el peor negacionismo

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por EUGENIO BUCCI*

Cuando la máxima autoridad de esta tierra ardiente va a la ONU y pronuncia todo lo que ha pronunciado, en nuestro nombre, y no le pasa nada, es señal de que alguien aquí ha abdicado de la dignidad

A raíz de la debacle que fue el discurso del presidente brasileño en la apertura de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el martes, en Nueva York, estamos abrumados. El grado de vergüenza superó las peores expectativas. En medio de mentiras ofensivas, distorsiones estúpidas y apología de las drogas abstrusas, el aluvión de tonterías no convenció a nadie y avergonzó al mundo entero. Los compatriotas del orador -que se dice que es un mito, pero, en realidad, un mitómano- solo pudieron tragarse su humillación. “Vergüenza” – así se titulaba el editorial del diario El Estado de S. Pablo, en su edición del 22 de septiembre. Palabra bien aplicada.

Somos una nación avergonzada, de espaldas a nuestro propio fracaso. Al ritmo con que los bosques de este país humean delirantemente, la esperanza se convierte en cenizas. El desastre ecológico y la tragedia sanitaria se combinan en un deprimente fracaso político. Cuando la máxima autoridad en esta tierra ardiendo (“como la hoguera de San Juan”) va a la ONU y pronuncia todo lo que ha pronunciado, en nuestro nombre, y no le pasa nada, es señal de que alguien aquí ha abdicado de su dignidad .

En estos momentos, de poco sirve que el sujeto saque su celular y “postee” en las redes que el jefe de Estado es genocida. La inquietud quejumbrosa de los descontentos es su triunfo. Escupiendo ácido sulfúrico, desfila sobre cadáveres de personas y sueños. Llamado negacionista, enseña los dientes: negacionistas sois vosotros.

Tal vez eso es correcto. Como ya se ha advertido, el peor negacionismo no es el suyo, que rechaza la ciencia, el conocimiento y el diálogo, sino el de quienes se niegan a ver que estamos ante un enemigo declarado de la democracia, obsesionado con preparar un golpe de Estado. El peor negacionismo es aceptar la permanencia del gobernante que está ahí y, en esa tácita aceptación, firmar un pacto de sangre con el proyecto de dictadura que pretende poner en práctica.

El peor negacionismo prosperó (y aún prospera) en las mesas de financieros sin escrúpulos, que decidieron hacer la vista gorda ante lo que tenían los recursos ópticos para ver. Fatídicamente, pero no precisamente por casualidad, el peor negacionismo encontró formas de extenderse por toda la sociedad, contaminando incluso algunas arterias de las redacciones profesionales.

La contaminación ya era evidente en la campaña de 2018. El actual presidente, entonces candidato, se subió a los estrados para idolatrar a los torturadores, maldecir la libertad de prensa y elogiar la dictadura militar. Con esta postura afrentó directamente los cimientos de nuestra democracia. Aunque cumplió con los trámites legales para obtener su regular registro en el Tribunal Electoral, como si fuera un candidato normal, declaró la guerra al Estado democrático de derecho. Este hecho, estrictamente un hecho, no una inferencia obstinada, no se registró.

Seamos más precisos. La Constitución de 1988, documento base del frágil orden democrático que supo instaurar este país, puede tener sus contradicciones internas y sus acomodamientos mal cosidos, pero se asienta sobre un pétreo consenso al que todas las fuerzas políticas deben lealtad. Este consenso se materializa en un triple rechazo: el rechazo a la dictadura, la tortura y la censura. Ahora bien, fue precisamente para glorificar estas tres formas de barbarie que ese candidato se lanzó en campaña y, sin embargo, fue tratado en buena parte de la cobertura de la campaña electoral como si fuera, al margen de su intemperancia fascistoide, un candidata cándidamente normal. Hay negación. La victoria de Jair Bolsonaro es para la democracia brasileña lo que sería para la democracia alemana la victoria de un político declaradamente nazi. No era ni es un lugar común. No es normal.

Lo más angustiante es ver que, a pesar de toda la evidencia en contrario, el peor tipo de negacionismo no cede. Está repetidamente desmoralizado por los acontecimientos, pero no se rinde. Sus fragmentos, como escombros ideológicos, se esparcen por el piso de los medios y pronto se reagrupan, en intentos sucesivos y ridículos de dar crédito a lo increíble. Uno de los más recientes se produjo a raíz de los actos golpistas del 7 de septiembre.

En el feriado, en mítines anabolizados por dinero extranjero, el presidente prometió, en voz alta, desobedecer las determinaciones del Supremo Tribunal Federal. Al día siguiente, para escapar de las pruebas que se avecinaban, protagonizó otra de sus cínicas retiradas y firmó un texto mal redactado en el que prometía respetar la separación y la armonía entre poderes. Como de costumbre, renuncia descaradamente, como si fuéramos una nación de tontos. Aun así, su documento de rendición fue muy bien recibido en ciertos rincones del periodismo. Sin memoria y sin carácter, se restaura el negacionismo que beneficia al negacionista.

En cuanto a los alienados adinerados, que decidieron creer en el fantasma del comunismo con el mismo fervor que dedican al lucro digital, no hay nada que hacer. El jefe de Estado, al leer esas barbaridades en la ONU, las representa fielmente. La prensa, sin embargo, que tiene una vida racional, podría pensar un poco más al respecto, aunque sea demasiado tarde.

*Eugenio Bucci Es profesor de la Facultad de Comunicación y Artes de la USP. Autor, entre otros libros, de La superindustria de lo imaginario (Autêntica).

Publicado originalmente en el diario El Estado de S. Pablo, el 23 de septiembre,

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