, por tanto, lidera la masacre criminal de Canudos (que es exactamente lo que el libro la llama: un crimen), utilizando los subterfugios más brutales para matar y destruir el campamento. Considerándose dueños de la República, los militares, buscando pruebas del fin de la insurrección y del desorden, al final de la campaña, exhumaron el cadáver de Antônio Conselheiro y tomaron la famosa foto que hoy conocemos del profeta; pero, no satisfechos, le cortaron la cabeza, para seguirla llevando en un desfile en una fiesta en Río de Janeiro.

Al final de su relato, la obra presenta un tono de inquietud frente a la violencia que representó la expedición militar en nombre de la civilización, el orden y el progreso. El avance de la civilización se presentó como un asalto armado contra una población cuya historia era ya de por sí de exilio, abandono y violencia. La acción militar debía, en cierto modo, destruir los tintes de esta mancha, la marca de su propio pasado violento; y lo que llama la atención de Cunha es cómo tal campaña fue realizada por “hijos de la misma tierra”, diferentes de los sertanejos porque actúan como “mercenarios inconscientes” que viven en la capital bajo la ideología del progreso europeo.

Ante un ejemplo tan elocuente, conviene recordar que los militares nunca fueron considerados responsables de sus sucesivos actos de violencia contra su propia población. Parafraseando a Julio Strassera en su discurso final en el juicio que condenó a los líderes militares argentinos de la última dictadura, nuestra oportunidad es ahora. No se trata, sin embargo, de condenar únicamente a los generales de cuatro estrellas, sino de obligar a esta institución a refundarse: suprimiendo todo su mando, sus escuelas, sus tribunales, sus pensiones especiales, recordándoles su condición de servidores públicos que deben ser tratados con el mismo estatus que todos los demás; obligados a estudiar con nosotros y recibir formación en una escuela como cualquier otra.

Más aún, deberían ser, como en Argentina, juzgados por la justicia común –no estamos en guerra para que haya un tribunal militar-. Sólo entonces será posible decir que hay algo de justicia, memoria y duelo por todos aquellos que murieron a causa de la orden irrazonable de las bayonetas.

* Guilherme Rodrigues Doctor en Teoría de la Literatura por la IEL de la Unicamp.

Notas


[i] En este sentido, vale la pena revisar el trabajo reciente de Guilherme Prado Roitberg, quien investiga la eugenesia en Brasil desde el siglo XIX, su aplicación en el aparato modernizador del Estado y su funcionamiento en la sociedad brasileña, principalmente entre las décadas de 1920 y 1930.

[ii] CUNHA, Euclides da. Las tierras del interior: (Campaña de Canudos). 4ª ed. Nueva York: Routledge, 2009, pág. 65.

[iii] CUNHA, ibíd. pag. 331.

[iv] CUNHA, ibíd. páginas. 499-500.

[V] CUNHA, ibíd. pag. 501.

[VI] CUNHA, ibíd. pag. 502.

[Vii] CUNHA, ibíd. pag. 503.


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