Padres por escrito: o el amor y sus opuestos

El Lissitzky, Proun GK, c. 1922-23
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por MARIZA WERNECK*

Lea un artículo del libro recientemente publicado “Laço”, organizado por Daniela Teperman, Thais Garrafa y Vera Iaconelli

"Desarrolla tu rareza legítima(Rene Char)

Los padres, si no me equivoco, siempre han existido. La paternidad es un invento reciente.

“La vida es simple” – dice el escritor y músico Kalaf Epalanga (2019, p. 9). “Ser padre esencialmente implica reconectarnos con nuestros instintos más primarios. Ya hemos estado en el lugar del bebé que ahora tenemos en nuestros brazos, solo que no tenemos el recuerdo de esa época”.

Quizás no sea tan simple como eso. Las mujeres, eso sí, siempre han tenido su cuerpo y su destino inmemorialmente ligados a la función procreadora, con derecho a males y prodigios. Vírgenes o Medeas, Brujas, Madrastras, Sobreprotectoras, Grandes Madres o Pietás, las mujeres y su “delantal todo sucio de huevos” tardaron siglos en distinguir la maternidad de la maternidad, en repudiar y desembarazarse del tan publicitado instinto maternal, así como en comprender que, además de ellos, había alguien más preocupado, por el hecho, tan banal como milagroso, de que un niño viniera al mundo.

Los padres, los fundadores de la cultura, hay que reconocerlo, nunca se han visto muy bien en las cintas. Nuestra imaginería mítica se refiere a un dios primordial, Urano, que se casó con su propia madre, Gaia, y mantuvo a sus odiados hijos encerrados en su útero. Alentados por su madre, personificación de la Tierra, los niños se rebelaron contra Urano. Cronos, el menor de ellos, castró a su padre y arrojó sus testículos al mar. Y así nació Afrodita.

El destino de Kronos, sin embargo, no fue muy diferente al de Urano. Tomó para sí a todas las mujeres, el único entre todos los varones que tenía derecho a venir. Sin embargo, temeroso de ser destronado por sus propios hijos, los devoró, uno por uno, tan pronto como nacieron. Sus temores y preocupaciones fueron en vano. Una vez más intervino una madre: Rea reemplazó a uno de sus hijos recién nacidos con una piedra. Zeus lideró la rebelión contra su padre y se convirtió en el dios entre los dioses.

La historia de esta horda primitiva está llena de consecuencias en el Psicoanálisis, desde Freud hasta Lacan. Sin ánimo de embarcarnos en ello, nos corresponde, dentro de los límites de este texto, sólo señalar que, después de muerto, el padre se hizo aún más poderoso, porque engendró en los hijos, y para siempre, lo ineludible y la Culpa devoradora.

La muerte de un padre todavía persigue y estructura la formación de la psique humana. El mito de Edipo cuenta la historia de Layo, quien, según el oráculo, sería asesinado por su propio hijo, quien, a su vez, se casaría con su propia madre. Y así fue. Una tragedia anunciada, un destino del que Edipo no podía escapar, por mucho que lo intentara. Una vez más Culpa, diosa omnipresente en el imaginario humano, entra en escena. Parricida e incestuoso, el desgraciado Edipo se ciega cuando descubre sus crímenes.

Pero hay quienes cuentan la historia de otra manera: contrario a la interpretación freudiana, James Hillman (1995) ubica un infanticidio en el mito de Edipo, antes de la muerte de su padre. De hecho, sintiéndose amenazado, Layo ordena la muerte de su hijo. Implacable, aunque no perdona lo que llama “mala maternidad”, el pensador junguiano sentencia: “El padre asesino es esencial a la paternidad” (p. 87-88).

En consecuencia, el padre aparece siempre, en el relato mítico de los hijos, lleno de rencores, resentimientos, trazos oscuros y súplicas dolorosas.

Cuando uno sale del universo mítico y entra en la tierra profana de la literatura, la historia no cambia mucho. Y aquí es imposible no evocar otro prototipo, la figura paterna de Franz Kafka, descrita en carta al padre (2017). Aunque precedida por un “Querido Padre”, la primera frase dice inmediatamente a qué se refería: “Me preguntaste recientemente por qué pretendo tenerte miedo. […] Y si trato de responder aquí por escrito, sin duda será de manera muy incompleta, porque aun al escribir, el miedo y sus consecuencias me inhiben frente a ustedes y porque la magnitud del tema supera con creces mi memoria y mi entendimiento” (p. 7).

Si hacemos un pequeño inventario, apurado a lo largo del texto, de los rasgos con los que Kafka describe a su padre, encontraríamos: “fuerza”, “apetito”, “sonido de la voz”, “don de hablar”, “superioridad en el rostro del mundo”, “autosatisfacción”, “perseverancia”, “presencia de ánimo”, “saber de los hombres”, entre otros. Y no olvida señalar, para ser justos, que, al fin y al cabo, no podía ser de otra manera: el padre sólo reproducía, en su hijo, la ruidosa y enérgica educación que había recibido.

En una desproporcionada correlación de fuerzas, imposible de superar, Kafka describe su esqueleto de niño delgado y frágil aplastado por la fuerza de la figura paterna que, desde su sillón, inventaba las leyes y gobernaba el mundo. Frente a él, el niño desaprendió a hablar, pero aún así le estaba agradecido, como solo los esclavos o los mendigos pueden estar agradecidos.

Kafka también evoca a menudo a la diosa Culpa. Más bien, repudiarlo, no atribuirlo ni al padre ni a sí mismo. Como quien se disfraza. Pero finalmente concede que el sentimiento de culpa con el que vivió en la infancia se transformó en una comprensión del desamparo mutuo en el que ambos estaban inmersos.

Ese tono terrible, esa letanía dolorosa, recorre sin tregua el texto, sin redención posible. Pero, es bueno no olvidar –y sin entrar en el fondo de si se trata de un padre real, simbólico o imaginario–, estamos ante un padre en la escritura, un padre construido a partir de artificios propios de los textos literarios. Después de todo, el propio Kafka pretendía ser todo literatura y nada más. La literatura es su sustancia, su carne, su alma.

Modesto Carone (2017, p. 78) nos lo advierte en el Epílogo que sigue a su traducción de la Carta. Para él no es posible negar los fundamentos históricos y existenciales del texto, pero aun así se trata de una producción literaria. La figura del padre de Kafka, “el padre que castiga”, como dice Walter Benjamin (citado Carone, 2017, pág. 78), se proyecta a lo largo de la obra de Kafka, y también puede reconocerse en El proceso, El castillo, es en La metamorfosis, por nombrar unos cuantos.

Al tratar de comunicarse con su padre, Kafka necesitaba muchas palabras y las esparció a lo largo de su obra. Así, como dice Carone, “fue transformado por su padre en el hijo del siglo” (p. 80), refiriéndose todavía al siglo pasado, en el que vivió Franz Kafka. Volveremos a eso.

Otros son más sintéticos, pero no dejan de afirmar, de manera contundente, su condición, como lo hizo el poeta Vladimir Diniz (1971) en el poema “O Filho do Pai”: “P de pai, Ai de Filho”. O, como resume Jacques Lacan a lo largo de su obra: “Padre [padre], Peur [miedo]".

Vamos. Otro padre se acerca y, esta vez, no encarna la figura del Miedo, ni la de la Ley. Más bien, un dolor profundo y extraño. Esta es la figura paterna creada por Guimarães Rosa en el cuento “La tercera orilla del río” (1994, p. 409-413).

Un padre en todo diferente al de Kafka: “Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo. Solo silencio. Nuestra madre era la que nos conducía y nos reñía en el diario”.

Pero un día, cuenta el narrador, el padre encargó una canoa. Sin decir nada ni despedirse, se subió a él y se dirigió al río, sin responder a la pregunta de su hijo: "Padre, ¿me llevas contigo en esa canoa tuya?" no lo hizo

Y allí se quedó, “en esos espacios del río mitad y mitad, siempre dentro de la canoa, para que nunca más volviera a saltar”.

El pueblo atribuyó tan extraña situación a alguna enfermedad, tal vez lepra, oa una promesa de pago. ¿Loco? No, que la madre prohibiera esa palabra: “Nadie está loco, o bien todos”.

El hijo, en las orillas, cuidaba a su padre. Tomó azúcar moreno, un racimo de plátano, pan de pan. La madre fingió no ver y se lo puso fácil, dejando las sobras a la vista.

Con el tiempo dejaron de hablar de él, solo pensaron: “No, nuestro padre no podía ser olvidado. Si la gente, por un rato, fingía olvidar, era para volver a despertar, de repente, con la memoria, al ritmo de otros sobresaltos”.

La hija se casó. Tuvo un hijo y fue a llevar el bebé al padre para conocerlo. Ni siquiera apareció en las orillas del río. Todos lloraron. Poco a poco, se fueron alejando de ese lugar. Primero la hija. El hermano. Madre más tarde.

Todo lo que quedaba era el hijo que, según decían, se iba pareciendo cada vez más a su padre. Al igual que Kafka, nunca logró casarse: “De todos modos me quedé aquí. Nunca podría querer casarme. Me quedé, con el equipaje de la vida. Nuestro padre me faltó en las andanzas del río, en el desierto, sin dar razón alguna de su acción”.

El padre, en su canoa, ausencia omnipresente, era, en todos los sentidos, la oposición más perfecta al padre del narrador kafkiano. Era como él en un detalle: estableció la culpa, como Cronos, como Layo: “Soy un hombre de palabras tristes. ¿De qué me sentía tan, tan culpable? Si mi padre, siempre haciendo ausencia. […] Me estrujó el corazón. Él estaba allí, sin mi tranquilidad. Soy culpable de lo que ni siquiera sé, de dolor abierto, en mi foro”.

Un día, se decidió. Se acercó a la orilla del río, llamó a su padre hasta que apareció. Y sugirió: “Padre, usted es viejo, ya ha hecho tanto. Ahora viene el Señor, no hay más necesidad... Viene el Señor, y yo, ahora mismo, cuando sea, a voluntad de los dos, tomaré tu lugar, de ti, en la canoa!...".

El padre hizo como si estuviera de acuerdo, se acercó. Esta vez, fue el hijo quien no pudo. Huyó. Y siguió “rogando, pidiendo, pidiendo perdón. ¿Soy un hombre después de esta quiebra? Soy lo que no fue, lo que permanecerá en silencio”.

Lo único que le quedaba al narrador era la esperanza de que, un día, cuando muriera, lo depositarían “en una pequeña canoa, en esta agua sin fin, con largas orillas…”.

No hay nada que añadir al hermoso cuento de Guimarães Rosa, hecho enteramente de dolor. Está todo ahí. Todo sucede como si el cuento ya contuviera su propia interpretación.

El padre del narrador kafkiano, desde su sillón, prolijo, gobernaba el mundo. Frente a él, su hijo desaprendió a hablar. La de Rosa, en cambio, encerrada en su silencio, escondida en el fondo de la canoa, sólo convertía a su hijo en un hombre de tristes palabras. Lo que hay de parecido entre los dos, más allá de la culpa -ese común denominador ineludible-, es que, aún frente al obstinado silencio de uno, y al excesivo discurso del otro, estamos ante dos niños que narran.

Si el padre de Kafka, como dice Carone, lo convirtió en el hijo del siglo, es imposible no notar que algo ha cambiado. En efecto, cuando hojeamos aleatoriamente los catálogos de algunas editoriales brasileñas, a partir del año 2000, es fácil observar un volumen importante de libros escritos por padres que narran e inventan una paternidad nueva, sensible, aunque difícil, tantas veces . Cansados, quizás, de encarnar este lugar ambiguo, de la Ley y el Orden, abandonan el sillón, o la canoa, toman el suelo y tratan de remar solos.

¿Qué tendrán en común estos padres... narradores? En su mayoría jóvenes, padres primerizos, como suele decirse. Algunos catalogan sus libros como ficción, como debe ser, y como enseñó Kafka. Otros señalan el carácter testimonial de sus relatos. Sin excepción, excelentes, reconocidos escritores, que han ganado premios nacionales e internacionales. Incluso hay un Nobel entre ellos.

Por nombrar unos cuantos: un asunto personal, de Kenzaburo Oe, novela de 1964, pero traducida en Brasil recién en 2003; no eras tu lo que esperaba, de Fabien Toulmé, historietas, 2014 (edición brasileña de 2019); entre el mundo yo, por Ta-Nehisi Coates, declaración personal, 2015; adiós trilogía, de João Carrascoza, novela, 2017; mi chico callejero, de Luiz Fernando Vianna, 2017; padre de niña, de Marcos Mión, 2018; El padre de la niña muerta., de Tiago Ferro, novela, 2018.

Sin embargo, lo que más los identifica -y sorprende- no es solo la calidad de sus textos, sino la calidad muy especial de su paternidad. Salvo contadas excepciones, son padres de niños autistas, niños con síndrome de Down, o simplemente negros, ese estigma tan fuerte que se pega a la piel casi como una enfermedad. ¿Por qué escriben estos padres? ¿Lo que ellos dicen?

Un libro del siglo pasado, que data de 1964, pero que llegó a Brasil recién en 2003, cuenta la historia de Bird, un joven profesor cuya vida fue devastada por el nacimiento de su hijo con un raro síndrome. Una malformación del cráneo dio la impresión de que el bebé tenía dos cabezas. Y el padre tuvo que decidir entre una cirugía arriesgada y la posibilidad de no hacer nada, dejando que la muerte se encargara de llevárselo en unos días.

El romance un asunto personal, de Kenzaburo Oe (2003), premio Nobel en 1994 es, cuanto menos, inquietante. Las palabras con las que describe a su hijo –“la personificación de toda infelicidad”, “monstruo de dos cabezas”, “gusano”, “perro”, ahogado”, “ser repulsivo” (dejémoslo así)– demuestran, hasta el agotamiento , la intención destructiva del escrito, una violencia verbal francamente asumida por el autor.

La impiedad de las descripciones, la muerte del bebé, tantas veces planeada, y todos los demás demonios que Kenzaburo exorciza en el libro escandalizaron al traductor de la edición brasileña que, admitió, no habría pasado de las primeras páginas de haberlo hecho. no ha respondido a un pedido del editor. Aparentemente, suavizó algo.

Bird, el personaje paterno de la película, se sumergía en el alcohol y el sexo, enfrentaba peleas callejeras, adoptaba todo tipo de conductas reprobables, aullando su desesperación como una herida expuesta, un "dolor abierto", como el del personaje Pink de Guimarães.

La herida no cierra, pero el final del libro sugiere, aunque sea levemente, alguna posibilidad de redención: “[…] expió el rostro de su hijo en los brazos de la mujer. Quería ver su propio rostro reflejado en el rostro del chico. De hecho, pudo verlo en el espejo de los ojos negros y cristalinos del niño, pero la imagen era tan diminuta que no le permitía ver los nuevos rasgos de su rostro. Tan pronto como llegué a casa planeé mirarme en el espejo. Y luego consultar el diccionario que le había dado el repatriado Deltcheff, con la palabra esperanza escrito en la cubierta interior. Pretendía hacer la primera consulta en este diccionario de un pequeño país de la península balcánica. buscaría la palabra paciencia” (pág. 221-222).

Pasemos a la vida real: el escritor Kenzaburo es un pacifista, que lucha contra las armas nucleares. Escribió sobre Hiroshima, Nagasaki y Fukushima. Tenía 29 años cuando nació su hijo, con numerosas patologías. Kenzaburo lo llamó Hicari, que significa "luz". Mientras se decidía -o no- por la cirugía sugerida por los médicos, se refugió en Hiroshima. Como afirmando, y reconociendo, lo que diría muchas veces después en innumerables entrevistas: las fuerzas más poderosas que movilizan su escritura son su hijo, Hicari, e Hiroshima. A partir de entonces dedicó su vida a luchar por estas causas.

Kenzaburo cuidó a su hijo con cariño. Hicari apenas reaccionó a los estímulos y no habló. Para el padre, el acto de escribir era una forma de darle voz. Ella le hizo escuchar conciertos de pájaros. Una vez, en un paseo por la montaña, una vocecita lo sorprendió: “Esto es una cuína”. Hicari tenía seis años.

Era sólo el principio. En poco tiempo pudo reconocer más de setenta cantos de pájaros. Luego vino el piano. Hicari se convirtió en un compositor muy conocido y respetado en Japón.

Es hora de que abramos otro libro: el hijo eterno, novela de Cristovão Tezza, publicada en 2007, ganadora de numerosos premios nacionales e internacionales. El libro cuenta la historia de Felipe, nacido con síndrome de Down, y su padre, involucrado en la invención de su paternidad.

El comienzo repite, como un mantra, el comienzo de otros libros, de otros padres: la espera ansiosa pero feliz por la llegada del niño, las aflicciones del parto, hasta que, en un segundo, el mundo entero se derrumba y estás en Hiroshima.

Mientras espera el nacimiento de Felipe, el padre repasa mentalmente su vida, y sabe que “él también estaría naciendo ahora, y le gustaba esta imagen más o menos edificante” (p. 10).

Aunque todavía no sabía quién vendría, era optimista, porque “un niño es una idea de niño y la idea que tuvo fue muy buena. Un buen comienzo” (p. 19).

Muy lentamente, la narración adquiere un tono más oscuro, a partir de la descripción del parto: “El nacimiento es una brutalidad natural, la expulsión obscena del niño, el desmantelamiento físico de la madre hasta el último límite de resistencia, el peso y la fragilidad de carne viva, sangre, todo un mundo de signos fue creado para ocultar la cosa misma, cruda como una cueva oscura” (p. 24).

Pero los demonios entraron. Finalmente, los médicos le informan del estado del bebé, con precisión científica, en la que considera la mañana más brutal de su vida. A partir de ahí, la narración se convierte en un choque entre él y el niño, un esfuerzo sin precedentes por transformar a ese bebé en un hijo, para que finalmente pueda convertirse en padre.

La perspectiva de una muerte prematura rondaba esos días casi como una promesa. Solo mucho más tarde se dará cuenta de que será necesario sobrevivir al niño, para que él, que sabe, no se quede solo. Tendrás que hacer tu parte, dejar los cigarrillos, tal vez el alcohol.

Lo más impactante -y hermoso- del libro es el hecho de que, si bien el narrador sigue siendo un observador privilegiado de esa especial infancia, mezcla su vida con la suya y, sin concesiones, mientras observa al niño, se observa a sí mismo en su totalidad. .

Sabe que está hecho de la misma precaria humanidad que su chico, sabe que los dos forman parte de esta misma extraña fauna humana y, por tanto, cada uno por sí mismo, tendrá que desarrollar su propia extrañeza.

Felipe tiene una hermana, que cumple con todos los “estándares de normalidad”. Pero su presencia apenas roza el libro, ligera, delicadamente. Lo que está en juego aquí es solo él y su hijo, y sus vidas entremezcladas. Por eso el padre se compromete a hacerlo cómplice de su mundo masculino, que sólo es de ellos dos. El fútbol. Y “hoy hay un juego. […] El juego comienza una vez más. Ninguno de los dos tiene la menor idea de cómo terminará esto, y eso está bien” (p. 222). Y así se cierra otro libro.

A través del entrelazamiento de estas dos vidas, se construye una historia de amor sensible y fuerte, que no se atreve a decir su nombre, un amor tantas veces velado bajo la forma de una poderosa racionalidad, pero donde la ira, el dolor, el desconsuelo.

Surge una pregunta: ¿dónde están las madres de estos niños? ¿Lo que ellos dicen? ¿Escriben? O, ¿por qué no escribir?

Estrella solitaria en medio de tantas voces masculinas, se escucha el canto de Olivia, cantante, compositora y madre de João, que nació con un síndrome tan severo como el de Hicari. En O que é que ele tem (2015) cuenta esta historia.

Olivia Byington tenía solo veintidós años cuando nació João. Tuvo un embarazo solar, como ella misma asegura. Senderismo, jugos naturales, la promesa de un nacimiento ecológico. No fue así. Tras el susto inicial -y el rechazo inicial-, inició su largo aprendizaje en el amor por la diferencia, que aún perdura.

Aprender a amar a un niño que no se parece en nada a ti. Después de todo, todo nacimiento establece inmediatamente una relación de semejanza. En la barbilla, en el color de los ojos, en el cabello. Y, si la muerte prematura rodea, casi como una esperanza, la existencia de ese ser especial, es necesario prepararse, primero, para otro tipo de muerte. De luto el hijo de los sueños, el que no vino: bello, perfecto, sano.

Olivia mira con serenidad el camino recorrido con João y está orgullosa de ello. Aunque físicamente no está preparado, en sus palabras, João está listo para la vida, tiene cualidades increíbles y hasta es capaz de ser feliz a su manera.

Otros padres se suceden unos a otros. En Entre el mundo y yo Ta-Neshisi Coates (2015) periodista, escritora premiada y negra (principalmente negra), escribe una larga carta que comienza: “Hijo,”.

Lo que hace, lo que dice, es tratar de explicarle a su hijo lo que significa habitar un cuerpo negro, un cuerpo que lleva esta “marca de nacimiento de la condenación”. Y todas sus consecuencias. “Esto es lo que quería que supieras: en Estados Unidos, es tradición destruir el cuerpo negro; es una herencia” (p. 107).

Al mismo tiempo que Coates intenta descifrar este doloroso legado para su hijo, como padre se reconoce atrapado en cadenas generacionales que lo avergüenzan. Era necesario aprender: “[…] Ojalá hubiera sido más suave contigo. Tu madre tuvo que enseñarme cómo amarlo, cómo besarlo y decirle que lo amo todas las noches. Incluso ahora no parece ser tanto un acto natural como un acto ritual. Y por eso estoy herido. Eso es porque estoy atascado con los viejos métodos que aprendí en una casa endurecida” (p. 126-127).

Ellos también. Hombres que aprenden, cada día, el duro trabajo de convertirse en padre. Luchando, tantos de ellos, por deshacerse de viejos métodos, aprendidos en una casa igualmente endurecida. Para saber un poco más, escribe. Y comparten con su descendencia, como bien dijo Kafka, la comprensión del desamparo común. Para, quién sabe, desmentir el mito y finalmente transformar al padre en una figura de amor como quizás, siempre –en secreto– lo fueron.

*Mariza Werneck es profesor de antropología en la PUC-SP. Autor de El libro de las noches: memoria, escritura, melancolía (Educación).

referencia


Daniela Teperman, Thais Garrafa y Vera Iaconelli (eds.). Enlace. Belo Horizonte, Auténtica, 2020, 118 páginas.

Referencias bibliográficas


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DINIZ, Vladímir. poesía los sábados. Belo Horizonte: Ediciones Oficina, 1971.

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HILLMAN, James. Laio, infanticidio y literalidad. En: HILLMAN, James; KERENYI, Karl. Edipo y variaciones. Traducción de Gustavo Barcellos y Edgar. Petrópolis: Voces, 1995.

KAFKA, Franz. Carta al padre. Traducción de Modesto Carone. São Paulo: Companhia das Letras, 2017.

MIÓN, Marcos. Papá niña: para leer junto a tu hija y construir una relación para toda la vida. São Paulo: Academia, 2018.

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ROSA, Joao Guimaraes. La tercera orilla del río. En: ficción completa, v. II. Río de Janeiro: Nova Aguilar, 1994.

TEZZA, Christopher. el hijo eterno. Río de Janeiro: Registro, 2007.

TOULME, Fabien. No eras tú a quien esperaba. Traducción de Fernando Scheibe. Belo Horizonte: Nemo, 2017.

VIANNA, Luis Fernando. Mi chico callejero. Río de Janeiro: Intrínseco, 2017.

 

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