El régimen empresarial-militar brasileño (1964-1985)

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Por Fábio Konder Comparato*

El golpe de 1964 se basó en la alianza entre las Fuerzas Armadas y los terratenientes y grandes empresarios, nacionales y extranjeros. Este consorcio político engendró el terrorismo de Estado.

Orígenes del golpe

En la génesis del golpe de Estado del 31 de marzo de 1964 encontramos la profunda escisión entre los dos grupos que siempre formaron la oligarquía brasileña: los agentes políticos y la clase de los grandes terratenientes y empresarios. Hasta entonces, los conflictos entre ambos siempre se resolvían mediante arreglos conciliatorios, según la antigua tradición brasileña. En los últimos años del régimen constitucional de 1946, sin embargo, esta posibilidad de conciliación se fue reduciendo cada vez más. La principal razón de ello fue el recrudecimiento del enfrentamiento político entre izquierda y derecha en todo el mundo, en el contexto de la Guerra Fría y especialmente, en América Latina, con la Revolución Cubana.

Cabe señalar, por cierto, que en ese momento buena parte de nuestras clases medias había abandonado su posición tradicional en la derecha del espectro político, pasando a apoyar las llamadas “reformas de base” del gobierno de João Goulart: la reforma agraria, la banca, la fiscalidad y la política de rechazo del capital extranjero. Era natural, en estas circunstancias, que los grandes terratenientes y empresarios, nacionales y extranjeros, temieran por su futuro en nuestro país y se volcaran, ahora decididamente, del lado de las Fuerzas Armadas, para que éstas depusieran a los gobernantes de turno. , reemplazándolos por otros, asociados a potentados privados, según la antigua herencia histórica.

Una vez realizado el golpe de Estado, la Iglesia Católica y varias prestigiosas entidades de la sociedad civil, como el Colegio de Abogados de Brasil, se manifestaron inmediatamente a favor del mismo. Lo que el empresariado no tuvo en cuenta, sin embargo, fue que la corporación militar, desde la proclamación de la República, había estado amargada por una serie de intentos fallidos de liberarse de la subordinación al poder civil. No sería precisamente en ese momento, llamado a salvar al gran capital del peligro izquierdista, cuando las Fuerzas Armadas depusieran a los gobernantes de turno y luego regresaran a los cuarteles.

En la preparación del golpe, el gobierno de Estados Unidos desempeñó un papel decisivo. Ya en 1949, un grupo de altos oficiales del Ejército Brasileño, entre ellos el General Cordeiro de Farias, influido por los Estados Unidos, creó, en la línea del Escuela Nacional de Guerra Norteamericano, el Instituto de Estudios Superiores en Política, Defensa y Estrategia, en lo sucesivo denominado Escuela Superior de Guerra. Con la profundización de la llamada Guerra Fría y, sobre todo, poco después de la toma del poder en Cuba por parte de Fidel Castro, este instituto de enseñanza comenzó a formar el oficialismo brasileño para impedir la asunción del poder por los comunistas; así lo entendían todos los agentes políticos que, aunque no estuvieran afiliados al PCB, manifestaran de alguna manera, oposición a los Estados Unidos.

Se puede decir que todos los militares que participaron en el golpe de 1964 eran estudiantes de la Escola Superior de Guerra. Los cursos impartidos allí, por cierto, no estaban reservados sólo a los militares, sino que también estaban abiertos a destacados políticos y empresarios. De 1961 a 1966 se desempeñó como embajador de Estados Unidos en Brasil Lincoln Gordon, quien ya en 1960 había colaborado en la implementación de la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda ofrecido por Estados Unidos a los países latinoamericanos, con el fin de evitar que siguieran El camino revolucionario de Cuba.

En preparación para el golpe, Gordon coordinó la creación de entidades de propaganda política en Brasil, como el IBAD - Instituto Brasileño de Acción Democrática y el IPES - Instituto de Investigaciones y Estudios Sociales. Se sabe, además, por una grabación difundida posteriormente, que ya el 30 de julio de 1962 Lincoln Gordon discutió con el presidente Kennedy, en la Casa Blanca, el gasto de US$ 8 millones para “expulsar del poder, si fuera necesario”, al presidente Joao Goulart.

Como arma decisiva, el gobierno de EE. UU., aparentemente a pedido de los militares brasileños que participaron en el golpe, lanzó en marzo de 1964 la Operación hermano sam, integrado por una fuerza de tarea naval compuesta por un portaaviones, cuatro destructores y buques tanque para ejercicios ostensivos en la costa sur de Brasil, además de ciento diez toneladas de municiones.

La alianza de las Fuerzas Armadas con los detentadores del poder económico privado

Al asumir el mando del Estado, los militares no dudaron, a lo largo de los años, en mutilar el Congreso Nacional y el Poder Judicial: 281 parlamentarios fueron destituidos y tres ministros del Supremo Tribunal Federal jubilados forzosamente. Os governantes militares fizeram questão de submeter à sua dominação absoluta, durante as duas décadas do regime, o conjunto dos integrantes do poder civil, como uma espécie de desforra pela longa série de frustrações políticas por eles, homens de farda, sofridas desde o final do siglo XIX. Hay que reconocer que la gran mayoría de los agentes públicos, salvados de la represión instaurada tras el golpe, colaboraron deshonrosamente en su funcionamiento.

El nuevo régimen político se basó en la alianza de las Fuerzas Armadas con los terratenientes y grandes empresarios, nacionales y extranjeros. Este consorcio político engendró dos experiencias pioneras en América Latina: el terrorismo de Estado y el neoliberalismo capitalista. Con base en el ejemplo brasileño, varios otros países latinoamericanos adoptaron en los años siguientes, con el apoyo explícito de los Estados Unidos, regímenes políticos similares al nuestro.

Uno de los sectores en los que más destacó la colaboración del empresariado con la corporación militar fue el de las comunicaciones de masas. Las Fuerzas Armadas y el gran empresariado necesitaban contar con una organización capaz de desarrollar, en todo el territorio nacional, la propaganda ideológica del régimen autoritario, con la constante denuncia del peligro comunista y la sistemática, aunque siempre oculta, difusión de los méritos del sistema capitalista.

Los jefes militares decidieron, por lo tanto, fijar su elección en el Sistema de Comunicaciones Globo. En 1969, este grupo poseía tres estaciones (Rio de Janeiro, São Paulo y Belo Horizonte). Cuatro años después, en 1973, ya contaba con nada menos que once. El dominio corporativo del sistema de comunicación masiva continuó existiendo una vez que terminó el régimen autoritario y persiste hasta el día de hoy. La Constitución Federal de 1988 dispone en su art. 220, § 5 que “los medios de comunicación social no pueden, directa o indirectamente, ser objeto de monopolio u oligopolio”. Esta disposición constitucional, como varias otras del mismo capítulo, sigue siendo ineficaz por falta de regulación legal.

El matrimonio entre la corporación militar y el empresariado continuó imparable, mientras persistieron los grupos de oposición, empeñados en desarrollar, con o sin apoyo cubano, la lucha armada contra el régimen autoritario. En Brasil, los grandes empresarios no dudaron en financiar la instalación de dispositivos de terrorismo de Estado. En la segunda mitad de 1969, por ejemplo, el Segundo Ejército, con base en São Paulo, lanzó la Operación Bandeirante – embrión del futuro DOI-CODI (Destacamento de Operaciones Internas y Centro de Operaciones de Defensa Interna) – destinada a diezmar a los principales opositores al régimen.

Reunido con banqueros paulistas en el segundo semestre de ese año, el entonces ministro de Economía, Delfim Neto, solicitó y obtuvo su aporte económico, alegando que las Fuerzas Armadas no tenían equipamiento ni fondos para enfrentar la “subversión”. Al mismo tiempo, la Federación de Industrias de São Paulo – FIESP invitó a sus empresas asociadas a colaborar en el emprendimiento. Así, mientras Ford y Volkswagen suministraban autos, Ultragás prestaba camiones y Supergel abastecía el penal militar con comidas congeladas.

El quiebre de la confianza empresarial en el poder militar

Sin embargo, la luna de miel entre el gran capital y las Fuerzas Armadas no duró mucho. El 12 de diciembre de 1968, exactamente en vísperas de la promulgación del Acto Institucional nº 5, que suspendía la hábeas corpus en casos de delitos políticos y delitos contra la seguridad nacional, el jefe de la Policía Federal impidió la publicación en el diario superconservador el estado de sao paulo, del editorial en el que el director Júlio de Mesquita Filho condenó “el artificialismo institucional, que el país se vio obligado a aceptar por la presión de las armas”.

Unos años más tarde, cuando se verificó que todos los grupos que participaban en la lucha armada contra el régimen habían sido exterminados, los empresarios comenzaron a expresar su irritación por la permanencia de los militares al mando del Estado brasileño. Tanto más cuanto que los uniformados se dejaron seducir por las particulares ventajas económicas de las que gozaban al mando del Estado, como ocupar cargos directivos muy bien remunerados en empresas estatales, varias de las cuales fueron creadas tras el golpe de Estado de 1964.

En 1974, uno de los grandes sacerdotes del credo liberal, Eugênio Gudin, declaró públicamente que “el capitalismo brasileño está más controlado por el Estado que el de cualquier otro país, con excepción de los comunistas”. Luego, en febrero de 1975, el periódico El Estado de São Paulo publicó una serie de no menos de once informes bajo el título “Los caminos de la nacionalización”, mientras que la Federación de Industrias del Estado de São Paulo difundió un documento, titulado “El Proceso de Nacionalización de la Economía Brasileña: El Problema del Acceso a la Recursos para Inversiones”.

La clase empresarial comprendió entonces que había llegado el momento de reinstalar en el país el tradicional régimen de falsa democracia representativa, bajo cuya fachada aparece el poder oficial atribuido a agentes políticos electos, mientras que detrás, la dominación económica, ejercida por potentados privados. La presión empresarial contra las Fuerzas Armadas al frente del Estado coincidió con la elección a la presidencia de los Estados Unidos de Jimmy Carter, crítico implacable de las violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen militar brasileño.

En una entrevista con un periódico estadounidense, llegó a afirmar: “Cuando Kissinger [Secretario de Estado en el gobierno de Richard Nixon] dice, como lo dijo hace un momento, que Brasil tiene un tipo de gobierno compatible con el nuestro, pues , ahí está, el tipo de cosas que queremos cambiar. Brasil no tiene un gobierno democrático. Es una dictadura militar. En muchos aspectos es altamente represivo para los presos políticos”.

A su vez, dentro del episcopado brasileño –aunque vinculado, como es habitual, a los titulares del supremo poder– se destacaron las figuras exponenciales de D. Helder Câmara y D. Paulo Evaristo Arns, para denunciar sin eufemismos, tanto aquí como en el exterior, las atrocidades cometido contra los presos políticos. El régimen militar entró así en su fase de ineludible declive, habiendo perdido el apoyo de los grupos que tradicionalmente conforman la estructura de poder en Brasil.

La fase final del régimen.

Todo parecía encaminarse hacia una “distensión lenta, gradual y segura”, como predicaba el general Golbery do Couto e Silva, si no fuera por el hecho de que el tema de las atrocidades cometidas por militares y policías, en el marco del terrorismo de Estado, quedó en suspenso. sin resolver. . Según datos oficiales de la Comisión Especial de Muertes y Desapariciones Políticas, creada por Ley N° 9.140 de 1995, hasta febrero de 2014, 362 (trescientos sesenta y dos) casos de opositores políticos fueron asesinados o desaparecidos durante el régimen militar.

La Secretaría Especial de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia, en el informe Derecho a la Memoria y la Verdad, publicado en 2007, manifestó que tuvimos no menos de 475 (cuatrocientos setenta y cinco) muertos y desaparecidos políticos durante ese período . También se estima que 50.000 personas fueron detenidas por motivos políticos, la mayoría torturadas, algunas hasta la muerte. El gobierno militar incluso equipó, en Petrópolis, una casa donde fueron ejecutadas al menos 19 personas, cuyos cuerpos fueron incinerados para no dejar huellas.

En ningún momento de nuestra vida como país independiente, los gobernantes, ya sea en el Imperio o en la República, lograron cometer tan repugnantes atrocidades. La presión de la comunidad empresarial para que los líderes militares dejaran el poder se reforzó con la reducción significativa en la tasa de crecimiento económico del país, desde el final del gobierno de Geisel. Pero la corporación uniformada dudó en dejar el mando estatal, buscando a toda costa una garantía de que, cuando eso ocurriera, los policías y militares responsables de actos delictivos violentos contra opositores al régimen no serían sancionados.

Esta solución contó con el apoyo decisivo del gran capital, aunque sólo fuera porque algunos de sus líderes, como se señaló anteriormente, eran coautores de delitos de terrorismo de Estado, habiendo financiado el funcionamiento del sistema represivo. A sugerencia de colaboradores políticos del régimen, los jefes militares decidieron finalmente embarcarse en el ya iniciado movimiento de amnistía para presos políticos y exiliados, con el fin de extenderlo a los perpetradores de delitos de terrorismo de Estado. En junio de 1979, el General-Presidente Figueiredo presentó un proyecto al Congreso Nacional, convertido el 28 de agosto en Ley N° 6.683. otorgó amnistía “a todos los que […] cometieron delitos políticos o conexos”; así considerados “delitos de cualquier naturaleza relacionados con delitos políticos o cometidos por motivos políticos”.

Haciendo uso de la astucia de la astucia, los redactores de la ley, en lugar de designar con precisión los demás delitos contemplados en la amnistía, además de los propios delitos políticos, prefirieron utilizar la expresión técnica “delitos conexos”. Vaya, ella es totalmente inepta al respecto; ya que sólo se consideran como tales los delitos con intenciones u objetivos comunes; y nadie en su sano juicio puede afirmar que los opositores al régimen militar y los agentes estatales que los torturaron y mataron actuaron con objetivos comunes.

En 2008, disgustado con esta astucia, propuse al Consejo Federal del Colegio de Abogados de Brasil que presentara una denuncia de incumplimiento de un precepto fundamental en relación con esta ley ante el Supremo Tribunal Federal. Se proponía la acción solicitando al tribunal que interpretara el texto legal de conformidad con la Constitución que entró en vigor en 1988, en cuyo art. 5, inciso LXIII dispone que el delito de tortura no puede ser concedido ni con gracia ni con amnistía; siendo indiscutible que toda ley contraria al texto o al espíritu de una nueva Constitución se considera tácitamente derogada por ésta. También se solicitó que la ley de amnistía sea interpretada a la luz de los principios y normas del sistema internacional de derechos humanos.

En abril de 2010, el Supremo Tribunal Federal desestimó, por mayoría, la acción propuesta por la OAB. Contra esta sentencia se interpuso recurso de embargo declaratorio, ya que el tribunal no consideró que varios de los denominados delitos conexos, cometidos por agentes del régimen militar –como, por ejemplo, el secuestro o el ocultamiento de un cadáver– son clasificado como permanente o continuado; lo que significa que aún no han sido considerados consumados y, por tanto, no estaban amparados por la ley de amnistía, dado que esta ley declaró que no se aplicaba a los delitos cuya consumación sea posterior al 15 de agosto de 1979.

Seis meses después de esa sentencia, más precisamente el 24 de noviembre de 2010, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por unanimidad, condenó al Estado brasileño, al juzgar el Caso Gomes Lund y otros x. Brasil (“Guerrilha do Araguaia”). En esa decisión, la Corte declaró: “Las disposiciones de la Ley de Amnistía brasileña que impiden la investigación y sanción de graves violaciones de los derechos humanos son incompatibles con la Convención Americana [sobre Derechos Humanos], carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos del presente caso, ni para la identificación y sanción de los responsables, ni pueden tener el mismo o similar impacto en otros casos de graves violaciones a los derechos humanos consagrados en la Convención Americana ocurridos en Brasil”.

Había dos razones para esta decisión. En primer lugar, el hecho de que las gravísimas violaciones a los derechos humanos, cometidas durante el terrorismo de Estado de nuestro régimen militar-corporativo, constituyeron crímenes de lesa humanidad; es decir, delitos en los que se niega a las víctimas la condición de ser humano.

En dos Resoluciones formuladas en 1946, la Asamblea General de las Naciones Unidas consideró que la conceptualización tipológica de tales delitos representa un principio de derecho internacional. Esta misma calificación le dio la Corte Internacional de Justicia a las disposiciones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuyos artículos III y V establecen que “toda persona tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad personales”, y que “ningún será sometido a torturas o a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

Ahora bien, los principios, como lo señala la doctrina contemporánea, se ubican en el nivel más alto del sistema normativo. Pueden, por eso mismo, dejar de estar expresadas en textos de derecho positivo, tales como Constituciones, leyes o tratados internacionales. El segundo fundamento de la decisión condenatoria del Estado brasileño en el caso Gomes Lund y otros c. Brasil (“Guerrilha do Araguaia”), fue el hecho de que la Ley No. de derechos humanos.

Como destacó la referida Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la responsabilidad por la comisión de graves violaciones a los derechos humanos no puede ser disminuida o suprimida por ningún Estado, y menos mediante el procedimiento de autoamnistía decretada por los gobernantes responsables. , ya que se trata de una cuestión de materia que trasciende la soberanía estatal.

Pues bien, en el juicio por el Supremo Tribunal Federal de la denuncia de incumplimiento del precepto fundamental nº 153, propuesta por el Consejo Federal de la OAB, el ministro ponente y otro que lo acompañaba afirmaron que la Ley nº 6.683 no podía ser concebida como autoamnistía, sino más bien como una amnistía bilateral entre gobernantes y gobernados. Es decir, según esta interpretación original, torturadores y torturados, unidos en una especie de contrato privado de intercambio de beneficios, habrían decidido amnistiarse mutuamente...

Cabe señalar, de entrada, la repulsiva inmoralidad de tal pacto, si es que existió: el más elemental respeto a la dignidad humana impide que la impunidad de los autores de crímenes atroces o de lesa humanidad sea objeto de negociación por parte de los interesados. las propias fiestas. . De hecho, el llamado “acuerdo de amnistía” por crímenes de lesa humanidad, cometidos por agentes de la represión, no fue más que una conciliación oligárquica encubierta, en línea con nuestra más antigua tradición.

La validez de todo pacto o convenio presupone la existencia de partes legítimas para celebrarlo. Si hubiera, en ese momento, líderes militares con poder supremo de un lado, ¿quiénes estarían del otro lado? ¿Fueron llamadas las víctimas que aún viven y los familiares de los asesinados por la represión militar a negociar este acuerdo? ¿El pueblo brasileño, solemnemente declarado titular de la soberanía, ha sido convocado a refrendarla?

Lo más escandaloso de esta tesis del pacto político es que, tras la promulgación de la ley de amnistía, ciertos militares continuaron ejerciendo impunemente su actividad terrorista. El Ministerio Público Militar constató que, entre 1979 y 1981, hubo 40 atentados con bomba, perpetrados por un grupo de militares reunidos en una organización terrorista. Sin embargo, fue necesario esperar hasta febrero de 2014, es decir, treinta y tres años después del último atentado, para que se formulara la acusación penal contra los integrantes de esta banda por homicidio doloso, asociación para delinquir a mano armada y transporte de explosivos.

Es deplorable ver que nuestro país es el único en América Latina que sigue apoyando la vigencia de una autoamnistía decretada por los militares que dejaron el poder. En Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Colombia y Guatemala, el Poder Judicial decidió que este parche institucional era flagrantemente inconstitucional.

El caso del régimen posmilitar argentino es paradigmático en este sentido y nos llena de vergüenza. En 2005, la Corte Suprema de Justicia del país declaró inconstitucional la amnistía por delitos cometidos por agentes estatales contra opositores políticos a los gobiernos militares, iniciándose desde entonces los consiguientes procesos penales.

Pues bien, hasta febrero de 2014, nada menos que 370 (trescientos setenta) delincuentes de los dos regímenes militares argentinos (1966-1973 y 1973-1983) fueron condenados a penas de prisión; entre ellos dos ex presidentes de la República, que fueron condenados a cadena perpetua, uno de los cuales murió en prisión. La persecución penal se extendió incluso a ex magistrados, considerados coautores de tales delitos.

En Brasil, muy al contrario, hasta hoy no ha sido condenado por la Justicia ni un solo autor de un crimen cometido en el marco del terrorismo de Estado del régimen militar-corporativo. Años después del dictado de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Estado brasileño aún no ha cumplido con ninguno de sus doce puntos conclusivos, en flagrante violación de la Constitución Federal y del sistema internacional de derechos humanos.

Por mi parte, vengo haciendo esfuerzos desde hace años para que esta grave omisión de nuestros Poderes Públicos sea juzgada en Brasil y denunciada ante organismos internacionales, de modo que quede claramente señalada la responsabilidad del Estado brasileño.

Conclusión

La votación de la ley de amnistía en 1979 representó, de hecho, la conclusión de un pacto encubierto entre las Fuerzas Armadas y los dos grupos que siempre han ejercido conjuntamente la soberanía entre nosotros -los agentes políticos y los potentados económicos privados-, con el objetivo de volver a los dos últimos el mando supremo del Estado, que los militares le habían arrebatado en 1964.

En ese episodio, como tantos otros de nuestra historia, el pueblo quedó de lado, como si no tuviera nada que ver. La Constitución promulgada el 5 de octubre de 1988, siguiendo a las que la precedieron, proclama solemnemente que “todo poder emana del pueblo” (art. 1, párrafo único). Incluso llega a afirmar que el pueblo ejerce su poder, no sólo a través de representantes electos, sino directamente; es decir, a través de plebiscitos y referéndums (art. 14).

Tales declaraciones constitucionales -es lamentable decirlo- son meras figuras retóricas. Sin duda, los ciudadanos brasileños votan regularmente en las elecciones. El grupo de representantes electos, sin embargo, estuvo siempre lejos de defender los verdaderos intereses de la mayoría del electorado, perteneciente a los estratos pobres de la población.

Lo que defienden los mal llamados representantes del pueblo, en realidad, son los intereses de la minoría propietaria y empresarial, que aporta, a través de donaciones, no menos de las dos terceras partes de los ingresos de los principales partidos políticos. Para tener una idea de la falsedad de nuestra democracia representativa, basta señalar un solo hecho: mientras alrededor de 40.000 50 productores agropecuarios, que explotan el 120% de las áreas cultivables del país, eligen de 140 a 4 diputados federales, los componentes de los 6 a 21 12 millones de familias que practican la agricultura familiar están representados en el Congreso Nacional por un máximo de XNUMX diputados.

En cuanto a las instituciones de democracia directa -la gran novedad del texto constitucional de 1988- sólo existen en el papel. Artículo 49, fracción XV de la Constitución establece que “es competencia exclusiva del Congreso Nacional autorizar referéndum y convocar a plebiscito”. Es decir, el pueblo soberano sólo puede tomar decisiones políticas directamente cuando lo autoricen sus representantes. Es, sin duda, una original modalidad de mandato…

Mientras persista esta triste realidad, no se descarta la posibilidad de desmanes políticos prolongados, como el provocado por el golpe de Estado de 1964.

El camino hacia la creación de un auténtico Estado de Derecho, Republicano y Democrático es largo y doloroso. Pero lo que importa es comenzar a dar los primeros pasos ahora mismo, hacia la defensa intransigente de la dignidad del pueblo brasileño.

“Si las cosas son inalcanzables… ¡por qué! / Eso no es razón para no quererlos... / ¡Qué tristes los caminos, si no fuera por / La lejana presencia de las estrellas!" (Mario Quintana).

* Fabio Konder Comparato Profesor Emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad de São Paulo y Doctor Honoris Causa de la Universidad de Coímbra.

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