por LUIS FELIPE MIGUEL*
Bruno Covas, desaparecido tempranamente, representó la esperanza, aunque tenue, del reencuentro del PSDB con sus orígenes.
El proceso de deconstrucción del orden constitucional brasileño tuvo como blanco privilegiado a la izquierda y, en particular, al Partido de los Trabajadores. El PT perdió la presidencia de la República en 2016, con el golpe de Estado que depuso a Dilma Rousseff, y se le impidió volver a ella en 2018, con el veto a la candidatura de Luiz Inácio Lula da Silva. Jueces, fiscales, policías, medios de comunicación y, cuando fue necesario, jefes militares se sumaron a la confabulación conocida como Operación Lava Jato, con el objetivo de criminalizar al PT. Fueron años de intensa persecución, sin tregua.
Sin embargo, el PT llegó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2018. Perdió escaños, pero siguió eligiendo al grupo mayoritario en la Cámara de Diputados. En las elecciones municipales de 2020 mostró cierta recuperación respecto a cuatro años antes. Y, lo más importante de todo, a pesar del esfuerzo por construir un escenario en el que las alternativas políticas relevantes serían solo Bolsonaro y la oposición de derecha, la izquierda –en particular, nuevamente, el PT– logró imponerse como un actor político ineludible. interlocutor. Para la carrera del próximo año, Lula, con sus derechos políticos restaurados, es el favorito indiscutible. En resumen: el PT sobrevivió.
El diagnóstico es más complicado en el caso de la PSDB. Durante 20 años, parecía que el PT y el PSDB vertebrarían el sistema de partidos brasileño, que permanecería fragmentado, disperso regionalmente y hasta gelatinoso, como no se cansa de repetir la literatura de Ciencias Políticas, pero tendría dos polos, uno de centro-izquierda y el otro en el centro-derecha, organizando disputas nacionales. Pero el PSDB terminó sumido en el proceso de debilitamiento institucional que ayudó a desencadenar, y hoy le cuesta mantenerse como un actor político de primera magnitud.
En rigor, el PSDB no nació con vocación de liderar el centroderecha. Cuando surgió, en medio del trabajo de la Asamblea Nacional Constituyente, rompió con un PMDB degradado por el ejercicio del poder. La heredera de las luchas contra la dictadura, que debía liderar la redemocratización, se había convertido en una asociación sin proyecto, que aglutinaba a todo tipo de oportunistas. El PSDB, entonces, buscó rescatar los compromisos perdidos, con una definición programática más clara y una regla ética más exigente. Su “socialdemocracia” nunca fue más que un nombre elegante. Más bien, fue un liberalismo progresista y, sobre todo, una intención civilizadora. El objetivo del nuevo partido era agrupar a los sectores más ilustrados de las élites brasileñas y acercar el país a las democracias capitalistas avanzadas.
Un partido, en fin, posicionado en el centro, pero un centro que, en las condiciones atrasadas de la política brasileña, pasaría por centroizquierda.
Sin embargo, el PT, tras llegar a la segunda vuelta de las elecciones de 1989, ocupó el espacio de la izquierda, al que quizás aspiraba el PSDB. Con Fernando Henrique Cardoso convirtiéndose, gracias al Plan Real, en el salvavidas que permitió a Lula evitar una victoria en 1994, les tocó a los tucanes liderar una amplia coalición de derecha. Establecieron, en particular, una estrecha colaboración con el PFL (hoy DEM), acrónimo que albergó inicialmente a los evacuados de la dictadura que se adhirieron a la transición negociada a la democracia. El PSDB parecía destinado a reemplazar al PMDB y convertirse en el verdadero partido de la Nueva República.
El gobierno del tucán no promovió precisamente el “choque capitalista” que Mário Covas había anunciado en un famoso discurso, sino una zambullida en el ajuste neoliberal. Se adhirió a la idea de reducir el Estado y a las prácticas thatcheristas de estrangular al movimiento sindical. Ha pasado por grandes escándalos, como la compra de votos para la enmienda reeleccionista y privatizaciones “al borde de la irresponsabilidad”, sin mayores rasguños gracias a su control sobre el Congreso y sobre los órganos de control.
El partido se llenó de simpatizantes, muchos de los cuales se fueron cuando perdió el poder. Siempre operó como una oligarquía estrictamente controlada por un puñado de líderes. Algunos caciques murieron (Franco Montoro, Mário Covas), otros fueron cooptados (Aécio Neves, Geraldo Alckmin), pero el PSDB siguió con su perfil de partido pragmático y de centro-derecha. La socialdemocracia quedó en el nombre, pero la fantasía que empezaron a proyectar los tucanes fue la de una “tercera vía” a lo Tony Blair, debidamente tropicalizada. Continuaron con el discurso de los derechos humanos, las libertades democráticas y la justicia social; utilizaron el vocabulario moderno de “participación” y “ciudadanía”, al punto que la politóloga Evelina Dagnino diagnosticó la “perversa confluencia” entre el gobierno liberal y la agenda progresista de la oposición.
El éxito de los gobiernos del PT desestabilizó al PSDB. Las políticas destinadas a pagar la deuda social se combinaron cuidadosamente con la preocupación de no asustar a los grupos privilegiados; el orden definido por la Constitución de 1988, el que los parlamentarios del partido se negaron a firmar, era el horizonte final del gobierno. En otras palabras: por una ironía de la historia, fue el PT, después de todo, el que se convirtió en el partido de la Nueva República.
Lula enfrentó las turbulencias de la mensualidad y fue bien reelegido. Terminó su segundo mandato rompiendo récords de popularidad y tuvo un sucesor casi desconocido. Las políticas sociales hicieron que el PT fuera leal a un electorado que solía estar guiado por partidos conservadores. Como la mayoría de los políticos adherentes prefirieron migrar a la base del nuevo gobierno, el PSDB vio a sus aliados asumir cada vez más el rostro de una derecha ideológica. En las elecciones de 2010 y 2014, los candidatos de Tucán asumieron discursos en los que temas abiertamente reaccionarios ganaron cada vez más centralidad: oposición al aborto legal, defensa de la rebaja de la edad de responsabilidad penal, “meritocracia”, punitivismo.
Cuando se empezó a transitar el camino del golpe, tras la derrota de Aécio Neves en 2014, ya se había revertido la situación anterior, en la que la presencia del PSDB como centroderecha civilizada servía para moderar a sus aliados más extremos. Fueron los tucanes quienes cedieron al discurso de los radicales. Creyeron que podrían beneficiarse de la marea creciente de la antipolítica y que sus aliados en ese momento -fanáticos religiosos, nostálgicos de la dictadura militar, olavistas, oscurantistas de todos los colores- aceptarían pasivamente volver a la posición de apoyo.
No podrían estar más equivocados, como demostró el fiasco de las elecciones presidenciales de 2018, en las que el partido perdió el 85% de los votos que había obtenido cuatro años antes. Y, tras decidir una bochornosa “neutralidad” como posición oficial en la segunda vuelta, marchó con fuerza junto a Bolsonaro.
La ruptura con los preceptos básicos del civismo político, la adhesión al MMA, también impactó en la vida interna del partido. Cuando el entonces gobernador Geraldo Alckmin, deseoso de ampliar su poder en el PSDB, impuso la extraña candidatura de João Doria a la alcaldía de São Paulo, estaba metiendo la zorra en el gallinero. Sin experiencia partidaria, sin experiencia política, Doria rompió el equilibrio de los caciques tucán. Su personalismo truculento ha multiplicado los resentimientos, muchos de ellos posiblemente irremediables. Su oportunismo coyuntural es incompatible con un proyecto de construcción de partido. La pérdida de valor de la marca PSDB es tan grande que hasta el mismo Alckmin, fundador del partido, exgobernador, dos veces candidato presidencial, está dispuesto a cambiar de partido.
El objetivo aparente de Doria es llegar a la presidencia de la República el próximo año. A pesar de todo el esfuerzo, la maquinaria del gobierno paulista y el indecoroso marketing de la vacunación, patina, según las últimas encuestas, en torno al 3% de las intenciones de voto. No logra unificar ni siquiera al propio partido, y mucho menos al centro-derecha. Muchos tucanes de plumaje alto luchan por encontrar un nombre alternativo, cualquiera que sea. Hay quienes, como la senadora Izalci Lucas (DF), no ocultan su predilección por Bolsonaro; el expresidente Fernando Henrique Cardoso, tomado por un arrepentimiento tardío, insinúa votar por Lula. El presidente de la DEM declaró directamente que con Doria no hay conversación.
Al embarcarse en el golpe de Estado y la deconstrucción del pacto constitucional de 1988, el PSDB socavó su diferencial como representante de una derecha civilizada. Al abrir terreno para un aventurero como Doria, se vuelve cada vez menos capaz de funcionar como el grupo que alguna vez fue. La temprana desaparición de Bruno Covas adquiere así un simbolismo trágico. Por su apellido, por el cargo que ya ocupaba desde tan joven y por el compromiso más sólido con algunos valores democráticos, representaba la esperanza, aunque tenue, del reencuentro del PSDB con sus orígenes.
Es difícil no ver, en la muerte del alcalde, un anuncio de que esta puerta está cerrada. El PSDB carece de fisonomía propia. El proyecto personal de Doria no es capaz de suplirlo, ni tampoco el antiPTismo, que es utilizado con mayor facilidad por otros grupos de derecha.
*Luis Felipe Miguel Es profesor del Instituto de Ciencias Políticas de la UnB. Autor, entre otros libros, de El colapso de la democracia en Brasil (Expresión popular).