por MARIANA ÁLVAREZ ORELLANA*
El presidente electo de Perú heredará un país profundamente dividido
Pedro Castillo, hijo de un trabajador agrícola de la región Cajamarca, beneficiario de la Reforma Agraria de 1969, bajo el gobierno de Juan Velasco Alvarado, es el nuevo presidente de Perú. El terreno obtenido cambió radicalmente la vida de su familia y Pedro pudo asistir a la escuela, se convirtió en maestro y hoy ocupa el cargo más alto de la república, tras derrotar a la candidata de ultraderecha Keiko Fujimori.
Keiko fue la más impopular de los 18 candidatos presidenciales que participaron en las elecciones de 2021, con más de la mitad de los votantes declarando que nunca votarían por ella. Pero el reconocimiento de su nombre la ayudó nuevamente, y logró postularse en segunda vuelta con Pedro Castillo, quien nunca había ocupado un cargo público y era despreciado por muchos observadores y analistas por su condición de agricultor y maestro rural.
¿Fue una sorpresa? Una pequeña mayoría de los sectores más pobres se impuso a la poderosa élite peruana cuando era previsible que quienes detentan los recursos del poder en sus manos asegurarían su continuidad, al menos a través de las elecciones. Pero la clase dominante no ha podido controlar el escenario político: peruanos de a pie, terrucos [izquierdistas], hartos del modelo que favorece la desigualdad, el racismo, el odio, la exclusión, la discriminación, dijeron basta.
El modelo neoliberal había estado en decadencia durante algún tiempo. Una serie de presidentes terminaron siendo acusados de corrupción, detenidos, huidos o suicidados. La salud y la educación se convirtieron en un negocio lucrativo, pero desproporcionadamente a costa de los “desheredados de la tierra”, desesperados ante la incapacidad absoluta de un Estado subsidiario de los intereses de las élites.
Y así nació un gobierno de los pobres, que ahora tiene la tarea de demostrar que también es para los pobres. El gobierno del maestro rural socialista levantó gran expectativa en el pueblo, y preocupación en las élites ante el surgimiento de un gobierno progresista, patriótico, democrático, autónomo y antiimperialista, nacionalista y popular (al menos en el papel), no apegado a ideologías o dogmas.
Y la promesa de una nueva Constitución que conforma el nuevo Perú. Para que el sueño se haga realidad, es necesario consolidar la unidad de las fuerzas progresistas, actuar con serenidad y cautela, desterrando el sectarismo, el caudillismo y el hegemonismo. La derecha intenta introducir moldes que separen a Pedro Castillo de Vladimir Cerrón, el Perú libre do Juntos por el Peru y las fuerzas independientes de los partidos de izquierda. El objetivo es resquebrajar (y si es posible destruir) el mosaico que garantizaba el triunfo popular.
Durante la campaña, Castillo estableció una estrecha alianza con Verónika Mendoza del partido progresista Juntos por el Peru, dos veces candidato presidencial, y busca construir una coalición de trabajo con otros partidos centristas como Somos Perú, o con su propio partido sobre temas clave de derechos humanos, incluidos los derechos LGBT+, los derechos de las mujeres y la pena de muerte.
Hoy la unidad no basta, necesitamos la organización del frente social por el cambio que se inicia, en el que se unan trabajadores, campesinos, mujeres, técnicos, estudiantes y especialistas, víctimas del modelo neoliberal que debe acabar con la celebración del Bicentenario. en la defensa militante de un gobierno popular y parte de una democracia participativa, la garantía de la irreversibilidad de los cambios. Hoy, en América Latina, la izquierda es la calle.
La derecha ya ha desarrollado su política de acoso. El prolongado juicio provocado por la gran mentira de Keiko Fujimori sobre el fraude electoral ha contribuido a socavar la confianza en las instituciones electorales del Perú y la legitimidad de la presidencia de Pedro Castillo.
Su narrativa de fraude, mezclada con discursos racistas y Macartistas, también contribuyó a la radicalización de los fujimoristas, quienes recurrieron al hostigamiento y hostigamiento por parte de funcionarios electorales, protestas callejeras y ataques violentos contra periodistas y dos ministros de Estado.
Su único objetivo es derrocar al nuevo presidente o, como mínimo, hacer insostenible su gobierno. Lo hizo entre 2016 y 2021, cuando sus tácticas obstruccionistas resultaron en la destitución de dos presidentes y el nombramiento de otro, lo que derivó en protestas masivas en su contra, que culminaron con el nombramiento del actual presidente, Francisco Sagasti.
La táctica de Keiko es similar a la del expresidente estadounidense Donald Trump, quien se negó a reconocer su derrota ante Joe Biden, buscó presionar a las autoridades electorales para que "encuentren" votos para cambiar los resultados y se sustentó en un ecosistema de noticias conservadoras dispuestas -en un episodio dorado de terrorismo mediático - difundir esta “gran mentira” del fraude electoral.
La “gran mentira” de Keiko, repetida por los principales medios de comunicación, corre el riesgo de socavar la confianza en las elecciones y las instituciones democráticas. Intenta imponer al imaginario colectivo que se cometió una supuesta injusticia, pero también representa una amenaza existencial para el futuro del país, porque alimentar miedos y odios puede establecer un clima político que se utilizará para justificar la necesidad de medidas extremas: una destitución por el Congreso o un golpe militar.
Keiko no está dispuesta a aceptar la derrota por tercera vez y ha adoptado las mismas tácticas de tierra arrasada evidentes durante su reciente papel como líder de la oposición.
El maestro manipulador de su padre (el dictador Alberto Fujimori), Vladimiro Montesinos, intervino desde la prisión militar en la que se encuentra, asesorando a Keiko sobre cómo debatir con Castillo y cómo subvertir los resultados electorales, incluida la recaudación de fondos para esta iniciativa.
Algunos de sus aliados más cercanos, como el novelista Mario Vargas Llosa, justificaron abiertamente un golpe de Estado: “Todo lo que se haga para detener esta oscura operación contra la legalidad, contra la democracia, está perfectamente justificado”, dijo.
Hoy, la posibilidad de un golpe militar parece remota. Pero un escenario posible es que los diversos partidos de derecha en el Congreso se unan para obligar a Castillo a dejar el cargo, utilizando la cláusula de "incapacidad moral" de la Constitución, que requiere solo 87 de los 130 votos del Congreso.
Es la primera vez en la historia de Perú que alguien como Pedro Castillo, hijo de campesinos analfabetos, gana la presidencia, y que ha resistido la avalancha de ataques Macartistas, insultos raciales y esfuerzos para robar elecciones.
Pero el 28 de julio asumirá la presidencia de un país profundamente dividido y especialmente golpeado por la pandemia. Castillo carece de mayoría en el Congreso, con apenas 37 de 130 escaños, y se enfrentará a un bloque hostil de partidos de derecha que buscan frustrar su agenda política y podrían tratar de destituirlo.
No hay duda de que el establecimiento seguirá –al igual que los medios hegemónicos– con su postura hostil hacia su gobierno, presionando para llevar al Perú al punto de quiebre. Castillo tendrá que desarrollar su capacidad para construir un frente sólido y avanzar hacia la democracia participativa, capeando las tormentas y la agitación que se forman en la red corrupta de las instituciones.
*Mariana Álvarez Orellana, antropóloga y profesora, es investigadora del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
Traducción: Fernando Lima das Neves.
Publicado originalmente en el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico.