por JONATHAN DE FRANCIA PEREIRA*
El avance del neoliberalismo ha sometido la educación a la lógica del mercado. La educación se ha convertido en una amenaza y el desprecio por el conocimiento y la persecución de quienes enseñan han ido de la mano.
La “nueva” elección de Donald Trump en noviembre de 2024 y su toma de posesión en enero de 2025, marcada, entre otros factores, por la deportación masiva de inmigrantes, volvió a poner en primer plano a la Nueva Derecha y sus prácticas negacionistas. Este término se ha utilizado tan ampliamente que a veces resulta trillado. Así que quien lo utilice, especialmente en el lucha de los debates digitales— corre el riesgo de ser visto como un “cancelador” más, que descalifica un desacuerdo ideológico o teórico con la etiqueta de “negacionista”. Esto ocurre incluso cuando el fenómeno continúa siendo analizado desde diferentes perspectivas por los académicos.
En psicología social, Kahan (2013) asocia el negacionismo con mecanismos como el sesgo de confirmación, que refuerza creencias preexistentes, y la disonancia cognitiva, que describe el malestar generado por ideas conflictivas. En neurociencia, las investigaciones indican que el cerebro humano tiende a resistirse a la información que desafía creencias políticas e ideológicas previas (Kaplan et al., 2016). En sociología, se destaca la polarización y el papel de las redes sociales como amplificadores de narrativas anticientíficas, que refuerzan las burbujas de información y crean resistencia al consenso científico (Oreskes et al., 2010). En resumen, estos estudios muestran que las personas tienden a creer no en lo que se ha demostrado, sino en lo que ya piensan o simplemente en lo que quieren creer.
Pero el negacionismo científico va más allá. Puede entenderse como el rechazo deliberado de estudios basados en evidencia, impulsado menos por la ignorancia y más por el deseo de desafiar el conocimiento disciplinario, poniendo en duda los datos y los resultados. Este fenómeno se asocia a menudo con la defensa de teorías conspirativas o posiciones radicales (Lewandowsky et al., 2019). Lee McIntyre destaca que lo que distingue a la ciencia de otras formas de conocimiento es la llamada “actitud científica”, caracterizada por una preocupación por la evidencia y una voluntad de revisar las teorías a la luz de nuevos hallazgos (McIntyre, 2019, p. 45).
En el ámbito histórico, este fenómeno refleja lo que Rossi (2009) llama “malestar cultural”, en el que acontecimientos traumáticos, como el terrorismo de Estado, dejan huellas que trascienden generaciones, manipulando la memoria colectiva o individual para servir a intereses políticos o sociales. En este contexto, Rousso (2020) define el negacionismo histórico como un esfuerzo deliberado por manipular el pasado y evitar responsabilidades en el presente. Traverso (2017, p. 35) refuerza esta perspectiva al destacar cómo el concepto mismo de “revisionismo” ha sido distorsionado, con el único propósito de distorsionar los hechos y la memoria colectiva y socavar la responsabilidad histórica. Como se ha señalado, se ha perdido la claridad conceptual del término, mientras que alternativas convencionales importantes, como el “distorsionismo” (Joffly, 2024), no alteran la lógica de su rápida apropiación por parte de los propios negacionistas.
Dada una bibliografía tan amplia, tiene sentido, para nuestros propósitos aquí, recurrir a un principio de “sentido común académico”. En este caso se trata de un principio atribuido a Guillermo de Ockham (1287-1347), filósofo y teólogo medieval, quien afirma: “los seres no deben multiplicarse más allá de lo necesario”. En otras palabras, entre varias explicaciones para un fenómeno, se debe elegir la más sencilla, siempre que sea suficiente para aclararlo. En base a esto, no pretendemos agotar el tema, ni ofrecer un panorama general, sino sólo esbozar algunas consideraciones sobre el negacionismo, centrándonos en los factores más evidentes.
El problema del negacionismo en Brasil ganó prominencia en 2010, alcanzando su auge en 2020, en medio de una crisis epidémica y tensión política, siendo ampliamente instrumentalizado por la extrema derecha. Retrocediendo en el tiempo, Lucas Patschiki (2012) observa que, a principios de este milenio, con la creación de “Mídia sem Máscara” de Olavo de Carvalho, en 2002 —año en que Luís Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores ' Partido, asumió la presidencia —, se desarrolló un movimiento centrado en la confrontación con el comunismo. Sin embargo, esta definición de comunismo abarcaba cualquier posición que estuviera incluso mínimamente inclinada hacia el progresismo. El discurso retórico consistió en difundir prejuicios contra comunistas, negros, mujeres, gays e indígenas, retratándolos como autoritarios y promotores de sus “doctrinas”, supuestamente apoyadas por un Estado omnipotente que les otorgaría privilegios. Este fenómeno es analizado en estudios como la tesis de disertación de Mayara Balestro dos Santos (2021), que explora la relación entre la agenda conservadora, el ultraliberalismo y el negacionismo histórico.
En los últimos años, esta postura ha sido ampliamente rechazada por sectores de la izquierda, en su mayoría integrados por liberales progresistas, algunos de los cuales eran antiguos opositores de la propia izquierda, pero que han retrocedido ante la radicalización. Esto incluía a los profesores universitarios, cuya autoridad fue cuestionada, incluidos aquellos que relativizaban el conocimiento disciplinario hasta el extremo, viéndolo, sobre todo, como otra forma de opresión.
Sin embargo, vale la pena destacar que el conocimiento basado en evidencias rara vez era valorado en Brasil, incluso antes de la difusión de falacias sobre el adoctrinamiento ideológico. Es importante recordar las quejas de los docentes de educación básica, quienes desde hace tiempo denuncian la descalificación del conocimiento metódico. Lamentablemente, estas acusaciones no sólo fueron ignoradas, sino que, en cierto modo, fueron negadas sistemáticamente durante décadas. Así llegamos a nuestra suposición menos extravagante de la navaja de Ockham: en lo que se refiere a la ciencia y su divulgación, hasta hace poco no existía tal cosa como el pecado por debajo del ecuador.
No es ningún misterio que la ciencia y la educación van de la mano, aunque no siempre de la mano. En Brasil, especialmente hoy, esta relación parece ir en direcciones opuestas. Sin embargo, esta trayectoria no fue lineal. Durante la redemocratización, los movimientos sociales, las universidades y los sindicatos trabajaron para reconstruir la educación, buscando romper con el legado autoritario de la dictadura. Este proceso condujo a la sustitución de la llamada “educación cívica”, impuesta por el régimen militar, por enfoques más plurales e inclusivos (Cerri, 2001, p. 108). Un hito fundamental en esta transformación fue la sanción de la Ley de Directrices y Bases de la Educación (LDB), en 1996, que reguló el sistema educativo brasileño y trajo avances como la universalización de la educación básica, la autonomía universitaria y el reconocimiento de la educación indígena. .
Sin embargo, el avance del neoliberalismo, consolidado en los gobiernos de Collor y Fernando Henrique Cardoso, sometió la educación a la lógica del mercado, promoviendo un modelo tecnicismo centrado en el consumo. Este escenario trajo consigo desafíos como la insuficiente financiación pública, el predominio de la educación privada, la falta de expansión de la educación integral y la devaluación de la educación pública (Saviani, 1997). Al mismo tiempo, crecieron las acusaciones contra escuelas y profesores, vistos por algunos como agentes de adoctrinamiento ideológico. La crítica se convirtió en un insulto, la educación se convirtió en una amenaza. Como hermanos siameses, el desprecio por el conocimiento y la persecución de quienes enseñan van de la mano. Estos, sí, de la mano.
Los maestros de las escuelas públicas quedaron atrapados entre currículos burocráticos y deconstruccionistas, mientras que el debilitamiento de los sindicatos los dejó indefensos ante el desmantelamiento de la educación. Al mismo tiempo, la industria cultural ha estado difundiendo modas irracionales, vendiendo distracción en lugar de inversiones reales en escuelas y en el reconocimiento de los docentes. Las ideas fueron deconstruidas en el papel.[ 1 ], pero la realidad permaneció intacta, sometiendo la educación a la lógica del consumo. Al final, la lucha contra el negacionismo parece reducirse a un juego de palabras: frases hechas contra frases hechas, mientras la escuela se pudre y el maestro permanece abandonado.
Así, desde un punto de vista genealógico, el negacionismo contemporáneo va más allá del simple rechazo de los hechos científicos. En el siglo XVIII se creía que el conocimiento liberaría a la gente, pero al final, la razón, en lugar de promover la emancipación, fue instrumentalizada para servir a los poderosos más que al pueblo. El rechazo a las grandes narrativas orientadas hacia el futuro (Lyotard, 1979) se hizo aún más evidente a partir de la década de 1970 y se profundizó en este milenio, a medida que las instituciones de la democracia liberal no lograron satisfacer las demandas populares, intensificando el sentimiento de alienación de las masas.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) surgió un rechazo a los ideales de la modernización, aunque estos ya fueron cuestionados en Occidente durante la llamada “Edad de Oro” (1945-1973), según la definición de Hobsbawm. (1994, pág. 13). Durante este período, el crecimiento económico, las políticas redistributivas y la intervención estatal consolidaron una economía mixta, al menos en el primer mundo, mientras que en el tercero[ 2 ] seguido, en parte, a cuestas, buscando equilibrar los intereses del trabajo organizado y el capital.
Sin embargo, en la década de 1980, la ola conservadora liderada por Reagan (1981-1989) y Thatcher (1979-1990) marcó el surgimiento de una nueva derecha que combinó valores tradicionales con políticas neoliberales. La reducción del papel del Estado en los ámbitos sociales, el discurso punitivo y la oposición a las libertades civiles promovieron narrativas revisionistas que alinearon el pasado con sus intereses políticos (Lacerda, 2019).
Nancy Fraser señala que eventos como el Brexitt (2016) y la primera elección de Donald Trump (2017) reflejan el colapso del neoliberalismo. Para Fraser, la victoria de Trump no es sólo un rechazo al neoliberalismo, sino al “neoliberalismo progresista”, que ha unido a movimientos sociales y corporaciones, enmascarando políticas depredadoras bajo discursos de diversidad. Este modelo descuidó las demandas de la clase trabajadora, perpetuando las desigualdades económicas y promoviendo únicamente el reconocimiento cultural. Así, la extrema derecha consolidó su poder explotando las inseguridades sociales, combinando narrativas conspirativas y resentimiento colectivo.
Este mecanismo, ahora adaptado al liberalismo, es explotado por movimientos de extrema derecha. Un estudio de Engler y Weisstanner (2020) analizó cómo, entre 1980 y 2016, la desigualdad de ingresos y la disminución del estatus subjetivo impulsaron el apoyo a la derecha radical en 20 democracias occidentales, especialmente entre los hombres blancos sin educación superior que estaban resentidos por la pérdida de oportunidades socioeconómicas y estatus cultural (ídem).
No es de extrañar que hoy hablemos de guerras culturales, que en esencia se centraban en la lucha contra los inmigrantes y ahora se manifiestan como una guerra de identidades en la industria cultural. Entre otros aspectos, se trata de adultos que buscan preservar su memoria afectiva de dibujos animados, juegos y cómics de las “invasiones bárbaras” o de la tan cacareada cultura progresista.
En el fondo, lo que existe son conflictos de carácter ideológico, que se manifiestan en enfrentamientos internos entre las clases dominadas, que toman la forma de xenofobia, racismo, homofobia e intolerancia religiosa. La instrumentalización de la inseguridad social con fines políticos, observada ya en los años 1920 y 1930, resurge en este contexto. La frase de Hermann Goering en Núremberg ilustra esta dinámica: “Siempre se puede hacer que la gente obedezca a sus líderes […] basta decir que están siendo atacados y denunciar a los pacifistas por falta de patriotismo […]. “Esto funciona de la misma manera en cualquier país” (Apud Gilbert, 1947, p. 256).
Este revisionismo de los conflictos sociales y geopolíticos, ahora desde una perspectiva cultural, ya era evidente en la década de 1990, con interpretaciones como las de Samuel Huntington en El choque de civilizaciones (1997), quienes redefinieron los conflictos globales como choques culturales más que luchas de clases. Sin una centralidad clara, como la explotación del trabajo, la producción de plusvalía y la consecuente alienación de los resultados de la producción —incluido el conocimiento científico y socialmente producido—, este marco desplazó el análisis de los conflictos hacia una supuesta disputa entre valores y identidades.
En estos términos, diferentes formas de opresión pasaron a ser vistas como equivalentes, y el capitalismo quedó reducido a sólo uno entre varios sistemas de dominación (Collins y Bilge, 2016, p. 46). El resultado es la dilución de la perspectiva materialista y la pérdida de una explicación objetiva de las desigualdades estructurales.
En la segunda mitad del siglo XX, la división entre la razón instrumental y la modernidad cultural se profundizó (Habermas, 1984). Según Libâneo (2016), este movimiento desfiguró las funciones educativas. En el siglo XXI, las políticas educativas dictadas por organismos como el Banco Mundial intensificaron la crisis. Desde la década de 2000, las escuelas han cambiado el conocimiento humanístico por métricas utilitaristas, distanciando la ciencia de su potencial transformador y de las necesidades concretas de la clase trabajadora. En Brasil, la desinversión en ciencia, la gestión corporativa de la Capes y la dependencia de las redes sociales como medio de comunicación científica han ampliado la brecha entre el conocimiento y las clases populares, deslegitimando la educación como herramienta de emancipación.
La noción de alfabetización digital es relevante, pero insuficiente para enfrentar la crisis actual. Como advierte el historiador inglés EP Thompson: “a medida que el mundo cambia, debemos aprender a modificar nuestro lenguaje y nuestros términos, pero nunca sin razón” (Thompson, 1981, p. 34). El problema no está en promover nuevos conceptos, sino en recuperar conocimientos que trasciendan la inmediatez técnica y se adentren en la profundidad de la experiencia humana. Se necesita una educación popular que revise la filosofía (más allá del canon occidental) y rescate la literatura que ilumine la condición humana.
Francis Bacon, acérrimo crítico del oscurantismo, ya destacaba que el avance del conocimiento no se limita a la ciencia, sino que está intrínsecamente ligado a su difusión. Advirtió que la filosofía y los estudios universales, a menudo considerados inútiles, son de hecho el fundamento de todas las profesiones, sin las cuales no podrían sostenerse (Bacon, [1605] 2021, el segundo libro). Parte superior del formulario Parte inferior del formulario[ 3 ]
En contraste con esto, como ya se mencionó, Libâneo (op cit) señala que las políticas educativas actuales promueven una visión instrumental de la educación, orientada a resultados inmediatos y a las demandas del mercado, distorsionando su carácter emancipador. Para él, el acceso al conocimiento cultural y científico es esencial tanto para el desarrollo cognitivo como para reducir las desigualdades educativas. Este enfoque requiere la integración del conocimiento sistematizado con las prácticas socioculturales, buscando una síntesis que trascienda lo local y lo inmediato. Este error, al perpetuarse, se convierte en un gran obstáculo para el progreso del conocimiento, ya que los conocimientos fundamentales han sido tratados superficialmente. Se trata de una cuestión histórica y estructural, que exige un reposicionamiento de la ciencia y de la educación en relación a las demandas concretas de las clases populares. Sin esto, permaneceremos atrapados en el ciclo histórico de alienación, incredulidad y negación.
En este contexto, es notable cómo el negacionismo científico a veces se limita a contrarrestar el pánico moral de los negacionistas —a veces con aún más pánico— sin una demanda categórica de mejoras ni un enfoque consistente hacia las políticas de Educación Básica. Como bien analiza Márcio Alessandro de Oliveira (2023), la búsqueda constante de novedades, aliada al rechazo a la opresión disciplinaria, a los discursos universalistas y a la pedagogía tradicional, ha llevado al surgimiento, en las últimas décadas, de una tendencia que priva de la adquisición de conocimientos y privilegios de materiales didácticos de baja calidad, muchas veces restringidos a temas como las redes sociales y alineados con los intereses de la industria cultural, en el gusto del posmodernismo[ 4 ].
Esta transformación refleja un proyecto más amplio de descalificación de la enseñanza, que relega a los docentes al papel de meros facilitadores o imitadores del conocimiento, despojándolos de autoridad intelectual y científica. Este proceso alienante reforzó la separación entre enseñanza e investigación, apoyando la idea de que los docentes no son —o no deberían ser— investigadores (ídem).
Como destaca Saviani (2021, p. 35-36, apud Oliveira, 2023), la enseñanza tradicional seguía un método expositivo estructurado en cinco etapas: preparación, presentación, comparación y asimilación, generalización y aplicación. Este modelo, basado en el método científico inductivo de Francis Bacon, se basaba en tres pilares principales: observación, generalización y confirmación. Estos principios sustentaron el empirismo –como algo distinto del empirismo– y la ciencia moderna, dando forma a prácticas pedagógicas orientadas no sólo a transmitir conocimientos, sino también a promover una educación integral.
Por lo tanto, contrariamente al sentido común actual, la investigación y la enseñanza no son actividades separadas. Como señalan R. Brown y S. McCartney (1998), la curiosidad investigativa, esencial para la investigación, es igualmente indispensable para el proceso de enseñanza, reafirmando la necesidad de integrar estas prácticas para una educación verdaderamente basada en la evidencia y la alfabetización científica.
en el informe “El desorden de la información: hacia un marco interdisciplinario para la investigación y la formulación de políticas” (Wardle y Derakhshan, 2017), los autores sostienen que abordar la desinformación requiere acciones coordinadas entre la sociedad civil, los gobiernos, las empresas de tecnología y los medios de comunicación. Destacan que no existe una solución única, sino la necesidad de estrategias combinadas, basadas en la educación, la regulación, la colaboración y la investigación continua. La lucha contra la desinformación, según el informe, trasciende el aspecto técnico, constituyendo un desafío ético crucial para preservar la democracia y la cohesión social.
¿No sería la negación de la ciencia un rechazo al propio modelo científico neoliberal? Reducido a un sistema fordista, basado en la producción incesante de Artículos científicos interminable, se ha alejado de su función social, alimentando el negacionismo y el resentimiento popular. ¿No sería también un síntoma de la falta de sentido en la aceleración constante de las transformaciones, de unos trabajadores interpelados por el progresismo mediático liberal y la deconstrucción de los discursos, a menudo impuestos a la fuerza? En las crisis capitalistas, el fascismo prospera cuando faltan conocimientos que satisfagan las demandas populares y cuando la insatisfacción no se dirige a quienes detentan el poder real. El problema va más allá de la comunicación científica: requiere vincular el conocimiento con el bien común.
Es importante destacar que, en el período en cuestión, se registraron avances sociales relevantes, como el aumento de la presencia de personas negras en la educación superior, del 20,8% en 2002 al 38,9% en 2009 (IPEA, 2024), lo que indica una tendencia hacia la democratización de la educación. Sin embargo, persistieron las desigualdades estructurales entre los estudiantes de las escuelas públicas y privadas, así como las disparidades en ingresos y oportunidades, comparables a sistemas segregacionistas como los de Estados Unidos y el apartheid sudafricano (Carpentier, 2009). La crisis económica iniciada en 2014, agravada por las políticas de austeridad implementadas a partir de 2016, resultó en aumento del desempleo, recortes en las políticas sociales y restricciones en los sectores de salud y educación, revirtiendo logros anteriores (Loureiro, 2019).
Mientras tanto, en el ámbito académico, la crítica de la ideología y la economía política empezó a ser vista como una ortodoxia obsoleta. Este movimiento cobró fuerza en uno de los ámbitos más disputados por los negacionistas hoy: la historia, muchas veces reducida a una mera disputa de narrativas. En la década de 1980, los críticos literarios y los historiadores comenzaron a difuminar la distinción entre ficción y verdad, un proceso que luego fue imitado por discursos ideológicos, como los de los negacionistas. Al negar la existencia de parámetros para la verdad histórica, estos discursos reclamaron legitimidad para sus propias versiones, presentándolas como “verdades” alternativas. Eric Hobsbawm advirtió que la perspectiva relativista cuestiona la separación entre hecho y ficción, ya que cualquier construcción de la realidad podría ser válida siempre que fuera percibida como tal: “El discurso es el productor de este mundo, no el espejo” (Hobsbawm, 2000, (pág. 286). Sin embargo, si la historia se repite, la primera vez es una tragedia; El segundo, farsa.
Aun así, es importante destacar que el escepticismo legítimo, incluido el deconstruccionismo, no puede entenderse como una forma de negacionismo, ya que es inherente a todos los aspectos de la ciencia. Reconocemos los avances producidos por el énfasis en lo particular, que, en el caso de la historia, enriqueció el conocimiento empírico, traducido por el descubrimiento y utilización de fuentes variadas —archivos judiciales, eclesiásticos, notariales, orales y visuales—. Nuestra crítica se refiere al rechazo de generalizaciones sin una búsqueda de síntesis, lo que a menudo conduce al empirismo normativo, distinto del fundamento de la evidencia empírica. Paradójicamente, al enfatizar las subjetividades y los significados en las “tramas culturales”, muchos estudios terminan volviendo a la noción de “hecho puro”.
También es importante recordar que, a partir de la década de 1970, las críticas al mecanismo reduccionista de ciertas corrientes marxistas y estructuralistas cuestionaron la rígida división entre base y superestructura, así como el descuido de los sujetos históricos. Sin embargo, las alternativas teóricas que se han consolidado, centradas en los dispositivos de poder, las tramas culturales y las redes de actores, también tienen límites (Viotti, 1994). Al priorizar estructuras invisibles o difusas, terminan oscureciendo la acción humana, incluida la de los científicos, como actores históricos transformadores.
Como agitador revolucionario, teórico social e historiador de la Revolución rusa, disidente de una vulgata marxista que prevalecía en ese momento, afirmó: “Quien es incapaz de admitir la iniciativa, el talento, la energía y el heroísmo en el marco de la necesidad histórica, ha “No he aprendido el secreto filosófico del marxismo.”[ 5 ] Esta formulación reafirma la centralidad de la acción humana en la interacción dinámica entre agencia y estructura en el proceso histórico.
El posmodernismo, al basar modelos casi exclusivamente en la subjetividad y las relaciones discursivas, a pesar de la intención contraria de muchos autores, prefigura el oscurantismo al rechazar referencias determinantes y proponer la superación de la modernidad. Desde la década de 1970, se ha extendido la idea de que la racionalidad científica moderna ha sido desplazada por una nueva realidad, donde la razón, acusada de ser excluyente y opresora, ha dado paso a una lógica que valora las narrativas locales y la pluralidad. Aunque desafiaba los métodos rígidos, esta descentralización de la ciencia también dio “razones” al negacionismo contemporáneo, reforzado por la alienación de las masas frente a la fetichización de la ciencia, que aparece como poderes extraños y sobrenaturales.
Desconstruir los orígenes elitistas del conocimiento es un tema relevante, pero debe equilibrarse con la apropiación crítica de este conocimiento por parte de las clases populares. Como sugiere Gramsci en Cuadernos de la cárcel (Cuaderno 10, §6), la historia y su enseñanza deben trascender los intereses de clase, construyendo perspectivas universales que promuevan la transformación social. La democratización y cualificación de la educación formal son esenciales para establecer una relación efectiva entre ciencia, tecnología y sociedad (CTS). Sólo una educación crítica puede integrar los avances científicos y tecnológicos con las demandas sociales, permitiéndonos comprender las complejidades contemporáneas y actuar de manera transformadora.
En este sentido, Sérgio Paulo Rouanet ya advertía —irónicamente, convirtiéndose él mismo en blanco del irracionalismo en el futuro— sobre una lógica que, en la década de 1980, eliminó de los currículos “todo lo que tuviera que ver con ideas generales y valores humanísticos” (Rouanet, 1987, pág. 125). Aun así, relacionaba esta contracultura menos con el deconstruccionismo y más con la “falta de cultura”, reflexionando sobre el irracionalismo de sus futuros críticos: “Los graduados de este deficiente sistema educativo simplemente transforman su falta de conocimiento en una norma de vida y un modelo para la sociedad”. una nueva forma de organización de las relaciones humanas” (Rouanet, 1987, p. 125).
Por eso, nuestra explicación simplista sugiere que para combatir el oscurantismo hay que escuchar a quienes lo han combatido durante décadas: los docentes. Es urgente que asuman de manera estructurada la defensa de las causas y demandas de la educación básica. El desafío contemporáneo es equilibrar la deconstrucción de los orígenes elitistas del conocimiento con una educación crítica y universalizadora, capaz de integrar ciencia, tecnología y demandas sociales. Después de todo, entre el dogmatismo moderno y el relativismo posmoderno, la acción humana sigue siendo el eje esencial de las transformaciones históricas. Si la tragedia ya se ha escenificado y la farsa se ha repetido, queda por ver si permitiremos un desenlace aún más perverso.
*Jonathan de Francia Pereira é Candidata a doctora en historia en la Universidad Federal de Paraíba.
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Notas
[ 1 ][1] Un ejemplo de esta visión que culpa a los discursos, no a las estructuras, por los problemas de la educación aparece en la declaración de un aclamado historiador brasileño: “El país tiene la ilusión de que invertir más en los salarios de los profesores y en la modernización de las escuelas resolverá el problema”. los problemas de la educación, así como se cree que las cárceles de máxima seguridad, las cámaras de vigilancia y los bloqueadores de teléfonos móviles resolverán los problemas del sistema penitenciario. Sin embargo, tales problemas residen en las propias instituciones, en las concepciones modernas que las crearon y las sostienen” (Albuquerque, Jr., 2017, p. 64). Frente a esto, sostenemos que la educación pública languidece bajo promesas técnicas, mientras que la enseñanza humanística clásica permanece intacta en las escuelas privadas. La Nueva Escuela Secundaria es un ejemplo: vendida como innovación, generó precariedad. Las escuelas siempre han servido a los intereses de las clases dominantes, y el intento de imponer la Ley Mordaza (PL 7180/2014) lo demuestra. Incluso sin institucionalización, el miedo y la censura ya configuran las aulas.
[ 2 ] El concepto de primer, segundo y tercer mundo fue popularizado por Alfred Sauvy en 1952, comparando a los países no alineados con el Tercer Estado de la Revolución Francesa. Durante la Guerra Fría, el primer mundo incluía a los países capitalistas desarrollados, el segundo mundo estaba formado por el bloque socialista y el tercer mundo por los países no alineados. SAUVY, Alfred. Tres mundos, un planeta. L'Observateur, Francia, 1952.
[ 3 ] “Esto se debe a que los príncipes encuentran escasez de hombres competentes para servirles en asuntos de estado, ya que no hay educación universitaria gratuita donde los inclinados a ella puedan dedicarse a historias, lenguas modernas, libros de política y discursos civiles y otras calificaciones similares para el servicio público. Y como los fundadores de colegios plantan y los fundadores de conferencias riegan, es coherente abordar el defecto actual de las conferencias públicas, a saber, la pequeñez e insignificancia del salario o recompensa que se les da en la mayoría de los lugares, ya sean conferencias sobre el las artes o las profesiones. “Porque es esencial para el progreso de la ciencia que los profesores sean los más capaces y competentes, ya que están destinados a generar y propagar conocimientos, y no sólo a un uso pasajero” (ídem).
[ 4 ] OLIVEIRA, Marcio Alessandro de. La falacia de las metodologías activas. La Tierra es redonda, [Ps], 2023. Disponible en: https://aterraeredonda.com.br/a-falacia-das-metodologias-ativas/. Acceso em: 28 ene. 2025.
[ 5 ] (TROTSKY, [sd], p. 55 según SENA JUNIOR, 2004).
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