¿Quién le teme a Virginia Woolf?

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La reacción bolsonariana ha amenazado no solo los intereses nacionales, sino también el régimen político constitucional y las propias asociaciones obreras.

“Pensé en lo incómodo que es estar encerrado; y pensé cuánto peor es, tal vez, estar encerrado dentro.”
(Adeline Virginia Woolf)

La película ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, cuyo magistral reparto está formado por Elizabeth Taylor, Richard Burton, George Segal y Sandy Dennis, bajo la firme dirección de Mike Nichols, el magnífico guión de Ernest Lehman –basado en la obra homónima de Edward Albee–, la melancólica partitura de Alex North y La fotografía sombría de Haskell Wexler presenta un drama amargo, ácido y hiriente en la relación entre personajes destructivos, llevando al público indefenso a un desenlace inquietante. Si se revisa ahora, en vísperas de las elecciones municipales, se puede decir que parece, avant la lettre, una psicoalegoría del impasse político que vive actualmente el destrozado campo democrático del país.

Las elecciones municipales se llevarán a cabo en sólo dos meses, más unos pocos días. La próxima semana se registrarán candidatos a gobiernos locales y ayuntamientos en 5.570 municipios. Ya se aclararon las posturas y discursos de los partidos de izquierda con registro notarial. Todos, “así o asá”, reconocen la grave situación y los riesgos que vive la Nación. Al ser cuestionados, reconocen -incluso sin rigor teórico, análisis consistentes o nociones adecuadas- que la reacción bolsonariana ha amenazado no solo los intereses nacionales y progresistas, en general, sino también el régimen político constitucional y las propias asociaciones obreras.

Sin embargo, muy extrañamente, con algunas honrosas e importantes excepciones, se muestran reacios no sólo a aceptar los entendimientos esenciales para la victoria frente a los candidatos vinculados a la extrema derecha, sino a ni siquiera revelar sus diferencias para formar lo que dicen es una “izquierda”. frente” y que, de hecho, no es más que una coalición de “izquierda” en el espectro social. Hay dos preguntas. ¿Por qué tal fragmentación se ha ido imponiendo como un hecho “natural”? ¿Qué provoca tal desencuentro, además de miserias y mezquindades como escenas de sectarismo, intransigencia, arribismo y hasta resentimiento? Las respuestas necesitan mirar y ver la sociedad política en su totalidad.

El mayor enemigo del frente amplio es, sin duda, externo a los sectores de oposición presentes en la sociedad civil y en la sociedad política: es la agrupación bolsonarista, extensivamente al Palacio del Planalto, a las hordas reaccionarias y al capital monopolista-financiero que , respectivamente, , comando, núcleos y representan. Comprendió y sabe muy bien que la unión democrática lo aislaría en el Gobierno Central, haría inviables sus acuerdos con los partidos fisiológico-burgueses, pondría al acusación, pondría en peligro sus intenciones ultraliberales, fortalecería a los sectores que no se alinearon en las elecciones de octubre-noviembre y amenazaría el proyecto de continuidad para 2022.

Es por eso que la táctica situacionista, especialmente recientemente, integra los esfuerzos de atraer al geográficamente llamado “centrão”, de entenderse con las facciones liberales-empresariales en proyectos privatistas o antiobreros y –constante de comportamiento en la cruzada contrarrevolucionaria– apuntar el ataque a las corrientes reticentes, denominándolas indistintamente como comunistas y dirigiendo el fuego sobre los vectores divergentes que, a su juicio, tienen mayor fuerza y ​​capacidad para resistir sus propósitos. Fueron tales propósitos parciales los que permitieron una cierta flexión “desde arriba” hacia el Realpolitik, tras la parálisis momentánea de la ofensiva autogopista contra el Congreso Nacional y el STF.

Mientras tanto, el amplio encuentro para frenar el protofascismo y acabar con el Gobierno de Bolsonaro con sus políticas, aun despertando la enorme simpatía de la militancia y electores demócratas, progresistas y antiimperialistas, suscita desdén, desidia o resistencias de diversos sectores en la izquierda, precisamente quienes deberían estar entre los más sensibles y más interesados ​​en consolidarla, incluso para preservar su propia supervivencia institucional, por no decir física. Basta recordar lo ocurrido en el país entre 1964 y 1988, especialmente en la fase conocida como Terrorismo de Estado, cuyo apogeo se dio entre 1969 y 1976, con la legión de asesinados y torturados.

En el fondo, los partidos que, en la tradición de la Segunda Internacional, carecen de ideología revolucionaria, abdican de la meta humanizadora y se componen de masas dispersas en lugar de militantes orgánicos, tienden a sustituir la táctica por gestos que “mantienen” o amplían sus intereses. nichos de adherentes o votantes, ya sea por la razón arribista, o por la noble, pero ilusoria, intención de hacer un gobierno homogéneo y, por tanto, “capaz” de asumir el “poder” por sufragio para promover transformaciones. En la variante changeista, sueñan con superar, a través del "modelo" de alianza, el "presidencialismo de coalición" que, según su imaginación, sería el villano del posibilismo y la parálisis en los gobiernos "socialistas" o similares.

Como aquel “prusiano” mencionado en las “glosas críticas” de Marx en 1844, quieren hacer reformas sociales con alma electoral. Por eso necesitan imperativos morales, prejuicios y criterios de coalición presentes en el sentido común interno –y digeribles por su público–, blancos de polémicas hostiles a opciones mediatizadas que traducen objetivos parciales en la lucha de clases. Cada problema corresponde a los dilemas que animarán la guerra civil permanente, confluyendo siempre en composiciones caseras, no pocas veces a través de avances incompatibles con el frente único político, en tanto bloquean concesiones, alimentan desencuentros y generan pizarras “puras” o sólo con más de las mismo.

Los argumentos empiristas abundan, en profusión: condiciones locales, incompatibilidades programáticas, consignas supuestamente radicales, posiciones en el pasado, idiosincrasias mal explicadas, el narcisismo de dar la cara, la leyenda para elegir parlamentarios, la cláusula barrera, etc. Pero todas se reducen a la dura verdad: el criterio es internalista, soberano frente a los intereses nacionales y populares, que se sumergen en las frías aguas del empirismo. Así mueren mezquinamente el sujeto protagonista y la táctica transformadora, que sólo reviven por capricho de la coyuntura o por alguna imposición histórico-social, no siempre cuando es indispensable.

Como subproductos necesarios de las gelatinas tradicionales de los partidos, amalgamados con fenómenos que surgen espontáneamente en la lucha de clases, se multiplican las fracciones internas o, a menudo, externas, en forma de grupos con sus propias plataformas e intereses, cada uno actuando por sí mismo. Cuanto más orgánicamente frágiles o ideológicamente diluidos, más consideran de vida o muerte inscribir “frases revolucionarias” en las entidades representativas y en el discurso electoral, al carecer de espacios para impulsar, con autonomía, su línea estratégica, cuando tienen él. En este ambiente, el vicio del círculo se convierte en virtud: frentes, no; si hay que conceder alguna, ¡que sea “desde la izquierda”!

O corriente principal marxista en cuanto a su doctrina y organización, que va desde la Liga de los Comunistas, cuyo estatuto elaboró ​​Marx, a través de la experiencia bolchevique, hasta nuestros días, difiere de las normas anarquistas, individualistas y aislacionistas, en su concepción y práctica, ya que puede asumir como corolario flexibilidad táctica siempre que sea necesario, como ciertamente lo es hoy. No necesita relámpagos y truenos, ya que tiene el programa máximo y, en el caso de Brasil, un programa mínimo basado en los ejes democrático, antiimperialista, antimonopolio y antilatifundista, cuyo centro es la implementación de la República Democrática Popular, un régimen político indispensable para el socialismo como transición.

El sistema de comunicación de un partido revolucionario debe siempre defenderlos y propagandizarlos, con independencia y claridad. No necesita ni debe proponerlos, como paralelepípedos, a entidades representativas de masas y plataformas electorales, en todo momento, como si fueran dogmas. Ve las tácticas y la estrategia como dominios interconectados pero distintos. Nunca los mezcla a la fuerza, ni necesita comportarse como si cada choque coyuntural fuera el techo inexorable de un tiempo histórico. Tiene la obligación y la libertad de formular -y aplicar- sus objetivos parciales y las orientaciones más adecuadas, con miras al fortalecimiento de las luchas populares, incluida la acumulación de fuerzas.

Por cierto, la diferencia entre reacción política y situación revolucionaria conforma la beabá del movimiento comunista, fijada teóricamente por Lenin en La quiebra de la Segunda Internacional. Subestimarlo es una de las recetas más efectivas, ya sea para perder oportunidades o para sufrir graves derrotas y contratiempos. Aquí viene la imperfección de la metáfora. AlbeanEl lobo – lobo – evocado en Woolf, por sutil juego de palabras, basta para expresar ferocidad en el sufrimiento íntimo de personajes de Hollywood, pero incapaz de medir la tragedia que amenaza al pueblo brasileño y que ahora exige, para referirse a los milicianos, la imagen de manada. Por mucho que requiera una mediación táctica, el momento exige responsabilidad.

*Ronaldo Rocha es ensayista, sociólogo y autor de Anatomía de un credo (capital financiero y progresismo productivo).

 

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