El significado histórico del techo de la Iglesia de San Francisco de Asís

Fachada de la Iglesia Conventual de San Francisco de Asís, Salvador. Foto: Rodrigo Baeta
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por RODRIGO BASTOS*

Toda deconstrucción del pensamiento requiere una comprensión profunda del proceso histórico que generó su objeto de atención.

Lo que ocurrió en la Iglesia Conventual de São Francisco de Assis, en Salvador, es otro triste capítulo de un proceso que afecta al patrimonio cultural brasileño, intensificado en los últimos años con los incendios del Museo Nacional, en Río de Janeiro, de la Cinemateca y del Museo de la Lengua Portuguesa, en São Paulo. Así, en los últimos días, se ha debatido mucho sobre quién sería el “culpable” de lo ocurrido en Salvador, o quién tendría la “responsabilidad” de evitar este desastre, que también se llevó la vida de una joven turista: las autoridades de la Iglesia, el IPHAN (Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional), los organismos culturales y patrimoniales locales, etc.

Este tema es difícil e importante de discutir y de hecho requiere investigaciones cuidadosas sobre las causas del accidente (Fig. 1).

Figura 1 – Interior de la Iglesia Conventual de São Francisco de Assis, Salvador, después del incidente. Foto: Felipe Decrescenzo A. Amaral

Pero el debate debe ser más amplio, con el objetivo principal de pensar en cómo podemos evitar que ocurran eventos como estos: mayor inversión, mayor valoración del patrimonio artístico y arquitectónico, protocolos de seguridad más estrictos y efectivos, conservación preventiva, educación patrimonial. En los días siguientes al incidente en Salvador, numerosos edificios de la época colonial fueron cerrados en algunas partes del país, bajo el argumento de que también podrían derrumbarse. Nuestro patrimonio requiere atención, en muchos casos con urgencia.

Quiero plantear un tema esencial para el debate, pues todo pasa inexorablemente por tomar conciencia de los significados que un monumento como éste puede tener para la cultura brasileña, y son muchos. Esta conciencia se basa en varios tipos de valores, utilizados incluso para registrar un bien inestimable: valores históricos, artísticos, estéticos, arquitectónicos, paisajísticos, cognitivos, afectivos, sociales, todos ellos esenciales y diversos, eventualmente convergentes, según la obra y el momento en que se registra como bien cultural.

Un factor es indiscutible: esta conciencia se basa fundamentalmente en el conocimiento histórico del monumento, aspecto que ayuda a reflexionar mejor sobre todos los valores que sustentan la identificación de los bienes – materiales e inmateriales – de una cultura. Quisiera hablar, pues, muy brevemente, del significado histórico que tiene este techo para nuestro patrimonio cultural; y no sólo brasileño, sino también portugues, e incluso mundial, pues este conjunto arquitectónico ha recibido los más altos y amplios reconocimientos, todos ellos muy honorables y merecidos.

La última vez que estuve dentro de esta Iglesia, en Salvador, renové la certeza de que estaba dentro de uno de los interiores más espectaculares del universo luso-brasileño (Fig. 2).

Figura 2 – Interior de la Iglesia Conventual de San Francisco de Asís, Salvador. Foto: Rodrigo Baeta

Tenemos otros interiores igualmente bellos y sublimes, como el del Monasterio de São Bento, en Río de Janeiro; de la Capilla Dorada, también franciscana, en Recife; o la Iglesia Matriz de Nossa Senhora do Pilar, en Ouro Preto (Fig. 3), por citar sólo algunos ejemplos en Brasil.

Figura 3 – Interior de la Iglesia Matriz de Nuestra Señora del Pilar, Ouro Preto. Foto: Rodrigo Bastos

Tan pronto como salí de la Iglesia, fui llevado a mirar hacia arriba, el cielo azul llameante de Salvador contrastaba intensamente con ese techo ornamentado en las sombras, pero lúcidamente brillante en su ingenio artístico. Proporcionando experiencias muy diferentes, ese techo de madera pintada y ese cielo azul aparentemente representaban mundos muy diferentes: uno antiguo, interior, oscuro, dramático y barroco, y el otro, del presente inmediato en el que vivía, luminoso, exterior, festivo y musical, de Salvador (Fig.4).

Figura 4 – Fachada de la Iglesia Conventual de San Francisco de Asís, Salvador. Foto: Rodrigo Baeta

Sólo en apariencia, porque la historia del arte puede enseñarnos que el techo de São Francisco fue un elocuente documento histórico y artístico del modo de pensar de aquella época, del modo esencialmente alegórico en que aquel mundo de los siglos XVII y XVIII concebía, entre otras cosas, precisamente el cielo. A los ojos de aquella época, de los maestros, artesanos y religiosos que crearon aquella obra maestra, y también de la sociedad que la recibió y admiró por primera vez, hace 300 años, el cielo no era precisamente un espacio infinito, homogéneo e isótropo, poblado de cuerpos celestes y estrellas que se movían según la gravitación universal.

Esta concepción mecánica del cielo, esencialmente moderna, se consagraría más lentamente, y aún más tarde, con los desarrollos que Laplace dio a la filosofía natural newtoniana. En aquella época, sobre todo en el contexto teológico y católico, el cielo era el lugar de la perfección y de lo divino, compuesto jerárquica y tradicionalmente en círculos concéntricos o esferas de éter, más o menos cercanos a Dios (Fig. 5).

Figura 5 – “Figura de los cuerpos celestes”, de Bartolomé el Viejo (1568). Dominio público. Fuente: Wikimedia commons

Así, para la mirada católica de aquella época, aquel techo era un espejo privilegiado del cielo interpretado cristianamente, es decir, no según leyes de la física, sino según leyes y dogmas de la Iglesia –y, oportunamente, también según leyes artísticas, como mimetismo, o imitación, capaz de permitir a los artesanos fabricar su representación.

Cubierto enteramente por arcos y artesonados, todos ingeniosamente diseñados, tallados, pintados y dorados –varias figuras geométricas, octógonos, estrellas, diamantes y cuadrados interpenetrados– el techo de la nave daba forma maravillosa a un gran teatro de los cielos para esa orden religiosa específica (Fig. 6).

Figura 6 – Revestimiento del techo de la nave de la Iglesia Conventual de São Francisco de Assis, Salvador (c. 1730). Foto: Rodrigo Baeta

En otras iglesias de la época, este teatro sacro fue imitado con magníficas perspectivas que engañaban a la imaginería de un cielo religiosamente triunfante, es decir, adornado con figuras celestiales, ángeles y santos que ascendían al cielo venciendo el martirio y la muerte, de ahí la designación, en la época, de “Iglesia triunfante” – esto sucede, por ejemplo, en otra iglesia franciscana, en la Capilla de la 3ª Orden de Penitencia de San Francisco de Asís, en Ouro Preto, pintada por el Maestro Ataíde (Fig. 7), o en la Iglesia de los Jesuitas de San Ignacio, en Roma, pintada por Andrea Pozzo, en la que se representa la gloriosa apoteosis del santo (Fig. 8); Ahora bien, este sagrado teatro celestial se representaba en palcos pintados, en los que también se disponían ordenadamente alegorías, ángeles y figuras triunfantes, todo ello acorde con el carácter de la Orden religiosa que construyó el templo.

Figura 7 – Maestro Ataide. Revestimiento del techo de la nave de la Iglesia de la III Orden de Penitencia de San Francisco de Asís, Ouro Preto (después de 3-1801). Foto: Rodrigo Bastos
Figura 8 – Andrea Pozzo. Detalle del revestimiento del techo de la nave de la Iglesia de San Ignacio, Roma (c. 1690). Foto: Rodrigo Bastos

Es el caso de la iglesia franciscana de Salvador, y un tema clave de las pinturas del techo fue especialmente Nuestra Señora, una devoción especial de la Orden, pintada en su vida, atributos y virtudes, decorosamente ilustrada o acompañada de ángeles e imágenes bíblicas con las que se podían tejer relaciones convenientes –como es el caso de Judith, un personaje femenino igualmente virtuoso de la Viejo Testamento, que, pintada en uno de los cofres, funciona allí como una metáfora prefigurativa: una alegoría de María. Afortunadamente, este cajón no se cayó del techo, pues estaba situado al final del revestimiento, en su parte arqueada, anclado al muro y a la estructura de la cubierta mediante tirantes de madera (Fig. 9).

Figura 9 – Detalle del techo de la nave de la Iglesia Conventual de São Francisco de Assis, Salvador. Foto: Rosa Gabriella

Podríamos mencionar otros detalles de las pinturas y decoraciones, pero no sería posible aquí, habiendo escrito lo esencial. Un ejemplo similar es el artesonado de la Iglesia Matriz de Nossa Senhora do Pilar, en Ouro Preto (Fig. 3), también muy ingenioso, en el que la clave de interpretación de los paneles pintados pasa también por la representación alegórica de María, incluyendo también una pintura de Judit en su totalidad.

Las pinturas del techo de Salvador ya fueron atribuidas a algunos artistas, como Jerônimo da Graça o Antônio Simões Ribeiro, que las habrían realizado en la década de 1730. Citando a Carlos Ott, Luís de Moura Sobral defendió enfáticamente la atribución a Simões Ribeiro. En cualquier caso, la obra seguramente contó con la participación de muchos otros artesanos para su creación final. Estas obras de arquitectura, en general, existen y se han conservado gracias al trabajo de muchas personas a lo largo de los siglos.

Se trataba, pues, de obras muy colectivas, efectivamente ejecutadas por decenas de arquitectos, pintores, talladores, doradores y escultores, a menudo modificadas durante su creación; un proceso que documenta históricamente conocimientos artísticos y constructivos de extrema importancia, difundidos oralmente y compartidos colectivamente, que también podrían ser reconocidos como patrimonio inmaterial de la arquitectura y de la sociedad brasileñas – tanto el saber hacer como el saber de la conservación – todo colectivamente. Este reconocimiento podría ayudar a justificar, entre muchas medidas necesarias, inversiones que permitan preservar mejor nuestro patrimonio artístico y arquitectónico. Entre ellas, una mayor valoración de estas obras en nuestra cultura contemporánea, que fácilmente descarta o permite que se destruya su memoria; y una mayor valoración, también, de todos aquellos que dedican su vida a la preservación del patrimonio.

Iglesias como la de São Francisco sirvieron, en todo Brasil, durante el período colonial, como elementos de persuasión religiosa y política. Sin embargo, fueron construidos por la gente que aquí vivía, artesanos libres y esclavos que, siendo también parte de cofradías religiosas de la época, ayudaron a erigir y dar nuevo significado a estos monumentos –en este caso, desde el siglo XVII. La historia del arte y la historia social deben reconocer, juntas, que aquella sociedad tenía plena confianza en lo que significaban aquellos cielos, lo que explica también el gran cuidado con el que diseñaron su representación.

Además, los valores afectivos han estado tan profundamente arraigados en este patrimonio, desde su construcción, que se han convertido en fabulosos documentos sociales: documentos vivos y extremadamente importantes de una preciosa creación artística que, por todas estas razones, necesita una rigurosa y diligente conservación (y ahora más que nunca, restauración). Siguiendo, por ejemplo, las fiestas religiosas —muchas de ellas sincréticas— que tienen lugar en todo el país, en Bahía, Goiás, Santa Catarina o Minas Gerais, y que también ayudaron a formar, históricamente, el carácter festivo de la ciudad y el cielo azul de Salvador, permite comprender fácilmente que la comprensión de estos monumentos del llamado patrimonio “colonial”, además de ser documentos de un momento importante de nuestra historia, ha trascendido hace tiempo el significado político original que tenían, acumulando varios otros valores y significados esenciales para nuestra cultura.

Además, en el contexto actual, con el surgimiento de investigaciones, estudios e interpretaciones que ponen en tensión las estructuras noratlánticas y eurocéntricas del conocimiento en las ciencias humanas y sociales, es aún más importante, contrariamente a lo que se podría suponer, preservar los sitios patrimoniales brasileños, como la Iglesia de São Francisco, en Salvador, y también comprenderlos mejor. Toda deconstrucción del pensamiento requiere una comprensión profunda del proceso histórico que generó su objeto de atención.

Si uno de los aportes más relevantes de los estudios poscoloniales o decoloniales, así como de las perspectivas que debaten raza, identidad y género, es intentar deconstruir los sistemas de opresión que mantienen la colonialidad del poder, especialmente el económico y político, apropiado por el capitalismo neoliberal, uno de los fundamentos más profundos de ese proceso debería ser un mejor conocimiento histórico de lo que fue el complejo régimen colonial, nunca su borrado.

En las últimas décadas, la noción de patrimonio ha experimentado debates y transformaciones muy importantes. Estos debates han influido en aspectos fundamentales del campo disciplinar, ampliando la comprensión, identificación, gestión, instrumentos y prácticas para la preservación del patrimonio cultural. La incorporación de la categoría de bienes intangibles, por ejemplo, de los conocimientos y prácticas populares, a la agenda de lograr una mayor participación de la sociedad civil y de las comunidades en el reconocimiento de referentes culturales trajo consigo aportes decisivos a una significativa ampliación del campo, incluyendo también los relativamente recientes y sumamente importantes reconocimientos del paisaje cultural y del patrimonio biocultural.

Si bien todo esto es sumamente beneficioso, e incluso muy necesario, he notado narrativas que son preocupantes, especialmente en el contexto de un incidente tan grave como éste, que victimizó a la Iglesia del Salvador. Estas renovaciones epistemológicas y logros sociales fundamentales a menudo se contrastan con la diligencia del IPHAN al reconocer y registrar, al inicio de su historia, principalmente monumentos artísticos y arquitectónicos coloniales. Es cierto que esto ocurrió, respondiendo incluso al antiguo valor de estos bienes, retrato de un momento muy datado de nuestra historia que abarcó el siglo XX.

Pero la conciencia se renueva y el proceso de expansión es prometedor. Como dije antes, las formas de reconocer y dar sentido al patrimonio cultural cambian con el tiempo, pero debemos estar sensiblemente alerta ante la tentación de reemplazar, alternar o ignorar las memorias, especialmente cuando se trata del debate académico o de las políticas públicas. La expansión providencial del campo patrimonial, incluso a través de la reparación, no puede abrir espacio para discursos o narrativas antinómicas, que entienden los patrimonios como adversos entre sí.

Si bien se reconoce que el patrimonio es un campo en permanente “disputa”, no se permite ni se puede permitir que haya, por así decirlo, una disputa entre sitios patrimoniales, entre aquellos otrora reconocidos como “artísticos” o “arquitectónicos” y aquellos recientemente requeridos como “culturales” –como si los monumentos de “piedra y mortero” perdieran su importancia en contextos de “cambio” o renovación epistemológica. Siguen siendo fundamentales, ya sea por su relevancia histórica, paisajística y artística, o por sus significados sociales, todos ellos “culturales”. La mayor virtud de este proceso reciente debe ser precisamente la ampliación del campo, que debe ser entendido y conducido prudentemente, sostengo, como una “sensible acumulación de patrimonios”, todos ellos relevantes porque son parte de la cultura y de la memoria colectiva de la nación, en permanente construcción.

*Rodrigo Bastos es profesor de teoría e historia de la arquitectura en el Departamento de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC). Autor, entre otros libros, de La maravillosa fábrica de virtudes: el decoro en la arquitectura religiosa de Vila Rica, Minas Gerais (1711-1822) (edusp). Elhttps://amzn.to/41r27D7]


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