por EZEQUIEL IPAR*
El precedente que dejará el decreto firmado por Milei tiene consecuencias sistémicas mucho más amplias, tanto para el juego político como para la estabilidad de las normas jurídicas.
Es muy probable que estemos ante un presidente que ha confundido el mandato de reordenar la macroeconomía con la tarea mesiánica de refundar la sociedad sobre la base del libertarismo conservador. Pero tenemos que señalar –y es importante insistir en esto– que también nos enfrentamos a una sociedad civil que votó mayoritariamente por un programa de extrema derecha, jugando con la fantasía de que no haría “las locuras que dijo que serviría”.
Cuando advertimos que detrás de la candidatura de la derecha radical vernácula había un riesgo democrático, nos referíamos exactamente a lo que podría suceder como acaba de suceder: una decreto de necesidad y urgencia (DNU) que modifica y deja sin efecto más de 300 leyes vinculadas a aspectos trascendentales para la vida social, económica, cultural y política de nuestro país. Sabemos que en el pasado votaron delegaciones universitarias y se aprobaron normas que intentaban dar respuesta a situaciones de emergencia económica.
En todos los casos, tratándose de medidas cuestionables, se trataba de normas que surgían de acuerdos políticos y eran sancionadas en el parlamento, siguiendo los procedimientos legales estipulados en la constitución. El decreto que ahora tenemos ante nosotros es un auténtico estado de excepción en cuanto a la promulgación de normas legales y, lo que es peor, una autorización para el uso incontrolado de la autoridad política delegada.
Javier Milei sin duda se aprovecha de normas que establecen un control débil y mal pensado para este tipo de decretos. La ley que regula el DNU genera objetivamente incentivos para legislar en temas importantes a través de herramientas que favorecen la discrecionalidad del presidente. Es incoherente que la indiferencia de una cámara sea suficiente para aprobar un reglamento que de otro modo requeriría la deliberación y aprobación de ambas cámaras.
El precedente que dejará el decreto recientemente firmado por el actual presidente tiene consecuencias sistémicas mucho más amplias, tanto para el juego político como para la estabilidad de las normas jurídicas. Si estas grandes transformaciones de la sociedad pueden llevarse a cabo con una herramienta jurídica extraordinaria, entonces todo el sistema jurídico se debilita y, al mismo tiempo, el poder político se transforma radicalmente.
¿De qué sirve, de ahora en adelante, disputarse el poder legislativo de senadores y diputados, o las funciones interpretativas de los tribunales de justicia, si el presidente puede anular, modificar y aprobar un extenso número de leyes cuando quiera? Este precedente caótico ya no será borrado del propio sistema legal, ni de las costumbres de los actores políticos, reorganizando así toda la vida pública en una dirección posdemocrática.
Todas estas anomalías revelan múltiples fracasos. Muchas de ellas han sido señaladas hasta el cansancio, empezando por la actuación del gobierno anterior en un contexto de múltiples crisis que lo superaron. Pero en términos políticos, el fracaso del parlamento a la hora de alcanzar acuerdos sobre cuestiones importantes para la sociedad y la economía en tiempos de crisis es claramente evidente.
Muchos líderes políticos y legisladores de diferentes partidos del ámbito democrático vieron la necesidad de estos acuerdos. No es razonable que con cada cambio de gobierno cambien el régimen monetario, los niveles permitidos de deuda pública y la estructura del sistema tributario. El Parlamento también es corresponsable del orden económico. De lo contrario, cada cambio de gobierno se convierte en una oportunidad para “el negocio del caos político”, que, dependiendo de lo que esté en juego y del poder de influencia sobre los nuevos funcionarios, puede ofrecer beneficios económicos sorprendentes.
Cuando el parlamento no delibera ni decide sobre cuestiones relevantes para el conjunto de la sociedad, acaba al margen en un doble fracaso: desacreditado por la ciudadanía y delegando en el presidente las decisiones que fueron motivo de desacuerdo político. En el futuro, será fundamental recordar que los legisladores democráticos son aquellos que colaboran con nuevas ideas para enfrentar los problemas públicos y generar las condiciones de negociación política necesarias para evitar el tipo de dilemas en los que ambos caminos conducen al precipicio.
Si analizamos el decreto desde el punto de vista de la voluntad política que construye por medios excepcionales –sin saber, mientras escribo esto, el destino final que tendrá– lo que aparece es la aventura de dar un salto al vacío en materia normativa. términos, que a su vez pretende reflejar la invitación a los ciudadanos a dar un salto al vacío cuando se trata de conseguir apoyo para el candidato de la derecha radical antes de las elecciones. Llama la atención la forma ideológica y claramente autoritaria de esta construcción. La imagen del exaltado candidato que rápidamente se habría transformado, gracias a la mediación de Mauricio Macri, en un presidente pragmático duró sólo una semana (menos de lo que duró la misma fantasía de moderación en relación con las presidencias de Donald Trump y Jair Bolsonaro).
Con poco más de diez días de ejercer el poder ejecutivo, Javier Milei ejecuta lo que imagina ser la refundación de la sociedad a través de un único acto de creación: el de su voluntad de soberano ilustrado. En el fondo de esta decisión reside la creencia mágica, muy probablemente compartida por muchos de sus partidarios, en la naturaleza absoluta del poder simbólico. Como si los símbolos que el sujeto cree poder manipular con destreza tuvieran la capacidad omnipotente de atravesar la realidad recreándola de la nada, este renacionalismo delirante capta algunos de los efectos que sobre los sujetos dejó la pandemia y el mal gobierno.
Lo mismo ocurre con la interpretación de la idea de urgencia invocada por el decreto, que parece más sacada de los manuales de teología política de Carl Schmitt y menos de una lectura concreta de los problemas urgentes de la sociedad argentina. El modelo de discurso y de decisiones en el que viene insistiendo el presidente Javier Milei sigue la idea básica de lo que Kant llamó “autocracia”: el régimen político que tiene una relación única, la de un solo sujeto (legislador soberano) con el pueblo ( sujeto obediente). No veo cómo de ahí pueden surgir respuestas a las dificultades de una sociedad compleja y plural como la argentina.
La construcción de la confianza de los desconfiados (aquellos que no creyeron que Javier Milei haría lo que dijo que iba a hacer) debe analizarse en sus complejidades subjetivas e ideológicas. Entre la megalomanía de este tipo de candidatos y las fantasías que llevan a los ciudadanos a las urnas, existen muchas mediaciones y relaciones de poder. Pero en las democracias no se puede evitar la cuestión de la responsabilidad presente en este vínculo. Si queremos evitar que se derrumbe todo el edificio del autogobierno popular, la corresponsabilidad de los ciudadanos en el debate público, la crítica social y la reflexión abierta sobre las alternativas políticas es esencial.
Las democracias occidentales hoy tienen que lidiar con la incomodidad de una globalización opaca y desigual en la asignación de oportunidades, pero también con la frustración de una ciudadanía que no ha encontrado respuestas institucionales durante mucho tiempo. Las derechas radicales, como la encarnada por Javier Milei en Argentina, ofrecen a los individuos frustrados la posibilidad de devolver su protagonismo a través de una retirada narcisista y un autoritarismo paranoico que encuentra chivos expiatorios en todas partes. Las masas neoliberales tienen una afinidad estructural con este tipo de soluciones políticas hoy encarnadas en el puño de un gobierno cesarista y en la melancolía mitológica de la lucha por alt-right contra el socialismo y la justicia social.
Será muy difícil, en este contexto, sin acuerdos a la altura del desafío político, sin ideas que liberen a los ciudadanos de la frustración, sin responsabilidades institucionales de otros poderes públicos y, fundamentalmente, sin el coraje de líderes políticos capaces de superar viejas conflictos y generar nuevas alternativas a la arbitrariedad del poder ejecutivo, para recrear la promesa igualitaria de la democracia.
Ezequiel Ipar es profesor de sociología en la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Traducción: María Cecilia Ipar.
Publicado originalmente en el sitio web de Revista anfibios.
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