Que Henry Kissinger no descanse en paz

Imagen: Julissa Helmuth
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por ARIEL DORFMAN*

Siempre soñé que llegaría el día en que Henry Kissinger tendría que comparecer ante un tribunal y responder por sus crímenes contra la humanidad.

Es extrañamente apropiado que Henry Kissinger muriera en el año en que se cumplió el cincuentenario del golpe militar de 1973 que derrocó al presidente Salvador Allende y puso fin al fascinante intento de Chile de crear, por primera vez en la historia, una sociedad socialista sin recurrir a la violencia. Como asesor de seguridad nacional de Richard Nixon, Kissinger se opuso ferozmente a Salvador Allende y desestabilizó su gobierno democráticamente elegido por todos los medios posibles porque creía que si nuestra revolución pacífica tenía éxito, la hegemonía estadounidense quedaría socavada. Temía, según él, que el ejemplo se extendiera y afectara el equilibrio de poder mundial.

Henry Kissinger no sólo alentó activamente el derrocamiento violento de un líder extranjero elegido por una nación soberana y un pueblo libre, sino que también apoyó posteriormente el régimen asesino del general Augusto Pinochet, respaldo que no tuvo en cuenta la violación masiva de los derechos humanos de a sus ciudadanos por la dictadura, cuya manifestación más brutal fue la práctica cruel y aterradora de “desaparecer” opositores.

Son esos “desaparecidos” en quienes pienso ahora, mientras Henry Kissinger es festejado por la desvergonzada élite bipartidista de Washington. Cincuenta años después del golpe de Estado en Chile, todavía no sabemos el paradero final de 1.162 hombres y mujeres, y sus cuerpos aún no han sido enterrados por sus familiares. El contraste es revelador y significativo: si bien Henry Kissinger tendrá un funeral memorable y probablemente majestuoso, muchas víctimas de su “realpolitik“Aún no hemos encontrado un pequeño lugar en la tierra donde puedan ser enterrados.

Si mis primeros pensamientos, al escuchar la noticia de la partida de Henry Kissinger del planeta que saqueó y deshonró, estuvieron llenos de los recuerdos de mis compatriotas chilenos desaparecidos –varios de ellos, queridos amigos–, pronto me vino a la mente un torrente de otras víctimas. : innumerables muertos, heridos y desaparecidos, en Vietnam y Camboya, en Timor Oriental y Chipre, en Uruguay y Argentina. Y también recordé a los kurdos que traicionó Henry Kissinger, y al régimen de segregación racial en Sudáfrica, que reforzó, y de los muertos de Bangladesh, que menospreció.

Siempre soñé que llegaría el día en que Henry Kissinger tendría que comparecer ante un tribunal y responder por sus crímenes contra la humanidad.

Casi sucedió. En mayo de 2001, mientras se hospedaba en el Hotel Ritz de París, Henry Kissinger fue citado a comparecer ante el juez francés Roger Le Loire para responder preguntas sobre cinco ciudadanos franceses que “desaparecieron” durante la dictadura de Augusto Pinochet. Sin embargo, en lugar de aprovechar la oportunidad para limpiar su nombre y reputación, Henry Kissinger huyó inmediatamente de Francia.

París no fue la única ciudad de la que huyó en 2001. También escapó de Londres cuando Baltasar Garzón pidió a Interpol que arrestara al exsecretario de Estado de Estados Unidos para que pudiera testificar en el juicio a Pinochet (bajo arresto domiciliario en esta ciudad). Henry Kissinger tampoco se dignó responder al juez argentino Rodolfo Canicoba Corral sobre su participación en la infame “Operación Cóndor”, ni al juez chileno Juan Guzmán sobre el conocimiento que este “viejo estadista” pudo haber tenido del asesinato del El ciudadano americano Charles Horman por los esbirros de Pinochet en los días inmediatamente posteriores al golpe (caso que inspiró la película de Costa Gavras, “Desaparecido").

Y, sin embargo, seguí albergando este sueño imposible: Henry Kissinger en el banquillo, Kissinger siendo considerado responsable de tanto sufrimiento. Un sueño que inevitablemente se desvanecerá con su muerte.

Razón de más para que este juicio se lleve a cabo en el tribunal de la opinión pública, dentro de estas palabras llenas de dolor que escribo ahora mismo. Los desaparecidos de Chile, los muertos olvidados de todas las naciones que Henry Kissinger arrasó con sus estrategias despiadadas, claman por justicia o, al menos, por esa pretensión de justicia que se llama memoria.

Entonces, a pesar de cómo se supone que debemos reaccionar cuando alguien muere, no quiero que Henry Kissinger descanse en paz. Espero, por el contrario, que los fantasmas de aquellas multitudes a las que dañó irreparablemente perturben su funeral y atormenten su futuro. Que esta perturbación espectral se produzca depende, por supuesto, de nosotros, los vivos, depende de la voluntad de la humanidad de escuchar las voces remotas y silenciadas de las víctimas de Henry Kissinger en medio del estruendo y el diluvio de elogios y elogios, depende de que nunca lo olvidemos.

*Ariel Dorfman es escritor, profesor de literatura en la Universidad de Duke (EE.UU.). Autor, entre otros libros de El largo adiós a Pinochet (Compañía de Letras).

Traducción: Fernando Lima das Neves.

Publicado originalmente en el diario Pagina 12 [https://www.pagina12.com.ar/691335-que-no-descanse-en-paz].

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