por MARÍA RITA KEHL*
En las crisis del capitalismo, nos damos cuenta de que millones de personas pierden no solo su trabajo, sino su dignidad
No es necesario saber de economía para saber que Brasil se está empobreciendo. No importa si se agregó un asombroso 1,1% al PIB; cualquiera con sentido común y un mínimo de sensibilidad ya entiende que la pobreza ha vuelto a Brasil y que el celebrado 1,1% puede representar sólo otro pequeño aumento en el poder adquisitivo de los más ricos. En el otro extremo de la creciente desigualdad, observamos que desde 2019 el número de familias en situación de calle ha aumentado mucho más que el PIB. No sé si estas familias están incluidas en las estadísticas que miden el desarrollo económico. Pero el hallazgo es empírico. Quem passa por essas pessoas a pé, percebe logo que são recém-chegados à vida de sem teto: além do velho colchão e do cobertor surrado, os novos mendigos ainda se apegam a outros objetos domésticos resgatados do despejo, a arremedar uma espécie de lar al aire libre. Una estufa de cuatro fuegos, sin bombona de gas o acompañada de una bombona vacía. Un pequeño estante con libros escolares para niños que, en su nueva vida sin hogar, quizás ya no puedan ir a la escuela. El comedero para perros, como todos los vagabundos tienen al menos uno, muy bien tratado por cierto. No son mascotas. Son las pulgas mejores amigas de sus pobres dueños.
Estos suelen pedir a los transeúntes que compren una caja de comida. Intenté, la primera vez, darle el precio de la lonchera en efectivo, pero el tipo no lo aceptó: “Señora, de nada sirve tener dinero. Estoy muy sucia, nadie me deja entrar a comprar comida. ¿Me compras una comida? Demanda irresistible. A partir de ese día, cada vez que alguien dice que tiene hambre, y cada vez más personas mueren de hambre en las calles, prefiero comprar un almuerzo para llevar que dar cambio. Cuando me preguntan, también compro una bolsa de pienso. Me recuerdan al lambe-lambe que vi pegado a un poste cerca de la casa: “le rugía el estómago, pero compartía su lonchera de huevos con arroz con ese perro sarnoso que era la desgracia de su vida”.
En el metro está prohibido dar limosna, es decir, está prohibido que entren personas que molesten a los usuarios, pidiendo dinero. El problema, para el metro, es proteger a los usuarios de cualquier restricción durante el viaje. Aun así, las personas se suben a un automóvil, cuentan un trozo de la triste historia que los llevó a esa condición y piden ayuda. En la próxima estación bajan corriendo y prueban con otro vagón. Yo, a pesar de haber sido educado en la teología de la liberación durante mi adolescencia –“no le des pescado a un hombre, enséñale a pescar”– guardo todos los billetes de 2 y 5 reales para no dejar a ningún mendigo con las manos vacías. Para evitar la vergüenza, los pasajeros que viajan en el metro evitan mirar a los mendigos a los ojos, lo que solo les empeora las cosas. No se trata sólo del dinero: lo más doloroso es observar, o imaginar, la humillación a la que se expone una persona al presentar su necesidad al público respetable y enfrentarse a la indiferencia general. Mi padre, que no profesaba ninguna religión, nos decía, delante de los mendigos: “él lo necesita más que vosotros”. Y no creo que sea necesario abandonar a la gente a un estado de mayor desamparo esperando que se rebelen y "hagan la revolución". Desde Marx ya sabemos que el lumpesinato no hace ninguna revolución. Dedican su tiempo, energía e imaginación a la difícil tarea de sobrevivir.
En las crisis del capitalismo, nos damos cuenta de que millones de personas pierden no solo su trabajo, sino su dignidad. Aunque conserven sus tarjetas de trabajo, cédulas de identidad y credencial de elector, son tratados como restos Incluso si eventualmente todavía no viven en las calles, ya estan fuera de lugar. La sociedad no los necesita; el país no los necesita. No valen nada. A no ser…
…Ahí es donde entra Dios. No valen nada excepto para Dios. Y cuanto más sufre (esto es el cristianismo católico), más amado por el Padre. O bien: cuanto más dinero dan a la iglesia para la gloria de su fe (esta es la cara empresarial del calvinismo), más recompensados por el Padre. O, en la versión moderna del mismo calvinismo: cuanto más gigantesco es el templo que el pastor construye con tu ayuda, más importante debes ser tú a sus ojos. El gigantesco y espantoso templo de los seguidores de Edir Macedo da fe del compromiso de los pobres fieles. Tal vez el lector, o un colega colaborador de Carta Maior, me ayude a creer que hay una salida a la vista para esta monstruosa combinación de fanatismo religioso y apología de la violencia. Porque fue el gobernador evangélico de Río quien proclamó el método infalible para combatir el crimen: el PM debía disparar, desde lo alto de los helicópteros, “en la cabecita” de los presuntos bandidos. Para los ladrones, la pena de muerte. Fuera de la ley. Los inocentes afectados serán contados como daños colaterales, inevitables en toda lucha entre el bien y el mal.
*María Rita Kehl Es psicoanalista, periodista y escritor. Autor, entre otros libros, de Desplazamientos de lo femenino: la mujer freudiana en el pasaje a la modernidad(Boitempo).
Publicado originalmente en el sitio web Carta Maior