por CAIO VASCONCELLOS*
Los procesos de convergencia cultural no se limitan a una simple transformación tecnológica
Em cultura de convergencia (Aleph), Henry Jenkins anuncia el comienzo de una nueva era en la producción y consumo de comunicación y entretenimiento. Aunque profundamente entrelazados con la popularización de las computadoras personales, televisores y teléfonos celulares con acceso a Internet y el surgimiento de nuevas plataformas digitales, los procesos de convergencia cultural no se limitarían a una simple transformación tecnológica.
En la confluencia entre los precios relativamente más bajos de los dispositivos técnicos involucrados en la producción, circulación y consumo de contenidos audiovisuales y la concentración de la propiedad de los grandes medios de comunicación –según el autor, una tendencia ya observada en Estados Unidos a principios de los años 1980 – , el fenómeno se desplegaría en un conjunto complejo de transformaciones, afectando a grandes conglomerados empresariales, colectivos de medios alternativos e incluso al público, en sus hábitos de consumo y actividades.
Si, a principios de la década de 1990, Nicholas Negroponte previó en su la vida digital el colapso de las formas y estructuras de los medios tradicionales y la hegemonía total de las nuevas tecnologías de la comunicación interactiva, la era de la convergencia está marcada por el choque y la coexistencia de múltiples plataformas, procesos y actores, abriendo espacio para que cada uno cree sus propias imágenes y mitologías a partir de fragmentos de información del inagotable flujo mediático.
Además del concepto de convergencia, Jenkins también destaca otras dos categorías para analizar una realidad nueva, cambiante y, según su valoración, digna de ser venerada. Jenkins, uno de los precursores de la investigación de la cultura de los fanáticos, pone en primer plano el papel de la audiencia o consumidor de entretenimiento. Contrariamente a las lecturas sobre la pasividad de la audiencia ante los productos mediáticos tradicionales, esta nueva era sería también el momento de la participación activa de los sujetos y de las interacciones entre ellos bajo reglas que nadie dominaría por completo.
Aunque en competencia con algunos de los conglomerados más grandes de la historia del capitalismo, los individuos formarían parte de una especie de Inteligencia colectiva (Lévy, 1999), una posible fuente alternativa de poder – en los medios, la cultura y la sociedad. Esta producción colectiva de significados en el mundo cibernético alteraría las prácticas y mecanismos de comunicación no solo en la prensa o la publicidad, sino también en la política, el derecho, la educación, las religiones, los ejércitos, etc.
La convergencia de medios es más que un simple cambio tecnológico. La convergencia cambia la relación entre las tecnologías, industrias, mercados, géneros y audiencias existentes. La convergencia cambia la lógica con la que opera la industria de los medios y con la que los consumidores procesan las noticias y el entretenimiento. Recuerde esto: la convergencia se trata de un proceso, no de un punto final. No habrá una caja negra que controle el flujo de medios hacia nuestros hogares. Gracias a la proliferación de canales y la portabilidad de las nuevas tecnologías informáticas y de telecomunicaciones, estamos entrando en una era en la que los medios estarán en todas partes. La convergencia no es algo que sucederá algún día, cuando tengamos suficiente ancho de banda o cuando descubramos la configuración adecuada para los dispositivos. Listos o no, ya estamos viviendo en una cultura de convergencia. (Jenkins, 2013: 43)
Muy influyente en los estudios contemporáneos de cultura, comunicación y entretenimiento, los análisis de Jenkins reviven temas recurrentes en las interpretaciones de los procesos de masificación cultural. A pesar de abordar fenómenos diversos y de sus profundas diferencias teórico-conceptuales, autores como Mike Featherstone, Stuart Hall, Jesús Martín-Barbero, Néstor García Canclini, entre muchos otros, construyen sus miradas críticas desde un punto de vista común, a saber, el sujeto que resiste el encanto de los bienes culturales. Aún sin ignorar la naturaleza mercantil de los productos y actividades de entretenimiento, este prisma de análisis presupone una escisión entre las determinaciones socio-objetivas de la producción de artefactos socioculturales y la esfera subjetiva de su recepción.
Tal vez la formulación teórica más provocativa, Hall enfatiza la relativa autonomía entre la codificación y la decodificación en los procesos de comunicación. Frente a una visión tradicional que asumiría una cierta linealidad en las relaciones entre emisores, mensajes y recepción, Hall busca comprender la articulación entre producción, circulación, consumo y reproducción, por ejemplo, de los discursos televisivos.
A diferencia del destino de otro tipo de productos en las sociedades capitalistas, un mensaje discursivo cuando se pone en circulación requiere que este vehículo de signos se construya dentro de las reglas del lenguaje, es decir, que tenga algún sentido. Si bien se inician y son fundamentales en el circuito de un mensaje televisivo, las rutinas de producción, las habilidades técnicas, los conocimientos institucionales, las ideologías profesionales, las definiciones y los prejuicios sobre la audiencia –es decir, toda su estructura productiva– no forman un sistema cerrado (Hall: 2003). , 392).
El circuito producción-distribución-producción no se reproduce mecánicamente, y sería crucial interpretar el paso de las formas de un momento a otro. Aunque relacionadas, la producción y la recepción de un mensaje televisivo no son idénticas. El discurso que se construye según las reglas e intenciones de las rutinas de producción es recibido por los distintos grupos que componen el público según la estructura de las distintas prácticas sociales. Es cierto que, en una situación de profunda y completa identidad entre sujetos de los más diversos grupos sociales, podría existir una perfecta sintonía entre la emisión de contenidos y su recepción. Sin embargo, en una sociedad compleja y diferenciada, las distorsiones y los malentendidos suelen ocurrir con mucha más frecuencia, y serían fundamentales para analizar, entre otras cosas, el significado político o ideológico de cualquier mensaje.
A pesar de los aportes que estas perspectivas aún pueden sumar a la interpretación de los fenómenos socioculturales contemporáneos, McGuigan en populismo cultural (1992) llama la atención sobre importantes sesgos en los llamados estudios culturales de la Escuela de Birmingham, especialmente a partir de la década de 1980. Inspirándose en los principios de la semiótica de Umberto Eco, el argumento según el cual la codificación de textos y artefactos culturales no dicta su la decodificación condujo a una suerte de populismo cultural, que se aleja de las intenciones críticas y radicales que animaron, por ejemplo, los planteamientos de Raymond Williams –y, en cierta medida, del propio Hall– sobre la cultura popular.
Si bien el proyecto original proponía poner en valor la cultura de las clases trabajadoras y las luchas por transformaciones políticas radicales, el icónico texto de Hall desencadenó una nueva mirada que, al subrayar cierto comportamiento activo del público, perdía la capacidad de interpretar críticamente las producciones socioculturales hegemónicas. En la línea de la ideología posmoderna y multiculturalista que, a finales de los 1980, aún podía confundir a los más incautos con aires supuestamente progresistas, el populismo cultural estaría anclado en la noción de soberanía del consumidor, figura legendaria creada originalmente por economistas neoclásicos decimonónicos, y que el neoliberalismo endulza con un fulgurante gris objetivo.
Actualmente, los sectores más dinámicos de la explotación industrial del entretenimiento ponen en circulación bienes culturales que parecen estar fuera del alcance de este modelo crítico. Si, ante el nacimiento de los grandes monopolios culturales, Adorno y Horkheimer subrayaron un primer movimiento de expansión de la cosificación con la organización del tiempo libre por parte del capital, que llevó la heteronomía de las relaciones laborales al ámbito de la vida privada y cotidiana; hoy en día, se puede decir que esta falta de libertad se difunde a través de la participación activa del público en los procesos de valorización del capital.
Además de factores externos como la omnipresencia de los dispositivos tecnológicos y la altísima concentración de capital en un mercado dominado por un número absolutamente reducido de gigantes transnacionales, el encanto fetichista de la mercancía cultural me parece el elemento fundamental para la interpretación. de las condiciones internas de ardiente implicación individual.-subjetivo dedicado a estas actividades y productos de entretenimiento. Lejos de tramas de simple manipulación, el poder de la industria cultural sobre los consumidores queda mediatizado bajo la forma de un deseo siempre postergado. La certeza de que “un perro en una película puede ladrar, pero no puede morder” (Hall: 2003, 392) informa un modelo de crítica que suena inofensivo frente a un tipo de seducción que hace que los individuos se contenten con leer el menú, engañando a los consumidores. precisamente con lo que les promete (Adorno & Horkheimer: 1985, 114).
El dulce comportamiento del público no es pasivo, sino castrado. Como el principal logro de la Industria Cultural es separar los sujetos de la cosa misma, lo que permanece implícito gana primacía sobre los contenidos que se emiten o proyectan en las pantallas de cine. Sus sectores más atentos permiten decir y hacer casi todo en sus montajes, siempre que las líneas estén cargadas de sentido. Los estímulos para que los sujetos amen los engranajes de sus cadenas no cesan ni un instante. Si bien sus productos a menudo no tienen precio, nada es gratis. Lo que importa es que los roles sigan siendo los mismos y siempre dejen al público listo para correr a los cines a disfrutar del último estreno de las viejas y habituales colaboraciones. Para reproducir a la perfección las mecánicas que mueven el mundo, la prisa es tu mejor amiga y consejera. Además de la violencia abierta, la sugerida cumple su función agotando toda posibilidad de ponderación. Sin las prisas que impiden que la gente se desvíe de los caminos habituales, una sociedad organizada para que la opulencia no se produzca para eliminar el hambre, sino para mantenerla, no duraría ni un segundo más.
El placer con la violencia infligida al personaje se convierte en violencia contra el espectador, diversión en el esfuerzo. Al ojo cansado del espectador, nada debe escapar a lo que los especialistas consideraron un estímulo; nadie tiene derecho a mostrarse estúpido ante la astucia del espectáculo; hay que seguir todo y reaccionar con esa prontitud que exhibe y propaga el espectáculo. De este modo, cabe cuestionarse si la industria cultural sigue cumpliendo la función de distracción, de la que tanto se jacta (Adorno & Horkheimer, 1985, p. 113).
Evidentemente, sus mecanismos y recursos no han permanecido intactos a lo largo de las décadas, pero tampoco se debe tratar a la Industria Cultural como una fábrica de nuevas ideas y grandes novedades –hay, de hecho, una compleja dialéctica entre aspectos dinámicos y elementos estáticos que impregna ambos sus producciones en particular como su organización como sistema. En este sentido, es interesante señalar que, en “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la audición”, Adorno ya volvía a interpretar el carácter ilusorio de la actividad que realizan los sujetos en sus procesos de consumo de bienes culturales. bienes.
Esta pseudoactividad no es un desarrollo posterior de las técnicas de reproducción mecánica de las obras de arte o de la producción industrial de la cultura, ni siquiera la conquista de un espacio de participación –o de cierta influencia– del público sobre los productos y direcciones de la sociedad. grandes monopolios de la cultura. Si es cierto que, en cuanto aparecen en escena como mercancías, los productos del trabajo humano se transmutan en cosas sensoriales suprasensibles, hay una conducta individual correspondiente que se ajusta al ciclo de los intercambios comerciales. Igualmente falsas, la seducción objetiva y la regresión subjetiva son los supuestos necesarios en una sociedad que naturaliza la dominación y la opresión social.
Así, al centrarse en la producción de música como mercancía, el frankfurt subraya la regresión de la escucha y su fijación en una escala infantil. La causa de esta regresión no es el aumento del número de personas que, en ese momento, podían escuchar música sin conocer sus tradiciones, convenciones estéticas y reglas de composición –el elitismo que tanto acusa Adorno no figura en su crítica. El primitivismo surge de aquellos que han sido privados de toda libertad efectiva de elección y se ven obligados a adaptar sus deseos y apetencias a lo que existe y está presente por todos lados.
Coaccionado por la omnipresencia de lo que hace el éxito comercial, el oyente se ve obligado a asumir el papel de un mero consumidor, dejando morir en sí mismo la posibilidad de soñar con algo mejor y verdadero. Luchando por identificarse con los clichés y la jerga que presiden la producción de arte y cultura como mercancía, los individuos no ven otra salida que ridiculizar sus propios deseos y odiar lo que los diferencia de los demás. Tal identificación nunca es perfecta, y el goce de este falso objeto de deseo debe ser desviado del contenido concreto y atento a las minucias que alejan de las promesas.
Si bien parece imposible establecer relaciones con otras cosas que no estén mediadas por un título de propiedad, los individuos son incapaces de romper el círculo de seducción que los mantiene cautivos. Si no se desmantela el mecanismo objetivo que produce los fetiches, los intentos desesperados por salir de esta condición de desamparo profundizan el abismo que aleja a la humanidad de la verdadera libertad. El entusiasmo que la gente se siente obligada a representar toma el control: cierto activismo irreflexivo se ha convertido en un fin en sí mismo. El modelo de este amor por la mercadería es una práctica obsesiva, como la que realizan los fans que escriben cartas -elogiosas o agresivas, pero siempre compulsivas- a los programadores de radio para simular un control sobre la lista de éxitos.
Siempre atentos al comportamiento manifiesto del público, los especialistas de la Industria Cultural ven facilitada su labor, y solo les queda lanzar consignas que se esparcen por doquier: Just do it ou Transmitirse usted mismo– y, a partir de ahí, las cosas parecen caminar por sí mismas como si fueran mesas que danzaran por sí mismas, como en una prehistoria aún no superada.
“La radio piensa muy bien de este tipo de aficionado al oficio. Es él quien, con infinita minuciosidad, construye artilugios cuyos componentes principales las tiendas suministran listos para usar, con el fin de surcar los aires en busca de los secretos más ocultos, que en realidad no existen. Como lector de libros de viajes y aventuras indígenas, descubrió tierras nunca antes navegadas, que conquistó abriendo senderos por la selva virgen; como aficionado, se convierte en descubridor de las invenciones que la industria quiere que descubra. No trae a casa nada que no se le haya podido entregar en casa. Los aventureros de la pseudoactividad ya están catalogados en montones relucientes. Los radioaficionados, por ejemplo, reciben tarjetas de certificación por descubrir estaciones de onda corta y realizan concursos en los que gana quien demuestra tener más tarjetas. Todo esto está preordenado desde arriba con el mayor celo. Entre los oyentes fetichistas, el joven aficionado es quizás el ejemplo más completo. Le es indiferente lo que escucha, e incluso cómo escucha; le basta escuchar e insertarse con su aparato privado en el mecanismo público, sin tener la menor influencia en él. Con el mismo propósito, innumerables radioescuchas manipulan el selector de frecuencia y el volumen de su aparato, sin fabricarlo ellos mismos” (Adorno: 2020, 90–91).
*Caio Vasconcellos es investigadora posdoctoral en el departamento de sociología de la Unicamp.
Referencias bibliográficas
Adorno, Teodoro. (2020), "Sobre el carácter fetiche en la música y la regresión de la escucha". en Industria Cultural. São Paulo: Editorial de la Unesp.
Adorno, Theodor y Horkheimer, Max. (1985),Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Río de Janeiro: Jorge Zahar Editor.
Hall, Estuardo. (2003). "Decodificación de codificación." En Liv Sovik (org.) de la diáspora. Belo Horizonte: Editora UFMG.
Jenkins, Henry. (2013),Cultura de convergencia. Sao Paulo: Aleph.
Levy, Pierre. (1999),cibercultura. São Paulo: Editora 34.
McGuigan, Jim. (1992),populismo cultural. Londres y Nueva York: Routledge.
Negroponte, Nicolás. (1995), la vida digital. São Paulo: Compañia das Letras.