por ALEJANDRO DE OLIVEIRA TORRES CARRASCO*
Comentario sobre el libro recientemente publicado por Hernández Viván Eichenberger
“Dos cosas admiro: la dura ley – que me cubre – el cielo estrellado – dentro de mí” [Orides Fontela Kant (releído)].
La obra en cuestión – notable en muchos sentidos, y objeto de esta modesta presentación – Pobreza y plebe en Hegel, de Hernandez Vivan Eichenberger, plantea varios interrogantes y no menores, con el fin de confirmar en el lector las sospechas de estos versos pobremente picarescos. Estas preguntas se orientan desde un núcleo organizador, cuya singularidad latente impregna todo el texto, y del cual pretendemos tomar prestados sus efectos, como una analogía, una analogía en miniatura, si la imagen nos lo permite, del propio movimiento del texto por parte de Eichenberger.
Sin suspenso, y notemos, además, que la filosofía hegeliana no mantiene el suspenso ni por el principio ni por su fin, sino sobre todo por el “medio” en que acontece; y sin suspenso, reiteramos, hay un propósito metodológico que guía el texto –que lo recorre de cabo a rabo, y se encuentra entre el supuesto y lo latente, lo arriesgamos–, y, más que un propósito, es algo como una propuesta metodológica, cuya buena lectura nos daría una clave no sólo para comprender el “motivo propietario” del texto, sino también el problema clave que toca en filosofia del derecho, de Hegel, el objeto-texto de la investigación de Eichenberger.
El problema que organiza la exposición de Eichenberger gira en torno a la sintaxis especulativa de los objetos centrales de filosofía de El derecho, a saber, el Estado, la voluntad y la libertad, y sus límites, es decir, el modo en que su proceso de efectivización, de realización, digamos, produciría o se desplegaría en un elemento heteróclito, la plebe -no precisamente imprevisto pero residual e necesario. Por tanto, en el centro del texto hay un descentramiento, una especie de malestar especulativo, malestar que reaparece en otros textos de Hegel, con mayor o menor énfasis, como escrutados por Eichenberger.
No es de extrañar, pues, que para tantos comentaristas de la fortuna crítica que diligentemente relata Eichenberger, sea el filosofia del derecho uno de los textos más comprometedores de Hegel y su herencia, sobre todo si advertimos que en los últimos tiempos, los nuestros, asistimos al regreso de varios matices del “contractualismo”, bajo las más variadas formas –que no por casualidad revive “los más instintos primitivos” por un lector más insatisfecho con el aire de la época. La poderosa ofensiva hegeliana contra los contractualismos basados en un llamado libre “albedrío”, pero que es sólo “abstracto”, echa mucha agua crítica sobre el sentido común de “voluntad” y “libertad”, y no sólo sobre estos elementos como se debe resaltar.
Como sólo ocurre en movimientos impregnados de hegelianismo, dirán derecha e izquierda, aquí hay un grave riesgo de perder el hilo, a veces la madeja.
No perdamos ni lo uno ni lo otro. Véase el siguiente pasaje: “Nuestro objetivo es mostrar cómo el examen de la plebe en filosofia del derecho es aporético. Esto se debe a que la apariencia conceptual de la plebe no recibe un tratamiento adecuado por las contradicciones allí esbozadas. Es decir, la plebe aparece, en este punto, como un remanente ineludible producido por las contradicciones de las sociedades de mercado. Hay, dicho sumariamente, aquí dos salidas homólogas: la negativa a aceptar la aporía, simplemente porque “Hegel no quiso agotar el tema en su exposición”; o bien aceptar la aporía por razones históricas, eventualmente conectando por la fuerza el concepto de plebe con el de proletariado, por ejemplo. Nos gustaría distanciarnos de ambas resoluciones, aunque vale la pena señalar que son soluciones influyentes que están presentes en muchos comentaristas que fueron vitales para la realización de este trabajo. La aporía que creemos haber advertido exige que ampliemos el punto de vista del análisis para incluir otras obras de Hegel a fin de recoger pistas que puedan renovar el tratamiento de la cuestión”.[i]
Más adelante, Hernández no rehuye precisar la naturaleza del tratamiento (metodológico, por supuesto) que le da al texto de Hegel: “no nos ceñiremos a una estructura lineal en este trabajo. El punto de partida es el filosofia del derecho y todo lo demás se ilumina desde la problemática que en él se encuentra. En este sentido, el movimiento que encabeza este trabajo será progresista y regresivo, más allá y por debajo de la filosofia del derecho.[ii]
Aquí, nuestro punto de partida, y nuestro punto es precisamente este (el espíritu dialéctico obliga: el principio es el fin, el fin es el principio): la forma en que Hernández da tratamiento formal a la materia de su obra, acaba por revelar su contenido. Expliquémonos: el sentido aporético que describe Hernández no es el final, es el principio del problema, y de un problema con más de una entrada. Traduce lo que mejor caracteriza a la filosofía hegeliana: el momento en que no se deja comprender por la sintaxis del entendimiento. Mejor: será en el límite de la buena (de la mejor) historia de la filosofía que el núcleo propiamente especulativo de la filosofia del derecho.
Mediante la descripción de este núcleo especulativo, que Eichenberger apunta a la plebe, como sorteando astutamente su objeto, tal es el concepto que se presenta en los párrafos que van del 243 al 248. En este pequeño intervalo del texto, principio y fin de su esfuerzo, ubica la forma en que se estructura el problema de la plebe, de manera aporética. La plebe es lo que, del reverso de la prosa del mundo -del mundo de la prosa-, la deformación que le impone la historia de la filosofía, queda como una especie de franja inasimilable de un proceso al que es tributaria y que produce como residuo. La pregunta es: ¿qué prosa es, qué filosofía?
Sea residuo o resto, la plebe estará al borde del proceso moderno de realización de la libertad y que constituye el sentido propiamente moderno de esa misma libertad – ni el libre albedrío ni el “libre albedrío” tomados como una particularidad abstracta, aunque estos las figuras llevan en sí mismas el anuncio del sentido moderno de la experiencia, la conciencia (de uno mismo) de la separación, frente a la no escisión del ser humano, en el mundo antiguo. He aquí, entre los modernos, sin espíritu, sin negatividad propiamente dicha, la plebe como aquello que escapa a la realización ética del espíritu, aunque sea un efecto de ésta, en su forma deformada, por así decir, resultado necesario de un proceso que, por exigencias de reconocimiento, prohibe ese mismo reconocimiento.
Antes de que se nos acuse de algún tipo de prestidigitación (la infame dialéctica como vida animal de los paralogismos de la razón), lo explico mejor, una vez más: Hernández, deliberadamente –por tanto, consciente de los límites, materiales y formales, que esta le impone- reduce su problema a un género crítico, por lo que acepta el imperativo metodológico de la disciplina. Esto no acaba con la pregunta: la abre a través de los límites que esos otros límites le imponen. Es a través de los límites negativos del género –nuestra buena vieja historia de la filosofía– que toca los límites especulativos que la plebe impone a la furia de totalización tan moderna, demasiado moderna, en Hegel.
Aquí se encuentra y nos encontramos de nuevo con el problema hegeliano, en un sentido sustantivo, a saber, el destino de la dialéctica, que, como debe ser, sigue estando presupuesta en su obra. O dicho de otro modo: lo negativo que moviliza le da el reverso de la dialéctica: sería lo que la historia de la filosofía no puede presentar, sólo describir, lo que Hegel no representa, pero necesariamente presenta (representación: exposición en sentido especulativo)? Por tanto: ¿el reverso de la dialéctica en la disciplina del entendimiento? Refuerzo: el negativo abstracto de la historia de la filosofía nos da la verdad de la imagen de un telescopio: la fuerza, el poder de una luz que ya ha brillado. ¿Y si ella todavía brilla? Por tanto, su esfuerzo “regresivo y progresista”, peinando lado a lado el texto hegeliano, obedece a una máxima negativa: como si la prosa del mundo (una expresión hegeliana notable, cuyo enunciado, emergiendo y sumergiéndose en la historia del pensamiento, desde la siglo XIX a otra parte, me lleva casi inmediatamente a Balzac y su Ilusiones perdidas) era el mero mundo de la prosa. Ahora bien, este es el efecto crítico y abstracto que produce este recorte (que se sabe): transforma la prosa hegeliana en una prosa de sí misma, para bien o para mal. El siguiente paso es dar a la dialéctica un aire de retórica, y volver contra ella los conocidos golpes del discurso crítico.
De ahí el efecto aporético, palabra en la que insistimos, cuyo sentido metodológico enunciado por Eichenberger en las primeras páginas del libro, se despliega en el elemento más sustantivo del camino: la marca “negativa” de la plebe (sería mejor, en lenguaje especulativo, para dar lo positivo como una etiqueta), flotante - una forma especulativa de apuntar a lo aporético, pero en un sentido específico, el de "significados flotantes"[iii] – es el significado clave en la comprensión del problema por parte de Eichenberger, y, permítanos, lector, en la contribución que da al estado del problema, y que puede entenderse como un límite lógico-especulativo, la frontera que atraviesa el texto hegeliano cuando se lee con la lente abstracta de la historia de la filosofía. Lo importante: no hay en ello ningún demérito, contra toda apariencia sensata, es simplemente nuestra manera específica de superponer el género “filosofía” al género “historia de la filosofía”.
Hago una pausa y explico. La historia de la filosofía como disciplina –entre nosotros, adelantémonos– se constituye a partir de una amalgama de motivos kantianos (de espíritu cartesiano, diríamos) y hegelianos. Como tal, es una disciplina moderna y trae consigo, formalmente, lo que Hegel llamaría la conciencia de la separación, dada en la experiencia moderna a partir del dibujo a pluma y tinta que hace la cogito Visión cartesiana de lo que se entiende con la subjetividad: el punto de vista unilateral del fundamento que constituye la experiencia originaria del yo – el fundamento del yo es el yo separado así como el fundamento se convierte en lo que separa de lo fundado, en este amanecer de la filosofía Moderna. Sucede que, para un efecto práctico, con el propósito de constituir una disciplina y, sobre todo, una práctica universitaria, un ideal lejano del siglo XIX, posterior a la Revolución Francesa, un ideal con respecto al cual Hegel no se sintió alienado. o enajenado – se hizo necesario incorporar al menos dos elementos heterogéneos: la idea de una historia de la filosofía, por un lado; la condición de esta historia de la filosofía de ser específicamente negativa, por otra parte.
El elemento negativo kantiano -lo trascendental y sus misterios- debe neutralizar los elementos positivos del hegelianismo triunfante, la totalización a través del espíritu absoluto. Si, por un lado, Hegel hubiera sido el primero en plantear claramente el problema de una historia de la filosofía, en el momento en que el sentido occidental de la historia se descubre en su máxima evidencia, tras la Revolución Francesa, también lo será quien le dará un estatus inédito al tema “historia de la filosofía” (seamos realistas, recurrente desde Aristóteles). Con esta facilidad constituirá los elementos de la constelación de su filosofía de la filosofía de la historia. Al hacerlo, y fiel a cierto espíritu moderno, sin embargo, lo hace positivamente, ya que cada filosofía, al mantenerse como una verdad relativa negada por otro filósofo -otra filosofía-, se totaliza en relación con el espíritu positivo absoluto que proviene de la acumulación de negatividad en esta historia. Tal disposición nos colocaría, dirían los kantianos, abiertamente atrapados en lo que considerarían como un retorno a la metafísica acrítica, al dogmatismo, de nuevo en la región acuosa de la metafísica acrítica, que es también la región del conflicto de las filosofías, provocando, inesperadamente, según la crítica, que la dialéctica finalmente converge con la retórica- pasaríamos sin querer, lo que es más grave, de Heráclito a Protágoras.
¿Qué acción se debe tomar en relación a esto, se preguntarían los estudiantes universitarios internacionales? Una historia de la filosofía que, siendo abstractamente negativa (en el sentido hegeliano de abstracto) no estaría impregnada de un positivo a acumular, no totalizaría (en lenguaje especulativo) porque no acumula negatividad (no totaliza la filosofía en un cierto la filosofía o en la filosofía), más bien disipa la negatividad –lo que nos llevaría a más de un motivo escéptico a replantear el problema, por tanto, a una historia de la filosofía que sólo se repite como negación indeterminada de sí misma. Hegel, no sin razón, vería en esto el agotamiento del género (su incapacidad para totalizar en una época). Aquí está nuestra tradición en movimiento: el turismo en la historia de la filosofía es un trabajo serio (y negativo), el marco del enfoque científico que nos queda, y sin resignación, reconozcamos la parte que nos corresponde.
Pero antes de que los tintes de melancolía (la melancolía de una historia que terminó mal, según la versión) nos abrumen, pasemos al otro lado del misterio, al filosofia del derecho.
último texto de Hegel, la filosofia de derecha (la proyecto de reforma inglesa sólo se publicó completo póstumamente), fruto y efecto de su antigua madurez, se revela astuto como el demonio. No tanto porque testimonia, y testimonia empírica y trascendentalmente, un extraordinario ciclo histórico que caracteriza la experiencia moderna por excelencia, desde la Revolución Francesa hasta la Restauración, desde la división del trabajo hasta el surgimiento del Imperio Británico y con ella el capitalismo moderno. Sino porque puede dar tratamiento teórico y especulativo a este testimonio desde el punto de vista especulativo que paulatinamente (la obra de lo negativo) se va constituyendo a partir de Fenomenología del Espíritu.
En esto, todo indica que Hegel fue fiel al espíritu de sistema (no sabría cuánto precisar, y ahí va también toda pregunta), aunque pocos se dan cuenta del significado específico del notorio espíritu de sistema en Hegel y reducen simplemente a lo dogmático. Aquí, la pereza del entendimiento.
El objeto privilegiado de filosofia del derecho, el libre albedrío (libertad y estatus correlacionado con eso), a primera vista, parece cualquier cosa menos "libre albedrío". La clave de la buena lectura reside precisamente en ese “a primera vista”. Lo obvio es decir que la experiencia moderna, un sustituto de la conciencia de separación, es precisamente su no adhesión a lo inmediato. El corolario de esta no adherencia, fundamento de la subjetividad, en términos de filosofia del derecho, es que el libre albedrío, en correlación con la libertad, sólo se postula mediatamente, sólo se da institucionalmente.[iv] La libertad, por no ser meramente abstracta, negación indeterminada, y aquí toda la polémica que también atraviesa filosofia del derecho, sobre el juicio de Hegel sobre la Primera República Francesa y el jacobinismo, descansa también sobre esta operación especulativa.
La libertad en sentido propio debe darse como determinación, no con indeterminación abstracta: el ardor jacobino, por ejemplo. Como momento determinado del concepto, por tanto, la libertad de la que habla Hegel es el sentido moderno del Estado que emerge de la Revolución Francesa. De ahí el quid de la crítica hegeliana a Rousseau: la voluntad general, objeto y efecto del contrato legítimo, no es más que una voluntad particular, desde el punto de vista hegeliano, o una voluntad común, que reúne a los individuos como tales, no No permitir que la constitución del Estado vaya más allá de los límites de la particularidad (y del entendimiento, es decir).
Bajo la filosofia del derecho, esta voluntad es una voluntad hipostasiada, cuya radicalidad -de fundamento y efecto, fundamento irrestricto y necesario de la legitimidad del contrato social a través de una adhesión particular- es consecuencia directa de su falta de sustancia (la falta de sustancia es ausencia de trabajo del negativo), en otra operación típica de la ilustración francesa, cuya marca específica proviene del hecho muy específico de que en ella el contenido moderno se combina con una forma arcaica o premoderna (diagnóstico agudo de Fenomenología del Espíritu, sobre un sobrino libertino y sus aventuras, y que reaparece, bajo otro aspecto, en la crítica tardía de la ideología francesa, excéntrica tarea de ciertos círculos hegelianos de izquierda).
Ahora bien, la voluntad y la libertad sólo se realizan cuando el Estado se da como presupuesto de su realización. Lo que quiere decir que no hay manera de pensar el Estado moderno como efecto de un libre albedrío que lo precedió (incluso lógicamente), cuya forma ficticia de contrato se convirtió en la configuración canónica, sino precisamente lo contrario: es la posición del estado, momento del espíritu, que hace posible el libre albedrío, como condición de posibilidad, ya que sólo se hace efectivo “institucionalmente”, y, por extensión, la libertad misma se hace efectiva como negatividad en la mediación.
La negatividad –la libertad, en este caso– debe tener lugar en ya través de la mediación. Esta es la “forma institucional de negación” de la que habla Vladimir Safatle, y que identificamos (creemos con él) como el núcleo especulativo de la filosofia del derecho. Será este núcleo el que opere la tensión entre lo negativo inscrito en una institucionalidad que debe manejar, a su pesar, las exigencias de libertad y reconocimiento que ese negativo le impone. En este reordenamiento, lo particular se realiza en esta inscripción a la ley, y no contra la ley y la institución, todo el conservadurismo moderado de Hegel está ahí, y por las mejores razones especulativas. La posición contraintuitiva de Hegel se da cuando tomamos el contractualismo (y sus relaciones, que son sofisticadas, según el punto de partida, con la ley natural) como la gramática común de la experiencia política moderna en el paso del siglo XVIII al XIX.
Abusando de ella diríamos: es la filosofía política del Antiguo Régimen en la que la voluntad privada podía intuitivamente ser sustantiva en la voluntad del soberano y servir así de fundamento al Estado y al poder. Hegel retoma este vocabulario político más o menos consagrado (desde Hobbes, al menos, pero podemos retroceder un poco más y encontrarlo de nuevo en Maquiavelo, por ejemplo) y lo subvierte (el nombre de esto, recordemos, es dialéctica ): esta es la “segunda naturaleza” (el mundo del espíritu como segunda naturaleza que realiza la libertad), tan presente en filosofia del derecho, y que es una de las entradas para entender el reordenamiento del problema que impone Hegel. la ética (moralidad) esta segunda naturaleza está dada: la libertad sólo puede ser un sustituto de esta segunda naturaleza (y no del infame estado de naturaleza, como dice la ley natural) que se realiza en la medida de la realización moderna y actual del espíritu.
“La realidad ya no se presenta como un dato bruto refractario a la libertad, sino como “el mundo del espíritu producido a partir de sí mismo, como una segunda naturaleza”.[V] Por tanto, se trata aquí de comprender el proceso de objetivación de la libertad cristalizado en las instituciones en general que la expresan: “El 'sistema' de la ética no es una masa de reglas ligadas entre sí, sino una autocomprensión común en desarrollo ('Espíritu') que pueda 'tomar cuerpo' en instituciones y personas”.[VI]
El fenómeno que describe Hegel tiene una concreción inesperada si nos damos cuenta de que asiste al vigoroso proceso de división técnica del trabajo que acaba por liberar energías productivas antes inimaginables, y que tiene como corolario teórico la economía política, en la que se basa. lector. Por lo tanto, la libertad aquí es lo que está en marcha en estos procesos concurrentes de división técnica del trabajo y revolución política, cuyo efecto visible, en los albores del siglo XIX, es un proceso único de racionalización del mundo.
Sucede que este proceso produce su reverso y las noticias que tenemos al respecto están plagadas de ruido: escuchen a la plebe. Los ruidos significan aquí el tratamiento sesgado que Hegel pretende dar al problema, que reconoce como propio de la modernidad.
En un pasaje casi profético (como si la pobreza y la miseria no fueran la era del capitalismo) se dice algo así: las sociedades modernas son ricas, pero no lo suficientemente ricas como para acabar con la pobreza.
Con todo el cuidado que Eichenberger pone en separar la pobreza de la plebe –cuyo sentido y alcance moral difiere de la mera pobreza–, lo innegable es que hay un proceso que se da entre la sociedad civil, cuyo carácter aburguesado conduce a un desarrollo infinito de la particularidad y el Estado, poseedor de lo universal precisamente porque institucionaliza la negatividad de lo particular, lo que produce un subproducto sin espíritu, una especie de descanso necesario del proceso, la plebe.
Las terapéuticas propuestas por Hegel -ya sea la colonización para mitigar el excedente de población, ya sea la caridad, ya sea la guerra o la peor de las soluciones, las revoluciones- parecen, como soluciones externas, realmente terapéuticas para un problema crónico, contrario a la totalización del espíritu. , más aún si se tiene en cuenta que existe un “rich commons”.
En este sentido, vale la pena mencionar este pasaje ejemplar, en el que Eichenberger, al investigar la fortuna crítica sobre el problema de la plebe, presenta las posiciones de Frank Ruda, sin adherirse realmente a ellas.
La turba, indignada e insatisfecha, acusa a la sociedad, al gobierno, etc. y declara el estado de la sociedad civil y el orden estatal como un estado sin ley”.[Vii] Este sesgo “positivo” de la plebe escapa por completo a Hegel. Sin embargo, esta indignación de la plebe resulta en una contradicción. Ello porque quita el patrón de su crítica a la misma ley que denuncia como particular: “Porque, por un lado, su falta no es reconocida como injusticia por el derecho existente y, por otro lado, la juzga ser un insulto a la ley, una injusticia; él, al mismo tiempo, juzga que el estado de derecho dado no es un estado de derecho. Como la ley no sustenta su juicio sobre la injusticia, experimenta para él la pérdida de estar en su derecho, es decir, en la legalidad como tal. Esa es la razón de su indignación”.[Viii]
Este “derecho sin derechos”, es decir, la pretensión de que la sociedad debe sustentar el mantenimiento de su existencia incluso sin trabajo, es, sin embargo, una pretensión particular, que no avanza hacia la universalidad. Esto es lo que Ruda llama resentimiento, es decir, la pretensión de establecer una norma que es válida para uno mismo sin serlo para los demás: “Sostener un derecho que en el fondo no cumple las condiciones de posibilidad de ser un derecho -por ser meramente particular- para ser un derecho sin derecho es la estructura básica de lo que en Hegel puede llamarse resentimiento.[Ex]
Está claro que Ruda da un paso adelante, que no nos corresponde evaluar aquí. Lo que no es menos importante es la medida en que el tratamiento aporético, a través del cual Eichenberger construye el problema, se ilumina en contraste con el tratamiento que le da Ruda. Sería algo así como lo siguiente: hay un paso especulativo que Hegel no dio y sin el cual la plebe pierde su posibilidad de inteligibilidad. Este paso que nuestro autor encuentra a veces en otros comentaristas, arroja luz sobre el suyo propio y, en cambio, los lectores variamos nuestro propio pasado: ahora la plebe está en el centro de la dialéctica –y puede ser incluso el medio para retomar la tarea de criticando la dialéctica que la propia tradición dialéctica acabó exigiendo a sus legados –a veces la plebe es su franja y la crítica se realiza a través del entendimiento, algo no ajeno al proyecto adorniano de una dialéctica negativa.
Lo que Eichenberger muestra de este cuadro no son las meras vacilaciones de Hegel y las propuestas más o menos externas que enumera para tratar con la plebe. Son las variaciones del objeto mismo, el efecto más objetivo de los procesos disruptivos que constituyen la modernidad misma, nuestro tiempo, un tiempo en el que la libertad nos llevó a la pérdida de vínculos sustanciales con formas de vida compartidas. La plebe sigue siendo una radicalización de este proceso (y de la palabra cuneta). El corolario de lo que llamamos terapéutica, y que indicábamos un poco más arriba, no deja de ser sugerente: quizás a partir de ahí se pueda imaginar el trazado de una línea que va desde los populismos contemporáneos, en los que lo “universal” necesita “encantar” a todos los demás. particularidades, a las tareas, exigencias de universalidad, que debe manejar el Estado – que el desplazamiento de poblaciones en la forma clásica del neocolonialismo del siglo XIX, un asunto no menor, representa como índice.
Vamos al final.
Así, los momentos más importantes de la realidad social, es decir, los más amenazantes y por tanto reprimidos, penetran en la psicología, el inconsciente subjetivo, pero se transforman en imaginar colectivo, como demostró Freud en las conferencias Zeppelin. Lo sitúa en esa serie de imágenes arcaicas, cuyo descubrimiento Jung le tomó prestado, para desvincularlas por completo de la dinámica psicológica y emplearlas normativamente. Semejante imágenes es la forma actual del mito que expresa lo social en forma cifrada: la concepción benjaminiana de las imágenes dialécticas destinadas a discernirlas teóricamente. Los mitos son imágenes de este tipo en sentido estricto, pues la metamorfosis de lo social en algo interno [Hola Inwendiges] y aparentemente atemporal lo hace falso. A imágenes, literalmente entendida y aceptada, es necesaria la falsa conciencia. Los sobresaltos del arte, acostumbrados a tales imágenes, quisiera especialmente explotar esa falsedad. Por otra parte, los mitos de la modernidad son la verdad, en la medida en que el mundo mismo sigue siendo el mito, el contexto de la ofuscación arcaica. Este momento de la verdad se puede leer en muchos sueños: incluso en los más intrincados, a veces se descubre algo verdadero sobre nuestros conocidos, es decir, algo negativo, libre de ideología, como lo que está bajo el control del estado de vigilia. Las personas son como en los sueños, y también lo es el mundo.[X]
La imagen de una filosofía, en rigor, debe funcionar como reductora, no como amplificadora, encerrándola en una forma finita y pobre, su sombra, frente a las cosas mismas, la filosofía misma de la que deriva. No siempre es así. Quizás, en estos días, incluso más que antes. La buena historia de la filosofía exige que se pierda “la” filosofía: se van los dedos, quedan los anillos. Por tanto, nos da su mejor imagen, la de la filosofía, y dependiendo de la calidad de la dirección, nos da su mejor ángulo. La imagen de la filosofía es lo que el tiempo nos permite retener de lo insustancial, lo que se desprende como “mito” de su propio tiempo histórico. Alguien ya lo ha dicho, no sin razón: algún pequeño rectángulo de acetato y nitrato de plata a veces tiene el poder de salvar el honor de cada realeza.
Post festival. Adorno, al recomponer los significados de la dialéctica y darle una amplitud notable, nos da la última pista: la imagen como negativo de lo real puede darnos la rara experiencia de la verdad libre de ideología, que él asimila a las funciones de el yo y de la vigilia, en el pasaje profundo que tomamos prestado. Entre la no-identidad y sus determinantes, y la bella imagen que nos regala la obra de Eichenberger, nos quedamos con ambas, porque, curiosamente, confluyen. Aquí, el trabajo sobre el concepto solo comienza cuando termina el vuelo de la lechuza de Minerva. Incluso el vuelo siendo circunflejo, en otro cielo estrellado.
*Alejandro de Oliveira Torres Carrasco es profesor de filosofía en la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp).
referencia
Hernández Viván Eichenberger. Pobreza y plebe en Hegel. São Paulo, Editora UFABC, 2021, 298 páginas.
Notas
[i] EICHENBERGER, Hernández Viván. Plebe y pobreza en Hegel, Tesis Doctoral, mimeografiado, p. 8.
[ii] Ídem, ibídem, pág. 9.
[iii] Véase FAUSTO, Ruy. Sobre el concepto de Capital. Idée d'une logique dialéctica. París. L'Harmattan, 1996.
[iv] Véase SAFATLE, Vladimir, “La forma institucional de la negación: Hegel, la libertad y los fundamentos del Estado moderno”. Revista Criterion, vol. 53, núm. 125, junio de 2012. El argumento del siguiente párrafo está esencialmente tomado de este artículo.
[V] filosofia del derecho, §4, pág. 56; W7, pág. 46.
[VI] SIEP, Ludwig, “¿Qué significa: «superación de la moralidad en eticidad» en la 'Filosofía del Derecho' de Hegel?”, en: COLL, Gabriel Amengual (Org.), Estudios sobre la 'Filosofía del Derecho' de Hegel. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989, p. 189. Apud EICHENBERGER, Hernández Viván. Plebe y pobreza en Hegel, Tesis Doctoral, mimeografiado, p. 15.
[Vii] GROSERO, Frank. La chusma de Hegel : una investigación sobre la filosofía del derecho de Hegel. Gran Bretaña: Continuum, 2011, p. 60
[Viii] GROSERO, Frank. La chusma de Hegel : una investigación sobre la filosofía del derecho de Hegel. Gran Bretaña: Continuum, 2011, p. 61
[Ex] GROSERO, Frank. La chusma de Hegel : una investigación sobre la filosofía del derecho de Hegel. Gran Bretaña: Continuum, 2011, p. 61
[X] ADORNO, Teodoro. “Sobre la relación entre psicología y sociología”, p. 135. En: Ensayos sobre Psicología Social y Psicoanálisis. Trans. Verlaine Freitas. Editorial Unesp. San Pablo. 2015.