Por Flavio Aguiar*
Falso Es una palabra hermosa, ¿no? Tiene encanto por ser anglosajón. Suele traducirse como “falso”, “ficticio”, “engañoso”, “artificial”, palabras que no gozan de la gracia del original. De hecho, debería traducirse por una palabra aún menos hermosa: “falcatrua”, que significa “acción engañosa para dañar a otros”.
Esto es lo que sucede hoy, en varios universos y niveles. Brasil se está convirtiendo en un inmenso engaño, un inmenso falso, si quieres los más puristas del prestigio de las palabras anglosajonas.
Cuando escribo “Brasil” me refiero a una imagen que tenemos de este país que equivale a medio continente, con 215 millones de habitantes, seis mil kilómetros de largo y muchos otros de ancho.
Desde mediados del siglo XIX, la imagen de “Brasil” es la de un túnel del tiempo, un paso vertiginoso o lento del pasado al futuro. Vertiginoso: “50 años en 5”, lema del gobierno de Juscelino en la década de 1950. Lento: la esclavitud, un pasado que no pasa, una imagen que aún moviliza en campañas contra el racismo.
Al mismo tiempo, hay una imagen de Brasil que va tomando forma todos los días, de parte de quienes adhieren al gobierno de Bolsonaro. Es el Brasil del fraude intelectual. Nos enteramos de que los Beatles eran comunistas, que Elvis Presley quería destruir a la familia occidental, que la CIA estaba infestada de agentes soviéticos que distribuían LSD en Woodstock, que las letras de Caetano volvían idiotas a los jóvenes, etc., por citar las últimas travesuras.
Pero hay cosas más serias. Por ejemplo: los medios corporativos propagan la idea de que el país está prosperando. Que un miserable PIB, 0,6% en tres meses, es una victoria. El mismo medio que cruje bajo la mano dura del centurión Bolsonaro, con la otra mano acaricia el becerro de oro de los tratos prometidos por Guedes, el incansable promotor de las estafas llamadas “privatizaciones”.
Mientras escribo estas líneas, el ministro que promueve la destrucción del medio ambiente brasileño está en Madrid –en la conferencia COP que el falso gobierno de Bolosnaro se negó a albergar– pidiendo dinero para financiar… ¿financiar qué? ¿Agricultores que quieren devastar el bosque y aun así ser compensados por ello? Porque de eso se trata.
La política exterior del gobierno – que podríamos llamar “la diplomacia de la hamburguesa frita” – promueve un servilismo nunca visto en la historia de Itamaraty, destruyendo una reputación de profesionalismo construida a lo largo de siglo y medio. Todo en nombre de la visión fraudulenta de una Guerra Fría que ya no existe, olvidando la otra que existe, y que no tiene nada de fría, la guerra de intereses entre las potencias USA – Rusia – China y, por supuesto, el brazo luchando con la Unión Europea y debilitando a Japón. Esta visión fraudulenta de la geopolítica llega a tal punto que ignora que EE.UU. le pisa los talones a la economía brasileña, mientras que China le arrebata sociedades a Petrobras para explorar el presal. Como decía mi tío francés, eligió de medallón.
¿Sería esta una “mera” idiosincrasia brasileña?
No parece. La estafa es rampante en el mundo de los medios y la geopolítica. Véase la premura con la que las autoridades de la Unión Europea reconocieron al gobierno títere de Bolivia, tras el golpe de Estado, premura anticipada sólo por el canciller brasileño con pies de barro. La misma prisa reconoció el pseudogobierno de Guaidó en Venezuela. Los propios medios liberales internacionales estuvieron semanas debatiendo si lo que estaba pasando en Bolivia era un golpe de estado o no. Y estaba muy molesta porque las manifestaciones de descontento en América Latina le impidieron cubrir las manifestaciones en Hong Kong contra el gobierno chino, hoy elegido nuevo archienemigo de la libertad, junto a Rusia.
No es que piense que China y Rusia son los defensores de cualquier libertad hoy. Pero son las imágenes negativas las que mantienen en pie la falsedad de que Occidente es el paraíso de la democracia.
Bueno, queda el consuelo de que en el imperio de las estafas, Brasil no está solo.
*Flavio Aguiar, escritor, periodista, es profesor jubilado de literatura brasileña en la USP.