por ALFREDO BOSI*
Comenta sobre el Obra Maestra por Antonio Gramsci
La nueva edición de prisión cuadernos, admirablemente elaborado por Carlos Nelson Coutinho y sus colaboradores Marco Aurélio Nogueira y Luiz Sérgio Henriques, desafía a los lectores empedernidos de Gramsci a preguntarse qué garantiza la vitalidad de un pensamiento que, desde la década de 60, ha fecundado tanto a la izquierda europea como a la latinoamericana.
La vitalidad de un pensador se reconoce más por la fuerza de sus preguntas que por las respuestas fatalmente parciales que logra darles. Lo que queda es la pregunta, siempre que esté bien formulada; y lo que se hereda es la necesidad de encontrar la solución adecuada, y ésta puede variar según las generaciones que la persiguen.
Muchos de los temas planteados por Gramsci fueron pensados a principios de la década de 1930, en una situación mundial de altísima tensión. El triunfo del nazifascismo se produjo en los mismos años del ascenso del estalinismo y en plena crisis del liberalismo económico y político. El túnel de las dictaduras, el control de masas y la guerra total se estaba construyendo y la humanidad entera parecía condenada a perderse en sus laberintos. A pesar de todo, fue un tiempo de espera y, para algunos espíritus inquietos, una hora de esperanza.
Gramsci, arrestado a fines de 1926, vivía una amarga derrota: los socialistas y comunistas italianos, precariamente aliados desde la fundación del PCI (Partido Comunista Italiano), en 1921, habían sido derrotados por escuadrones de Fascio. La prometedora experiencia de organización obrera en la que había participado activamente en Turín, animando consejos de fábrica, círculos de cultura y un periódico militante de alto nivel, terminó bajo los mismos golpes. ordena nuovo. Muerte, exilio y prisión, esa es la suerte de los líderes revolucionarios.
¿Que hacer? En primer lugar, piensa. El tema recurrente, casi obsesivo, de nuestro joven activista sardo es precisamente el del papel de los intelectuales en las más diversas formaciones sociales. Para comprenderlo, se sumergió en la historia armado de una sólida erudición germánica, adquirida como estudiante de filología en la Universidad de Turín y alimentada, durante años, con su curiosidad de erudito incansable. “Hay que impedir que este cerebro funcione durante 20 años”, había sentenciado el fiscal al pedir la condena del subversivo Antonio Gramsci. Pensar es peligroso.
A partir de la recopilación de lecturas sobre el papel de los intelectuales desde el Imperio Romano hasta la era industrial, Gramsci indujo una tipología que aún es objeto de discusión en las ciencias sociales. Habría, en principio, dos tipos de intelectuales. Por un lado, los orgánicos, cuyo papel es el de cimentar ideológicamente a las capas dominantes: por ejemplo, el economista liberal que sanciona la hegemonía de los grupos financieros en la gestión del Estado y es capaz de discutir el carácter “natural” de la máquina a la que sirve. Por otra parte, soldando el pasado al presente, los tradicionales o “eclesiásticos” que, al no estar directamente vinculados a la producción material, garantizan la continuidad y jerarquía de las instituciones de base estatal: la Iglesia, las universidades, los tribunales (los “ aristocracia togada”), con sus mandarines y burócratas.
La distancia entre éste y el mundo de la producción crea en ellos la ilusión, que Gramsci llama utópica, de ser autónomos en relación con la máquina económica imperante: es la pretensión de la “autoposición” común entre académicos, juristas y burócratas. . Probablemente, el avance actual del capitalismo globalizado, que estrecha los vínculos entre la cultura letrada y el imperio de las mercancías, le hubiera dado a Gramsci nuevos materiales para pensar las interacciones, entonces bastante mediatizadas, ahora ostensibles, entre los grupos tradicionales y el mundo de lo orgánico.
Una tipología, incluso cuando está respaldada por una cantidad razonable de datos, es siempre un esquema ideal. Gramsci conocía la obra maestra de Max Weber, la había leído en su original y la citaba con su escrupulosidad habitual. Pero también había leído la lógica dialéctica de Hegel, de los culturalistas alemanes y, sobre todo, de toda la obra de Croce, su virtual interlocutor y constante punto de referencia polémico.
Querer interpretar a Gramsci sin haber estudiado a Croce es una tarea vana. El clima filosófico de la generación que maduró después de la primera guerra fue predominantemente croata en Italia, como recordaba Norberto Bobbio en una entrevista reciente, hablando de sus maestros. La impronta de la estética croata es inconfundible en la crítica literaria y teatral del joven Gramsci que, por cierto, la reconoce en más de uno de sus escritos.
El tema de este primer volumen de cuadernos consta de los textos que Gramsci dedicó al pensamiento de Croce. A la luz de esta formación, se comprende por qué Gramsci, al concebir una tipología de intelectuales, advierte que su proyecto es hacer historia de la cultura, y no sociología clasificatoria: “Esta investigación sobre la historia de los intelectuales no será de un carácter “sociológico” (las comillas son de Gramsci), pero dará lugar a una especie de “historia cultural” (historia cultural) y la historia de la ciencia política. Sin embargo, será difícil evitar algunas formas esquemáticas y abstractas que recuerdan a las de la “sociología”; habría que encontrar la forma literaria más adecuada para que la exposición sea “no sociológica”.”
¿Cuál sería el error de método que Gramsci pretendía descartar? Sin duda, un error que atribuyó a la sociología de su época, ferozmente determinista. La respuesta se encuentra en un extracto del cuadernos en el que el pensador dialéctico acusa el contenido pasivo y cerrado de los marcos tipológicos. Al tratar a los sujetos como cosas-objeto y enyesarlos en categorías, las mesas no contemplan el dinamismo de las conciencias, las rupturas internas y, mucho menos, los proyectos impulsados por la voluntad política de grupos que forman militantes (así, ilustres intelectuales) para el ejercicio de funciones contrarias a la mera reproducción del sistema: “El evolucionismo vulgar está en la base de la sociología, que no puede concebir el principio dialéctico con su pasaje de la cantidad a la cualidad, pasaje que perturba toda evolución y toda ley de uniformidad”.
Son palabras que podrían haber venido de otros críticos del historicismo positivista, como Benjamin y Bloch, pero que en Italia habían sido preformadas por el pensamiento de Croce. Pero las motivaciones de Gramsci iban más allá de las razones de Croce. Gramsci es un pensador revolucionario. Lo que le lleva a superar los límites de su propia tipología funcional es su proyecto de constituir en la vanguardia de la clase obrera la nueva figura del líder capaz de conjugar la pericia técnica con una cultura impregnada de valores socialistas y democráticos. Esta cultura debe crecer en el humus de la filosofia de práctica, expresión que cuadernos aparece en lugar del término “marxismo”, para eludir a los censores de la burocracia carcelaria.
Si la historia de las sociedades de clases modernas está marcada por crisis y desequilibrios, ¿por qué no podría cambiar también la imagen “positiva” de las funciones de los intelectuales? ¿Tendrían que agotar sus mentes en la tarea reproductiva de legitimar el mercado o las burocracias parasitarias? Sí, respondería el conformista siempre dispuesto a denigrar la voluntad política de los demás para ejercer mejor la suya y la de su grupo. (Léanse las agudas observaciones de Gramsci sobre los gestos precipitados de los llamados gobiernos liberales que no dudan en intervenir cuando les interesan las partes interesadas).
Pero el pensador de práctica se opone a la actitud sesgada del conformista: era necesario formar militantes que fueran intelectuales orgánicos de la clase explotada y cuyos valores democráticos, arraigados en la experiencia de los consejos de fábrica, pudieran prevalecer después de la conquista del poder. En este contexto, la expresión “dictadura del proletariado” pierde el carácter totalitario que le otorgaba la jerga estalinista y pasa a significar el gobierno del bien público por los ciudadanos-trabajadores y ya no por los estrategas de intereses estrictamente privados.
No está dentro del espacio de esta revisión desarrollar las dimensiones pedagógicas implícitas en la ética del trabajo de Gramsci. Basta señalar sus reservas sobre la escuela espontaneísta, que ya en ese momento condenaba todos y cada uno de los programas de educación “dirigida”. La opción del pensador buscaba el justo equilibrio entre la conquista de la libertad responsable y la necesidad de una disciplina intelectual y ética capaz de cumplir con las tareas de edificación de una república que se construye pacientemente sobre los escombros de un mundo decrépito.
Han pasado 71 años desde que Gramsci comenzó a escribir la primera página de sus notas (8 de febrero de 1929). Hoy, en tiempos de una industria cultural de masas, la discrecionalidad creciente del capital financiero y la reducción del poder de fuego de los sindicatos, la distancia entre el hombre de la calle, débil candidato a la ciudadanía, y los astutos mecanismos del mercado y de los funcionarios las burocracias se han ampliado. En un difícil contrapunto, movimientos sociales y sectores partidistas menos anquilosados intentan el camino de cambios de conducta y de derecho. Hay una lucha por el empleo, la renta mínima, la protección del medio ambiente, el respeto a las minorías, la calidad de vida urbana, en fin, por múltiples derechos humanos. No hay manos a medida para instruir nuevos intelectuales capaces de pensar y emprender frentes de resistencia.
Entre nosotros hay al menos un grupo que heredó la perspectiva radical: el movimiento de los sin tierra, tan mal visto por el escepticismo de los acomodados. Es notable la sed de formación cultural de sus líderes, lo que confirma la clarividencia del pensamiento de Gramsci: el "realismo" o el "pesimismo de la inteligencia" no deben socavar el "optimismo de la voluntad", ya que en rigor sólo la conciencia sufrida por la necesidad puede motivar la acción política liberadora. .
Y nadie podrá pretender sin obtusa arrogancia que conoce de antemano todas las posibilidades de un proceso social: “Cabe señalar que la acción política tiende precisamente a hacer salir a las multitudes de la pasividad, es decir, tiende a destruirlas. la ley de los grandes números. ¿Cómo, entonces, considerarla una ley sociológica? Si las leyes de la sociología positiva, ahora resucitadas por el economicismo (¡Durkheim revive en las universidades japonesas!), fueran irrevocables, nada quedaría a la voluntad política. Pero la superación de la cosificación de la sociología por la dialéctica abre, en los escritos de Gramsci, el pasaje del conformismo a la valentía de pensar la acción.
*Alfredo Bosi (1936-2021) fue Profesor Emérito de la FFLCH-USP y miembro de la Academia Brasileña de Letras (ABL). Autor, entre otros libros, de Entre la literatura y la historia (Editora 34).
Publicado originalmente en Journal of Reviews / Folha de S.Paulo, No. 34, 10 de enero de 1998.
referencia
Antonio Gramsci. Los cuadernos de la prisión, vol. 1. Traducción: Carlos Nelson Coutinho. Río de Janeiro, Civilización Brasileña, 496 páginas.