por EUGENIO BUCCI*
En el totalitarismo actual, el miedo dominante es el miedo a la invisibilidad. Por eso el poder de los algoritmos aterroriza a todos
El mundo digital ha arrojado a la humanidad a un nuevo tipo de totalitarismo. No hay otra palabra para definir la relación entre la masa de miles de millones de seres humanos y los conglomerados monopólicos globales como Amazon, Apple, Meta (dueña de Facebook y WhatsApp) y Alphabet (dueña de Google y YouTube), sin mencionar la Chino.
La gente no sabe nada, absolutamente nada, del funcionamiento de los algoritmos que controlan milimétricamente el flujo de información y entretenimiento a través de las redes. En el otro extremo, los algoritmos lo saben todo sobre la psique de cualquiera que acceda a un ordenador, un móvil, una tableta o un simple reloj de pulsera, de esos que controlan el ejercicio físico, el ritmo cardíaco, la presión arterial, los pasos y las brazadas. Estamos en la sociedad del control total – control totalitario.
Lo más asombroso es que este control sólo es posible gracias a la docilidad contenta de las multitudes. En estremecimientos de excitación exhibicionista, abrieron sus propias intimidades a las máquinas. Luego, no satisfechos con el frenesí del exhibicionismo, se entregan al voyerismo cavernoso para curiosear en la vida de otras personas. Mirando y siendo mirados, funcionan a las mil maravillas al servicio de la inmensa extracción de datos personales que, tras ser capturados, se venden a precios estratosféricos.
¿Tú no crees? Bueno, deberías creerlo. ¿De dónde cree que proviene el valor de mercado de los conglomerados? Respuesta: proviene de la captura (gratuita) y venta de datos personales de multitudes. El mundo digital logró la hazaña de establecer un orden de vigilancia total, en el que todos están mirando a los demás y, encima, se deleitan con ello. ¿Y quién gana al final? Sí, ellos mismos, los conglomerados, él mismo, el capital.
No más ilusiones optimistas. Un pacto de convivencia en el que los algoritmos ven todo y un poco más sobre la privacidad individual, mientras que los individuos no ven nada de los algoritmos, que son el centro del poder digital, solo puede llamarse pacto totalitario.
Hannah Arendt enseña que la adhesión de todos es uno de los sellos distintivos del totalitarismo. Vio que, bajo el nazismo y el estalinismo, todos los ciudadanos actuaban rápidamente como empleados de la policía política y traicionaban incluso a sus familiares. Hitler y Stalin confiaron en los servicios voluntarios de la gente común para diezmar a los disidentes. “La colaboración de la población en la denuncia de opositores políticos y en el voluntariado como informantes”, escribe el filósofo en Los orígenes hacen totalitarismo, “está tan bien organizado que el trabajo de los especialistas es casi superfluo”.
En el totalitarismo descrito por el gran pensador, el miedo impulsa a todos a obedecer. Hoy sabemos que el miedo no actúa solo. Más allá de él, está la pasión: las masas alimentan un deseo libidinal por la figura del líder. “Sed de sumisión”, en palabras de Freud. Hay un placer indecible en la servidumbre.
En el totalitarismo actual, el miedo dominante es el miedo a la invisibilidad. Ahí es donde el poder de los algoritmos aterroriza a todos. En cuanto al deseo, se manifiesta como una pasión imperiosa que lleva a un adolescente a matar y morir a cambio de un momento de protagonismo en su nombre y en su fotografía. La tara extrema de algún contacto, aunque sea remoto, con las estrellas que brillan en los escenarios virtuales conduce a la sujeción total.
Que el trabajo esclavo aparezca en este universo de disfrute y pánico no es de extrañar. Las personas, cariñosamente y cínicamente llamadas “usuarios”, trabajan gratis para las redes. Dedican horas y horas de sus días de plomo a abarrotar las plataformas con sus textos, sus imágenes, sus canciones favoritas, sus audios y sus miserias afectivas. Y es precisamente el producto de este trabajo, el trabajo esclavo, lo que atrae a miles de millones de otros "usuarios". Los conglomerados no necesitan contratar fotógrafos, cantantes, actrices, editores, periodistas, nada de eso, pues ya tienen sus seguidores fanáticos y esclavizados. Nunca, en toda la historia del capitalismo, la explotación del trabajo -y de los sentimientos- había llegado a niveles tan absurdos.
No es sorprendente, tampoco, que a la propaganda antidemocrática de extrema derecha le vaya tan bien en este entorno. El totalitarismo de las redes repele el discurso de la democracia con la misma fuerza que alienta los mensajes autocráticos. Es obvio. La política democrática necesita hombres y mujeres libres, que tengan autonomía crítica y valoren los derechos. Esos están abajo. La autocracia es todo lo contrario: sólo se difunde entre grupos violentos, embriagados por el odio e impulsados por creencias irracionales, que van en aumento.
Como el totalitarismo de nuestros días se teje a base de explotación y de dirección de la mirada, habría que llamarlo “totalitarismo escópico”. La mirada es el cemento que pega las ganas de todos y cada uno al orden abrumador. Si queremos que la regulación la enfrente, debemos empezar por exigir transparencia incondicional de los algoritmos. Es inaceptable que una caja negra opaca e impenetrable preside la comunicación social en el ámbito público. Más que inaceptable, es totalitario.
*Eugenio Bucci Es profesor de la Facultad de Comunicación y Artes de la USP. Autor, entre otros libros, de La superindustria de lo imaginario (auténtico).
Publicado originalmente en el diario El Estado de S. Pablo.
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