Por María Lúcia Cacciola*
Un razonamiento generalizado confirma la existencia de prejuicios hacia las personas mayores; bajo la máscara del “cuidado”, el anciano se convierte en un villano en lugar de una víctima.
En un bar de París, rue Felix Faure, barrio de clase media, a las 9 de la mañana, tomando café solo y croissant. En mi francés algo inestable, respondo a un comentario sobre algo de una señora mayor que, en ese momento, tal vez por haberse saltado el café, estaba bebiendo una cerveza de barril. Con las mejillas sonrosadas, prosiguió el diálogo, para luego entrar en detalles de su vida privada, vivía sola, viuda de marinero, tal vez soldado, gran amor, muerte prematura y otras historias. Escuché atentamente, tratando de entender todo... un adiós y hasta pronto...
Comente con el mesero: – señora muy amable. El tradicional camarero malhumorado replica: sólo te habló a ti, extranjero, porque estás viejo y solo. Un poco desatento, pensé, los franceses, que antipáticos, no les gustan los viejos, pero tal vez porque la señora ya estaba un poco borracha. Después de empujar este desprecio a otra nacionalidad, me tranquilicé. Hasta entonces, poco me impresionó lo que podría ser un prejuicio contra los ancianos. Era joven, investigadora y, estudiante de maestría o doctorado, todo por delante. Antes, poco me había fijado en los prejuicios contra los viejos, bromeando aparte con las mil veces repetidas historias de mi “Nonna” esclerótica, o algún viejo sordo, u otro coqueteo, alardear, me parecía normal. Podría ser cariñoso...
Hoy después de setenta años, me doy cuenta no sin tiempo, que la vejez es un problema. Ser viejo, algo un poco despreciable. El maltrato por parte de personas incultas y educadas se manifiesta de varias maneras, desde el tráfico: –“Vieja”; al hospital, clínica o consultorio, donde el trato condescendiente raya en el tatibitate con los niños; dale tu piecito, manita, etc... estas enfermo? Ya se acabó... Cuenta hasta diez... O colas para los ancianos, donde nos miran con una mezcla de condescendencia y rabia.
Hasta hace poco llevaba el pelo teñido, decidí hacerlo gris. Todavía no soy un "cabeza de algodón", pero una parte blanca fue suficiente para empeorar la situación... A los setenta, cuando celebré a regañadientes la jubilación forzosa, es como si hubiera sonado la campana; “el ultimo kurdo”. Un tango argentino, que anunció la despedida”Adiós Nonino"(https://www.youtube.com/watch?v=VTPec8z5vdY). Ese número mágico adquirió poder y se materializó... al poco tiempo de obtener el título superior, cuando descubrí que con él podía superar algunos obstáculos, como sacar menos libros de la Biblioteca, perder la tarjeta de alimentos; y lo mejor, aun sin voz y voto, pudo seguir trabajando. En la universidad, donde todos me conocían, en la secretaría, en fin, donde tenía amigos, seguía con mi sociabilidad, en el exterior, me respetaban, pero parece que la pregunta más brasileña, de un país joven, quedó en el aire, la de “¿qué estaba haciendo todavía?, haciendo aquí”.
Incluso denunciar tal prejuicio contra mi edad puede tomarse con alguna razón como una no aceptación, pero no es fácil ver y sentir los efectos, si no tienes la experiencia. Ciertamente, nadie quiere envejecer, olvidando con este rechazo que también se es –y ese “también” dedicado a los dotados de espíritu o de alma– un organismo. El destino es como aprendemos en la escuela, a nacer, crecer, multiplicarse, envejecer y morir. Pero con tantas cosas por hacer, nos olvidamos de esta peculiaridad e incluso del verdadero transcurso del tiempo.
¿Pero no se le ocurre a nadie oa unos pocos alegrarse de estar todavía vivos ya esta edad? No vamos a discutir qué sería mejor, envejecer o despedirnos de este valle de lágrimas, porque sin medida es difícil comparar dos cosas, una de las cuales nos es desconocida. La imaginación de los más jóvenes o se compone de compasión mezclada con respeto por un ser que no representaría otra cosa, ni para sí mismo ni para la sociedad, o de desprecio e irritación por un ser que no tiene nada más que proyectar para su vida, ni para sociedad. . ¿Alguien que vive solo para sobrevivir o viceversa merece algo más que lástima?
Quienes buscan sentido y realmente lo encuentran en cualquier proyecto de realización son los jóvenes; el anciano ya se ha “realizado” a sí mismo a través de una obra u obra o nunca lo hará. O se ha reproducido en la descendencia, o nunca lo hará, o lo hará. Ahí está como un recuerdo del pasado ya quien se le debe agradecer lo ya sido, pidiendo cuidados a la familia y al Estado, en forma de jubilación, al mismo tiempo que estorba el sistema de seguridad social.
Para quienes todo esto es obvio, no hay necesidad de pedirles que cambien su forma de valorar y traten de pensar diferente a alguien que, a pesar de sus limitaciones, es un centro de vida y cuyo pensamiento y forma de ser se puede ver en un Manera diferente. Si no es la producción la que guía la existencia, sino la existencia misma como tal, podría ser posible proponer un diseño diferente para pensar las personas mayores. Incluso en términos de autonomía, en medio de los cuidados que exigen las fallas orgánicas, enfermedades que no son exclusivas de esta categoría, pero que son más frecuentes en ella.
Además, habría que reponer el aspecto de decadencia que provoca el retraimiento de los más jóvenes, quizás porque vislumbran en los mayores cómo serán en el futuro e incluso, el de otros mayores por verse en el espejo. por una visión más amplia de estos representantes de la especie humana, cuyo ideal está hasta ahora fijado por medidas juveniles. Si somos capaces de mantener el sentido del tiempo, de dar cabida a un ser que no está listo y acabado, sólo porque ya no participa, o participa poco, en actividades cronometradas por patrones de producción y consumo, propios del sistema capitalista.
Aún le quedaría mucho por “vivir y aprender a lo largo de la vida”, incluso breves lecciones valiosas sobre sí mismo y la sociedad que lo rodea. Pero, las lecciones sólo deben servir para el futuro y eso incluye la concepción lineal del tiempo desvirtuando esa vida ya en su despedida. Todo es una inversión para el mañana. No inviertes en un ser que no tendrá muchos mañanas.
Esta norma social e individual de investidura como dadora de sentido, además de ser muy limitada, erosiona la noción misma de presente, que no es más que un punto de paso entre un instante y otro, sin dimensión, sin sentido ni duración. . Es necesario, además de ajustarse a la verdad de la contingencia, duplicar el valor del momento presente, llenarlo de contenido, de materia, para no hacerlo fluir hacia el subsiguiente sin dejar huella. ¿Sabiduría de los viejos filósofos?
¡También está esta jerga, el anciano con un espíritu joven! Como si el espíritu pudiera tener edad cronológica... El espíritu no es visto como vivacidad, conciencia del mundo y de sí mismo, sino como un doble o una sombra que permanece, en este caso, siempre joven y hace que el anciano se comporte o decir "cosas jóvenes". . Cosas del tiempo de hoy, como si alguien, siendo viejo, ya hubiera dejado de vivir en este tiempo. El anciano ya se “encogió” y volvió a la infancia sin futuro, sin nada más de sus vivencias, de su espesor vital, de su conducta adquirida hace mucho tiempo, de sus vicios y virtudes.
La evidencia, las derivas de su memoria que habrían tenido que denotar las capas de cambio superpuestas, pero no lo consiguieron. Volverse olvidadizo te quita instantáneamente tus experiencias más recientes, quizás porque ya no encuentran apoyo en un significado. Hipótesis para reflexionar. Al verse así, tan desprovisto de autonomía y de aprecio o reconocimiento, el olvido llega como remedio. Sin negar, por supuesto, la base fisiológica de este fenómeno.
La palabra en la moral actual o aparente es “cuidado”. Nos precedieron, nos cuidaron y merecen cuidado. Ciertamente, una de las limitaciones de la vejez es ya no poder cuidar de uno mismo, desarrollando ciertas actividades, como las actividades normales del día a día. Algunos países dan al Estado la tarea de proveer cuidadores. Esto, sin embargo, no evita el prejuicio, tal vez incluso lo aumenta, porque los más jóvenes, los más productivos, pagan la cuenta. Esto no ha dejado de existir, a pesar del mayor número de personas mayores en los países europeos que, por ello y por la civilización, se permiten ocupar un mayor espacio en la vida cultural, incluida la diversión. Lo que también cuenta es el grado de desarrollo, que permite una mayor equidad en el trato, pero que no puede borrar el carácter despectivo de la vejez.
En general, se busca una mala caracterización de la vejez como un mal, nombrando la edad avanzada como la “mejor edad”, que se completa con bromistas “políticamente incorrectos”: “la mejor y la última edad”.
Son muchos los factores que confluyen a esta depreciación, algunos enumerados, otros dejados en la sombra. Para hablar de la actualidad más inmediata, basta centrarse en la vejez y la pandemia. El actual Ministro de Salud utiliza la muy connotada palabra “invertir” para ejemplificar la necesidad de elegir entre dos personas, una joven y una anciana, en caso de que solo haya un dispositivo de respiración artificial. Su afirmación clara es que es mejor “invertir” en los jóvenes.
Una tesis científica afirma que es más fácil que los adultos mayores se contagien del virus Covid-19, ya que tienen un menor índice de inmunidad combinado con más enfermedades preexistentes. Incluso debido a su mayor fragilidad, es la categoría más propensa a la letalidad. Sin embargo, en algunos casos, un razonamiento falso que incluso puede servir para confirmar la existencia de prejuicio; bajo la máscara del “cuidado”: el anciano se convierte en villano en lugar de víctima. En esta versión, es quien más transmite el coronavirus a los demás y por eso tiene que estar aislado.
Ya había notado este malentendido en algunas líneas, pero pensé que esta interpretación era aislada, pero leyendo los periódicos, leí la confirmación de tal error, el del “chivo expiatorio”. Al mencionar esta visión, es necesario aclarar que se está a favor del aislamiento, pero por la justa razón de ello, a saber, la mayor fragilidad de los ancianos o su menor resistencia, ¡que nada tiene que ver con una mayor virulencia!
Es de esperar, y ciertamente deseable, que las personas mayores se aíslen porque ven la necesidad de hacerlo. La vieja pregunta kantiana sobre la Ilustración pasa a primer plano aquí, el “sapere audi”, atreverse a saber, lo que exige el uso de nuestro entendimiento, al que añadimos, incluso en la vejez. Esto es válido para las personas mayores, reafirmando su posible y deseable autonomía, pero no lo es para remover las razones de los prejuicios quizás más profundos “no sabiendo a ciencia cierta hasta dónde llegan sus raíces” (Schopenhauer), como diría otro filósofo después Kant, en otro tema, aunque cercano, la cuestión de la “individualidad”.
*María Lucía Cacciola es profesor jubilado y titular del Departamento de Filosofía de la USP.