por ELEUTÉRIO FS PRADO*
La economía se presenta como una ciencia cuando ya no lo es, se ha convertido en una prédica de intereses indecibles.
Como es sabido, la crítica de la Economía Política consiste en un objetivo combinado de la presentación dialéctica del sujeto automático en la obra de Karl Marx La capital, el déspota sistémico que gobierna el funcionamiento del modo de producción capitalista y condiciona tanto las instituciones como el comportamiento de los individuos en la sociedad burguesa.
Esta crítica, como también sabemos, parte de una diferencia que fue señalada por el propio Marx en una nota al pie del primer capítulo de este monumental libro: la economía política clásica se distingue porque “investiga el nexo interno de las condiciones de producción burguesas”, mientras que la economía vulgar apunta sólo al “nexo aparente (…) ofreciendo una comprensión plausible de los fenómenos”. También se sabe que la economía vulgar se consagró como tal ya en las últimas décadas del siglo XIX, pues este saber pasó a ser considerado como una ciencia positiva por excelencia.
La crítica marxista consiste, por tanto, por un lado, en mostrar la aparente veracidad o incluso la falsedad de las formulaciones de la economía vulgar y, por otro lado, en rectificar las teorías clásicas, eliminando sus confusiones, pero sobre todo vinculando correctamente la forma y el contenido, apariencia y esencia de las relaciones de producción capitalistas. Un elemento central de esta crítica, como actualmente se acepta sin discusión, es mostrar cómo toda esta cientificidad, vulgar o no, cae en el fetichismo de la mercancía, el dinero y el propio capital. No hay duda, además, de que este modelo de crítica sigue siendo importante en el siglo XXI, aunque se puede considerar que se ha vuelto insuficiente.
La razón por la que se hizo necesario ir más allá de la crítica de la economía política surge de la necesidad de hacer una crítica de la economía tecnocrática, que aún no existía como tal en la época de Marx. He aquí que la primera fue sustituida paulatinamente, a partir del último cuarto del siglo XIX, por una cientificidad que hace uso de los recursos del cálculo diferencial para crear un conocimiento cada vez más apropiado a la gobernanza del capitalismo.
Así, pasó a llamarse simplemente Economía por considerar que se constituía a partir de entonces como un saber positivo, de gran rigor, supuestamente exento de pautas normativas. Sin embargo, la supresión de la calificación del saber político se produce sólo en apariencia. El ocultamiento de su carácter de saber al interés de las clases y del Estado sólo favoreció el desarrollo de un saber tecnocrático –que acabó imponiéndose, pero no a finales del siglo XIX y principios del XX. De hecho, adquirió este carácter sólo más tarde.
Despreciando el fructífero pasado de esta ciencia, Stanley Jevons, por ejemplo, declaró que “si la economía ha de ser una ciencia, debe ser una ciencia matemática”. Alfred Marshall, quien también utilizó el cálculo en la construcción de la naciente economía neoclásica, relegando, sin embargo, las formalizaciones a apéndices, consideró que “el papel del razonamiento científico sistemático en la producción de conocimiento es similar al de la máquina en la producción de bienes”. ” . León Walras consideró que la teoría del valor de cambio debía inspirarse en la mecánica clásica con el objetivo de construir “una ciencia similar en todo a las ciencias físico-matemáticas”.
Todos estos autores utilizaron las matemáticas con el objetivo principal de formular una teoría de las decisiones económicas, de compra y venta de bienes en particular, conocimiento basado en el papel de los incrementos marginales en la maximización de la utilidad o ganancias. Sólo después, sin embargo, la estructura teórica así construida se convirtió en conocimiento instrumental destinado a la política económica. En todo caso, el hombre económico, ya en los textos de estos autores, pasó a ser pensado como una máquina computacional perfecta, autómatas que personificaban idealmente al ser humano que se convertía en soporte en las tramas concretas de la relación capital. Ese hombre finalmente se reduce a un cálculo de optimización.
Una cosa es cierta, la matematización de la economía política buscó desde un principio beneficiarse del prestigio de las ciencias naturales, que supieron emplear métodos exactos en el dominio del conocimiento de la naturaleza, condición previa para que este dominio también se hiciera efectivo y extensivo. en la industria. El efecto performativo de esta transformación fue evidente desde el principio.
La economía puede aspirar así a asemejarse a las ciencias “físico-matemáticas”, aunque su falta de rigor conceptual se haya camuflado detrás de esta precisión formal. La reducción de las utilidades de distintos bienes, en principio inconmensurables, a una medida abstracta de utilidad es, por ejemplo, una operación lógica que nunca ha sido esclarecida. Sin embargo, un enorme y pretencioso edificio teórico fue construido y arrojado sobre este abismo teórico. Al igual que los gatos en la caricatura, se eleva y flota en el vacío solo porque no te permite mirar hacia abajo en su interior.
Desde un principio, su futuro como saber tecnocrático dirigido a la gobernabilidad de las organizaciones privadas y estatales bajo el capitalismo estuvo inscrito en la matematización de la Economía. Pues, la lógica matemática empleada en la formulación de la teoría económica a partir de entonces será la lógica del algoritmo, de la automatización de los procedimientos, de la transformación del humano en máquina. Y es evidentemente coherente con la búsqueda de la eficiencia y la eficacia, aparentemente dedicada a elevar el bienestar social, pero que en realidad está enfocada principalmente a la acumulación de capital. Y esto, por estar regido por un principio de desarrollo infinito, tiene como contrapartida el agotamiento inexorable de la naturaleza humana y no humana.
Cabe señalar que la gobernanza suele entenderse como la forma en que se ejerce el poder en la gestión de los recursos sociales y económicos de una empresa, de un aparato de Estado y del sistema económico en su conjunto. Ahora bien, la finalidad de la gobernanza consiste invariablemente en la automatización de los procedimientos en general, en la automatización del comportamiento humano y, por tanto, de la propia existencia social.
Pues consiste en la gestión de las organizaciones en general a favor de la acumulación de capital. La gobernanza, en principio, por tanto, trabaja para producir sufrimiento y no placer, una mala vida y no una buena vida, aunque el sistema que regula puede compensar parte de los sujetos frustrados y permanentemente insatisfechos que crea a través del consumismo compulsivo y salvaje.
La Economía Contemporánea se presenta como una ciencia positiva, es decir, como un saber que busca conocer el funcionamiento aparente del sistema económico. Y en ese sentido, parece encajar perfectamente con la noción de economía vulgar creada por Marx en el siglo XIX. Sin embargo, esto esconde su verdadero carácter de conocimiento normativo, o mejor dicho, conocimiento técnico-normativo que trabaja en el interés central y dominante de reproducir las estructuras del capitalismo.
En consecuencia, no aplica un conocimiento neutral a un objeto que le es indiferente. Por el contrario, siempre trabaja con dos objetivos: primero, educar a los actores relevantes en la universidad, en el gobierno y en el sector privado para que comiencen a actuar, mecánicamente si es posible, de acuerdo con las supuestas necesidades de reproducción de el sistema; segundo, instituir normas reglamentarias que establezcan las condiciones dentro de las cuales opera este sistema.
Sin embargo, como es bien sabido, el funcionamiento del capitalismo tampoco es neutral. En primer lugar, porque privilegian siempre a las clases dominantes en detrimento de las clases dominadas, las cuales, sin embargo, pueden ser más o menos protegidas de la insaciable naturaleza explotadora del capital, en beneficio, en general, del capital mismo. Además, incluso dentro de estas grandes composiciones sociales, pueden favorecer a ciertas fracciones, ya sea de las clases dominantes o incluso de las clases subordinadas. Por eso el conocimiento económico está inexorablemente atravesado por intereses; Los economistas son siempre celosos empleados de estos intereses, aunque lo nieguen perentoriamente para obtener legitimidad de los conocimientos que profesan.
Incluso el precepto metodológico de que el conocimiento supuestamente científico debe guiar y gobernar la práctica utilitaria y tecnocrática es violado con frecuencia por la economía. He aquí, es aún más cierto en este campo que las teorías se construyen -adaptan, moldean- con el propósito principal de apoyar ciertas prácticas previamente juzgadas adecuadas para satisfacer ciertos intereses. Y esto está permitido por la naturaleza de los modelos empleados en economía.
Como sus supuestos son, en general, muy poco realistas, pueden ser convenientemente arreglados al antojo del formulador tecnocrático, para obtener ciertos resultados. Y éstos, evidentemente, surgen a instancias de ciertos intereses particulares, que muchas veces se expresan en forma de dinero. Por eso autores como Franco Berardi acusan a la Economía de presentarse como una ciencia, cuando ya no lo era, para convertirse en una prédica de intereses inconfesables.
Y aquí es necesario dar un ejemplo. El crecimiento de la deuda pública en los países capitalistas avanzados en las últimas décadas se ha convertido en motivo de preocupación para los intereses financieros que, como es sabido, dominan en el capitalismo contemporáneo. Entonces los economistas de la corriente principal, Robert Barro, por ejemplo, trató de formular una teorización “seria” para demostrar que los déficits públicos no estimulaban la expansión del sistema económico. Y que, por tanto, conviene evitar para no poner en peligro la marcha del crecimiento económico, cuya fuerza supuestamente proviene del sector privado.
Le dieron un bonito nombre a esta “teoría”: “teorema de equivalencia ricardiana” y la presentaron mediante modelos matemáticos muy sofisticados, que no son accesibles al entendimiento de la gente en general e incluso de los economistas que no quieren perder el tiempo con la escolástica de la economía matemática. De acuerdo con este “teorema”, los déficits fiscales, aun cuando fueran financiados por el crecimiento de la deuda pública –y no, por lo tanto, por aumentos de impuestos– serían rápidamente compensados por la reducción de los gastos del sector privado. Así, lo que uno pone, el otro más dinámico lo quita, de tal forma que el efecto final puede ser bastante desastroso. Es entonces sobre la base de este tipo de "teoría" que los economistas corriente principal tienden a asustar a los políticos con la exigencia imperiosa de que opten por la austeridad fiscal y monetaria.
Ahora bien, esta proposición supuestamente positiva no está respaldada por ningún dato histórico de las economías capitalistas en general. Las estadísticas macroeconómicas simplemente muestran que no es cierto [1]. Sin embargo, los economistas que formularon esta conjetura se basaron en evidencia imaginaria: según ellos, los agentes del sector privado forman expectativas racionales sobre el comportamiento del gobierno: si hoy el sector público se financia elevando su déficit, mañana subirá los impuestos para equilibrar su presupuesto; por lo tanto, el único comportamiento racional del sector privado es contraer su gasto inmediatamente. Suponen, por tanto, que los agentes privados aprendieron esta lección no de la experiencia práctica, evidentemente, sino de los “tratados” que estos economistas altamente competentes redactaron con la esperanza de ganar un (ig)premio nobel de Economía.
Ante esta situación, para quien escribe aquí, no es posible tener una convivencia democrática con economistas que optaron por la economía tecnocrática. Tenga en cuenta que ellos, debido a la fragilidad de sus posiciones, tienden a comportarse de manera extremadamente arrogante. Por el contrario, es necesario criticarlos para contenerse en sus prácticas docentes y de gobierno, que en última instancia socavan la democracia e incluso el bienestar de la mayoría de la población, así como posiblemente el futuro de la civilización.
* Eleutério FS Prado Es ptitular y profesor titular del Departamento de Economía de la USP. Autor, entre otros libros, de Complejidad y praxis (Pléyade).
Nota
[1] Véase Podkaminer, León. “Preludio a una crítica a la doctrina de la equivalencia ricardiana”. En: Revisión de economía del mundo real, Nº 93, 2020.