por LUIZ RENATO MARTÍN*
La pincelada aguda y sintética de Édouard Manet despojó a la luz de su poder simbólico
derecho natural de los colores
Entre todos los ataques que la pintura de Édouard Manet cometió –según el “principio de la oposición violenta” de Pierre Francastel– contra el dogma de la unidad y la armonía pictóricas, uno de los más fructíferos (como generador de nuevas posibilidades sintácticas y que pronto jugaría también un papel decisivo como factor de transición de la pintura a otro régimen) consistía en atacar la unidad de la luz en favor de la irrupción independiente de los colores.
La pincelada aguda y sintética de Édouard Manet despojaba a la luz de su poder simbólico. Ni rastro de nada parecido al remordimiento y la nostalgia que pintaron el arte de Delacroix (1798-1863) con un barniz de melancolía y religiosidad. Así, Édouard Manet reducía la luminosidad pictórica, pulverizándola, a la condición de materia o algo parecido a un resto de insumo o residuo físico, como una porción de pintura no formalizada –que permanece en el lienzo y aún hoy llama la atención. Asimismo, los colores dejaron de aparecer como representaciones unitarias de la luz y por tanto de la espiritualidad, para presentarse crudamente sólo en términos materiales. Se volvieron opacos y distintos. Comenzaron a adherirse estrictamente al área ocupada por la pantalla, impermeables entre sí.[i]
escepticismo físico
De esta forma, la idea de color, convertible en signo y grado de la unidad de la luz -a su vez, símbolo de la unidad del todo- fue sustituida por la noción de color como fragmento -por lo tanto, irreductible-. materia y sin otro valor que el de uso, es decir, anclado a la situación. Así, la opción tan al gusto de Manet de acercar los colores claros a los claros y los oscuros a los oscuros, se configuró como una estrategia especialmente diseñada para demarcar el giro económico en curso en el París de Haussmann, como si configurara un espacio adjudicado o fragmentado según intereses privados. . Al referir cada color a la individuación empírica y material dentro de los límites de cada uno, tal maniobra los convirtió en partes de una nueva cosmovisión, derivada más de la percepción separadora y la hostilidad inherente a la competencia y oposición de intereses, que de la unificación. sentimiento.
Por eso, a pesar de ser incontenible, la indignación de Victor de Jankovitz, crítico de la época, se hizo con su manera aguda y precisa de medir la radical novedad que representaba la pintura antirromántica y antiidealista de Olympia en términos de color, luminosidad y visión general.
Vale la pena volver a los términos de la exasperación de Victor de Jankovitz, quien curiosamente pierde el alcance de la reflexión sin perder la capacidad de distinguir, a partir de la filiación realista del experimento pictórico en cuestión: “El autor nos representa, bajo el nombre de Olympia , una mujer joven acostada en una cama, con una cinta en el pelo y sosteniendo una hoja de parra en la mano. La expresión del rostro es la de un ser prematuro y dado al vicio; el cuerpo de un color podrido, recuerda el horror de la Morgue (...) Junto a errores de todo tipo y audaces imprecisiones, hay un error considerable en esta pintura, hecha impresionante en las obras de los realistas. En efecto, si la mayoría de sus pinturas resultan tan angustiosas para la naturaleza y para nuestros ojos es porque la parte armónica, que está ligada a la irradiación de la luz y la atmósfera, es, por así decirlo, completamente sacrificada. De tanto eliminar el sentimiento del alma, o el espíritu de la cosa, en la interpretación de la naturaleza, las sensaciones de los ojos sólo les dan el color local, como los chinos, sin combinación alguna con el aire y la luz. Se diría que se trata de un escepticismo físico”.[ii]
alboroto de sensaciones
Descartando el juicio de valor totalmente erróneo y un tanto cómico, el crítico apuntó y llamó “escepticismo físico” a la inédita valoración cognitiva de la sensación y la fisiología, junto con el vaciamiento del sentimiento de unidad, una vez garantizado por la premisa suprasensible del sujeto trascendental kantiano y reproducido por subjetividad romántica.
Así, con la pintura de Édouard Manet se implantó un realismo crudo y desalmado, que primaba la sensación. Apareció la diversidad de cosas y el conflicto de intereses. El desencanto de la luz, en tanto implica la individuación y materialización de cada color, corresponde a la experiencia estética en el mundo discontinuo; mundo sin unidad a priori y, convertido en objeto de cálculo, sujeto sólo a la unificación abstracta.
Se concluye que el realismo republicano de Édouard Manet vino a instalarse contra el unitarismo creacionista y contra el ilusionismo de la “antiguo régimen“cromática la primacía de una disputa o competencia de colores. Si el blanco y el negro reducidos a su inscripción como cantidades dejaban de simbolizar el espíritu y la oscuridad, se establecía el régimen de libre mercado de los colores, francamente disonantes como términos análogos de sensaciones diferentes.
Para comprender el significado histórico y político de tal paso, permítanme insistir e incluso repetir que la unidad de la luz constituyó una verdadera piedra angular de la tradición europea de los dos siglos anteriores. Recordemos que el discurso pictórico del “luminismo” instaurado a lo largo del arco histórico iniciado por Caravaggio (1571-1610) y desarrollado por Rembrandt (1606-69) y sus sucesores, y que se extendió al menos a la pintura romántica del “sublime ”, se vinculaba orgánicamente a la idea cartesiana del alma como sustancia o naturaleza pensante y constituía así el doble o equivalente desde el punto de vista juzgador del sujeto de la razón.
La sustitución en la economía simbólica de tal dispositivo por otro –en el que el modelo monárquico y monocular de la luz venían a dar lugar al choque de colores entre sí, es decir, a la imposibilidad de la visión transitando suavemente de un color a otro– tiene paralelismos con cambios radicales en los órdenes económico y social. De esta forma, el difícil y abrupto paso de un color claro a otro, por ejemplo, entre el blanco, el crema y el rosa en Olympia, significó el final del protocolo de reconciliaciones tonales. En otras palabras, este pasaje abrió la caída de la mirada, precipitada desde las alturas en las que primaba el “derecho divino del infinito y la trascendencia” -integrando y unificando todos los colores-, para caer en la cruda sensibilidad de la cartografía materialista de rivales. intereses – plasmados en las particularidades cromáticas.
Pero, en síntesis, a pesar de la prevalencia del principio de oposición violenta que sugería una situación conflictiva en la que las diferencias resurgían como ruptura y caos, no se trataba todavía de la fundación de un nuevo sistema visual. En este caso, la escena señala más bien una desintegración generalizada y una crisis del orden pictórico perturbado por la competencia desenfrenada de los colores entre sí.
totemismo de color
antes de llegar a collage –que a primera vista parecía constituir una revolución en la pintura– repasemos otro momento de su preparación en el terreno de las sensaciones. Van Gogh (1853-90) y Gauguin (1848-1903) aprovecharon, mediante nuevos usos y técnicas cromáticas, la tendencia previamente elaborada por Manet, de constituir entidades cromáticas que se repelían entre sí.
De esta manera, desvincularon el uso del color de la gramática del plano, es decir, de la lógica de la profundidad y la unidad, vaciando críticamente la posibilidad o credibilidad del dispositivo del llamado “color local”, es decir, del color subordinado a la función de índice naturalidad o autenticidad del objeto, independientemente de la espontaneidad del sujeto de percepción. Así, Van Gogh introdujo una nueva concepción del color y de esa titánica operación crítica nacieron los múltiples cielos de su pintura, filtrados en colores y líneas táctiles, de proximidad y tonalidades nunca antes vistas en la pintura europea.
Así, depurado y potenciado analíticamente hasta absorber las funciones legisladoras del dibujo, el color se convirtió en el nuevo fundamento de la representación espacial. De hecho, al ganar espesor y el estatus de materia con Van Gogh, el color hizo posible una nueva forma de representar espacialmente los volúmenes y la distancia entre las cosas. Las relaciones de masa y distancia comenzaron a traducirse en corrientes de energía evidenciadas por el color y las huellas materiales de las pinceladas; estos, ya no son signos, sino índices físicos, signos como la huella de un evento material en una superficie.
No debe subestimarse la sustitución de la línea por el color como nuevo patrón de medida del espacio: la obra de madurez de Cézanne (1839-1906) también nació, entre otros factores, de esta especie de lucha de colores, esbozada durante la estancia de Van Gogh en Provenza, destronando -como una horda primitiva que masacra al padre- el imperio del dibujo (como doble del entendimiento y la razón) sobre las demás facultades plásticas. En este caso, el color pasó a ser utilizado como “hilo de Ariadna”. Llevó a Van Gogh y Cézanne a triunfar contra el laberinto de las apariencias. Les permitió, al igual que otros medios analíticos permitieron a Marx (1818-83) y Freud (1856-1939), ir más allá de un orden espiritualizado de representaciones sobre el hombre y la vida social y sentar las bases de una nueva economía y sintaxis pictórica. sobre bases materiales.
Por ello, tal vez se pueda hablar de la elaboración de nuevos principios y nueva regulación para la pintura a partir del derecho natural de sus insumos (soportes, colores, pinceladas, etc.). Así, cuando el espacio aparezca implícito a partir de ahora, ya no será como una forma mental a priori, sino como instancia de un contenido afectivo-corporal –por ejemplo, los flujos de energía evidenciados por Van Gogh–, espacio, por lo tanto, resultante de la determinación recíproca entre sujeto y objeto.
Fue a partir de este nuevo nivel tanto como de una relectura de las vidrieras del pintor y escritor simbolista Émile Bernard (1868-1941), que Gauguin se propuso re-concebir el orden pictórico en términos de campos de color independientes y discontinuos, llamado “cloisonné“. Hoy también podemos distinguirlos como protocolo. De este collage primigenio nació en la pintura un nuevo tipo de luz objetivada. Esta operación constituyó el principal vector del discurso de Matisse (1869-1954). Liberado del tabú que lo ennoblecía, el dibujo también renacía, pero ya no como reflejo del entendimiento, sino hijo de la plebeya extracción de la tactilidad –pero esta es otra historia, la del garabato como line-lumpen , que nos conduciría por otros caminos .
En conclusión, la cuestión de la representación de la luz o de la producción de valor pictórico, inherente a la tradición religiosa y metafísica de la pintura occidental, fue superada en este nuevo plano histórico por su fabricación según relaciones exclusivamente cromáticas y de choque, es decir, relaciones establecida sólo a partir de la obra viva de los colores y su articulación a modo de collage, como porciones discontinuas. Así, en la economía del nuevo régimen cromático materialista, se inicia la producción de luz generada desde la propia pintura, y no desde la representación o alusión a un fenómeno extrapictórico y altamente simbólico, sino incluso abiertamente metafísico. En fin, desde entonces tenemos una luminosidad directa nacida, no de otra parte, sino fabricada del contraste mismo, es decir, del desgaste recíproco de los colores sobre el lienzo.
Con Matisse ya no hay verosimilitud en evocar ninguna unidad anterior, sea la de la luz metafísica que suponía la tonalidad, sea la de la fluidez orgánica propia del tiempo de la artesanía. Las composiciones de Matisse parecen estar formadas por superficies claramente separadas y heterogéneas. Pero estas partes interactuaron provocativamente, constituyendo un collage o una nueva síntesis entre diferentes partes, que permanecieron como tales –quizás de ahí la felicidad erótica o la utopía materialista que prometían las obras de Matisse.
Sin embargo, quiero subrayar que utilizo en este breve resumen de la historia de la pintura moderna los tiempos pasados, porque el efecto de todos estos lienzos en la era actual del totalitarismo neoliberal, y también del llamado “fin de la historia”, es muy diferente al relato de la irrupción materialista que acabo de hacerles. Pero la liquidación de las condiciones de posibilidad de la experiencia estética es también otra historia, que no podemos abordar aquí. Hasta ahora les he hablado de un mundo y de una sensibilidad que han desaparecido.
* Luis Renato Martín es profesor-asesor del PPG en Historia Económica (FFLCH-USP) y Artes Visuales (ECA-USP). Es autor, entre otros libros, de La conspiración del arte moderno (Haymarket/HMBS).
Para leer el primer artículo de la serie, haga clic en https://dpp.cce.myftpupload.com/o-regicidio-e-a-arte-moderna/
Extracto de la versión original (en portugués) del cap. 11, “De un almuerzo en la hierba a los puentes de Petrogrado (apuntes de un seminario en Madrid): regicidio y la historia dialéctica del arte moderno”, del libro La conspiración del arte moderno y otros ensayos, edición e introducción de François Albera, traducción de Baptiste Grasset, París, ediciones Amsterdam (2024, primer semestre, proc. FAPESP 18/26469-9).
Notas
[i] Una de las maniobras características de Manet, en este sentido, consistió en hacer explícito el contenido manufacturado de la representación de la luz, a través del contraste de colores mates y brillantes; por ejemplo en Cantante callejero (ca. 1862, Boston, Museo de Bellas Artes) y en Un Moine en Prières (monje en oración, 1865, Boston, Museo de Bellas Artes).
[ii] «L'auteur nous représente, sous le nom d'Olympia, une jeune fille couchée sur un lit, ayant pour tout vemtement, un noeud de ruban dans les cheveux, et la main pour feuille de vigne. L'expression du visage est celle d'un être prématuré et vicieux; le corps d'une couleur faisandée, rapelle l'horreur de la Morgue (…)
/ A côté d'erreurs de tous géneros et d'audacieuses corrections, on trouve dans ce tableau un considérable défaut, devenu frappant dans les oeuvres des réalistes. En efecto, si la plupart de leurs tableaux affligent tant la nature et nos yeux, c'est que la partie harmonique qui tient aux rayonnements de la lumière et à l'atmosphère est pour ainsi dire complètement sacrifiée. A force d'éliminer le sentiment de l'âme, ou l'esprit de la choose, dans l'interprétation de la nature, les sensaciones des yeux ne leur donnent, comme aux Chinois, que la couleur locale nullement combinée avec l'air et le jour. Sobre el dirait du septicisme physique. Apud TJ CLARK, La pintura de la vida moderna: París en el arte de Manet y sus seguidores, PAG. 96, núm. 62 a pág. 288, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1984.
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