por EUGENIO BUCCI*
La prisión ideal de Jeremy Bentham triunfó, porque los reclusos no están allí en contra de su voluntad, sino por deseo, placer, disfrute y pasión.
En 1785, el filósofo inglés Jeremy Bentham inventó lo que pensó que era la prisión ideal. En su interior cabrían cientos o miles de encarcelados, y todos serían vigilados las 24 horas del día, en cada mínimo movimiento que hicieran. En el otro extremo, el de los vigilantes carceleros, un número mínimo de empleados haría el trabajo. Sería una casa de detención eficiente y de bajo costo, imaginó el creador de la ética utilitaria.
Para hacer que su proyecto funcione, el pensador ideó una solución arquitectónica. Su idea era bastante simple, casi obvia. En el centro de un gran patio circular estaría la torre de vigilancia, implacablemente opaca, impenetrable. Unas grietas, estratégicamente diseñadas, permitirían al guardia acomodado en el interior poder ver todo lo que le rodea –de ahí el nombre de la cosa: “panóptico”. Sin embargo, desde el exterior, nadie podría ver ninguna parte del cuerpo de este guardia, ni saber hacia dónde dirigió sus ojos.
En los bordes del vasto terreno, alrededor de su perímetro perfectamente circular, Jeremy Bentham imaginó la construcción de las celdas, que se extenderían como un anillo alrededor del gran patio en forma de pizza, a una distancia segura de la torre central. Las paredes de las celdas que dan al interior -y la torre- serían transparentes, de modo que el vigilante encargado de vigilar el comportamiento de la población penitenciaria pudiera seguir, cuando quisiera, las escenas más cotidianas del interior de cada una de las salas.
En cuanto a los prisioneros, no podrían ver nada, nunca, ni siquiera por un momento. No se les permitió ver ni una sola pulgada cuadrada del interior del escondite de los carceleros. En sus cubículos transparentes, los cautivos sabrían que estaban siendo vigilados en todo momento, aun cuando el carcelero oculto, en su refugio opaco, no se preocupara de observarlos. Al no ver quién los veía, serían obedientes.
En el fondo, más que un edificio, el panóptico nació como un sistema para disciplinar, orientar y canalizar la mirada. Inspiró edificios penitenciarios en Francia, Portugal y algunos otros países.
Mucho más tarde, la invención de las cámaras de vídeo hizo innecesario el aparato arquitectónico del filósofo inglés. La sociedad ha entrado en una fase en la que los dispositivos electrónicos han profundizado el espionaje total, dentro y fuera de las cárceles. En el siglo XX, el filósofo francés Michel Foucault volvió al tema del panóptico para denunciar la vigilancia implacable. Más recientemente, la profesora de Harvard Shoshana Zuboff empezó a hablar de “capitalismo de vigilancia”, cuyas herramientas preferidas son las plataformas y las redes sociales. Shoshana Zuboff tiene razón en lo que dice. Michel Foucault también la tuvo. Todavía tiene.
Si desea visualizar el estado actual de nuestra llamada civilización, piense en un gran panóptico digital. Para tener una idea más precisa de quiénes somos, considere que, en el panóptico de hoy, todos se divierten. Los habitantes de las celdas ahora viven en un frenesí inquieto, hacen todo lo posible para atraer, seducir y retener la atención del pobre guardián –lo que podemos llamar un algoritmo, sin temor a equivocarnos. Este, el algoritmo, permanece recluido en su búnker de poder e inhumanidad. Todo lo demás es visible, accesible y disfrutable, menos él, menos el algoritmo.
En el panóptico digital, a diferencia de lo que planeó Jeremy Bentham, podemos ver lo que sucede en la intimidad de las otras habitaciones. El sistema de vigilancia descubrió que la promiscuidad del ver y ser visto excita y envicia a los internos, intoxicados por el deporte pasivo de mirar y ser mirado.
En palabras de Maurice Merleau-Ponty, la mirada “habita” y “anima” el objeto, es decir, presta un “alma” a lo que se ve. Al final, somos poco más que eso: seres que miran y son mirados en el espectáculo del mundo. Cada ciudadano es simultáneamente el voyeury el exhibicionista del sistema digital. Cada hombre, cada mujer, cada niño, cada ser vivo aprieta, con la fuerza abrumadora de la mirada, los lazos indestructibles de la gran prisión.
Al final, todo desemboca en la más abierta explicitud, en la ostentación sin límites. Lo obsceno toma protagonismo, es decir, lo que debería estar fuera del cuadro ocupa el centro de la atención perdida, descentrada, alucinada. La cocina se convierte en un espectáculo aparte, la cocina pasa al salón principal. El trance espiritual –el mismo que hubiera sido inaccesible al lenguaje, imposible de traducir en imágenes o palabras– se convierte en alegorías gestuales y contorsiones faciales que ocupan toda la pantalla, en cierra poco escrupuloso. A primera vista, la pornografía parece una puerilidad inocente. Todo se ha vuelto más pornográfico que la pornografía.
Sí, la prisión ideal de Jeremy Bentham ha triunfado, y es que los reclusos no están allí en contra de su voluntad, sino por deseo, placer, disfrute y pasión. La humanidad ha encontrado delicias incomparables en su hedonismo caído de observar y ser observado sin ver lo que más importa.
*Eugenio Bucci Es profesor de la Facultad de Comunicación y Artes de la USP. Autor, entre otros libros, de La superindustria de lo imaginario (auténtico).
Publicado originalmente en el diario El Estado de S. Pablo.
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