por VALERIO ARCARIO*
El mensajero debe estudiar al público al que se dirige y evaluar la correlación de fuerzas. Es por eso que muchos oradores tienen miedo de hablar primero, y con razón.
“El agua todo lo lava, excepto los chismes”.
“La adulación busca amigos, la verdad busca enemigos”.
“La ambición es hija del orgullo.”
(Proverbios populares portugueses)
Determinación, confianza, compromiso y por tanto coraje. Ésta es la primera y quizás la más importante cualidad de un orador socialista.
La seguridad será mayor o menor dependiendo del nivel de preparación del ponente. Cuanto más domine el contenido de su mensaje, mayor será su seguridad. Nada puede reemplazar el estudio y la investigación previos sobre el tema. El trabajo en equipo es la clave para un buen discurso. La calidad del repertorio de quienes pretenden abordar un tema decide el respeto que pueden esperar del público. Pero el repertorio de un equipo siempre es superior al esfuerzo individual. El mensajero es portavoz y está al servicio del mensaje, no al revés. Sólo un portavoz, nada más y nada menos.
El orador debe tener confianza en sí mismo y en su mensaje. Algunos grandes oradores compensan su falta de confianza en sí mismos con la fuerza de su adhesión a las ideas que defienden. Otros tienen mucha confianza en sí mismos y esta confianza compensa cualquier duda que puedan tener sobre el mensaje. Pero sólo aquellos que tienen un compromiso serio y una implicación madura encontrarán la fuerza necesaria para ganar en el debate público de ideas. Los activistas serios no albergan sospechas, no insultan, no albergan intrigas y nunca mienten. Los revolucionarios son militantes de un programa, no de sí mismos.
La vanidad no debe subestimarse. El peligro narcisista es que el orador capitule ante la presión de decir sólo aquello con lo que el público ya está predispuesto a estar de acuerdo. No es raro ni natural que un joven activista priorice la búsqueda del aplauso fácil. Tampoco es raro que incluso los activistas más experimentados se vuelvan adictos a decir únicamente lo que saben que el público quiere oír.
El diálogo con el público es esencial, pero el deber de un orador socialista es decir lo que hay que decir: criticar el sentido común que es adaptación al peso de la hegemonía burguesa, explicar que los intereses de la clase dominante son diferentes a los nuestros y señalar el camino de lucha. No existe situación desfavorable que no pueda cambiarse. Aumentar la confianza de las personas en sí mismas y demostrar que no existen enemigos invencibles.
Es posible que haya cierto grado de orgullo, pero debe equilibrarse con la presión del trabajo en equipo. Los activistas socialistas deben ser educados en la percepción de que el aplauso que reciben es un aplauso para las ideas que defienden. En la lucha política y social, en el ámbito de los sindicatos, de los movimientos sociales y de los partidos, toda militancia debe ser trabajo en equipo con división de tareas.
El hecho de que alguien sea elegido como portavoz de un colectivo, en un momento dado, no autoriza al compañero a concluir que es el “rey de los dulces de coco”. Aquellos que pierden el sentido de la humildad son personas “desorientadas”, es decir, inmaduras, sin sentido de la proporción. El personalismo, el estrellato, por lo tanto, el individualismo es ridículo. Triste y patetico. En tiempos de las redes sociales, el peligro ha aumentado. Los activistas deben ser, a nivel personal, sencillos y también discretos respecto de sí mismos.
Cada debate es un desafío. Una asamblea, grande o pequeña, es un sujeto activo, un sujeto colectivo. Ella no sólo escucha las palabras que le dicen. Ella examina todo en aquellos que intentan convencerla de algo. Escucha el mensaje y juzga al mensajero. Apoya o desaprueba lo que se le argumenta. Para influir en la conciencia de los trabajadores presentes en una asamblea es imprescindible una voluntad firme y poderosa que transmita confianza.
Además de la presión del público, están presentes opositores y, a veces, enemigos, físicos o ideológicos. No todos los oponentes son enemigos. Los sectarios consideran enemigos a todos aquellos que no están de acuerdo con sus opiniones, incluso las más tácticas. Diferenciar uno del otro es fundamental. El enemigo principal es siempre la fuerza de las ideas de la clase dominante.
En los movimientos populares, es clave tener la lucidez para entender que el enemigo principal es la clase dominante que ejerce hegemonía política e ideológica sobre toda la sociedad, incluida nuestra base social. Las ideas fascistas hoy envenenan la conciencia de una parte de los trabajadores y del pueblo. No tiene sentido simplemente burlarse de la extrema derecha. No tiene sentido insultar a los partidarios de Bolsonaro. Es necesario responder a los argumentos. No es razonable suponer que ya está claro que suponen un peligro mortal.
Sin determinación, el orador se sentirá intimidado. La intimidación es la antesala del fracaso. El orador no puede esperar nada más que provocaciones de nuestros enemigos. Deberías ignorarlas o, como último recurso, pero sólo hasta el límite, cuando ni siquiera puedas intervenir, y si las provocaciones son públicas y visibles para la audiencia, deberías denunciarlas, pidiendo el apoyo de la audiencia para ejercer el derecho democrático a la palabra.
En el momento del discurso se establece una relación entre el hablante. Él es el sujeto activo que quiere convencer, y el público, el sujeto colectivo. Esta relación es necesariamente conflictiva. Pronunciar un discurso significa participar en una lucha de ideas que, en cierta medida, reflejan intereses diferentes. Al tratarse de una lucha, es claro que habrá enfrentamientos, colisiones, desacuerdos, combate, por lo tanto, peleas, tensión, incomodidad y, de alguna manera, agotamiento.
Incluso los debates en tono amistoso ponen en tela de juicio, de forma más o menos explícita, la mayor coherencia de uno u otro debatiente. Incluso los oradores experimentados se sienten agotados al final de un discurso, especialmente de uno delicado. Es normal y humano. Por lo tanto, debemos abrazar a nuestros camaradas después de que hayan luchado en nuestro nombre. El hablante debe saber que no está solo.
La relación entre orador y asamblea es, en mayor o menor medida, conflictiva por muchas razones. Hay tres principales para un orador revolucionario. No hay razón para imaginar que el público esté totalmente disponible, o incluso muy interesado, en lo que el orador va a decir. Lo más probable es que una parte sea, en principio, indiferente. Habrá un revuelo. Cuanto mayor sea la autoridad de quien pronuncia el discurso, mayor será la probabilidad de que quienes le escuchan le presten atención.
Resulta que la mayoría de los hablantes no tienen todavía ese tipo de autoridad que impone, de por sí, el silencio. Por tanto, será esencial, ante todo, ganar la atención del público. Esto requiere paciencia y confianza en uno mismo, y mucho compromiso con la importancia del mensaje. En segundo lugar, un orador socialista debe comprender que, en la mayoría de las circunstancias en que decide hacer un discurso, estará presentando ideas que contradicen en parte el sentido común, que contradicen el estado de ánimo mayoritario, en ese momento, entre quienes lo escuchan.
Por lo tanto, la mayoría de la audiencia no estará predispuesta a estar de acuerdo con el mensaje. Cualquier orador, incluso uno inexperto, notará, tan pronto como comience a hablar, que encuentra cierta resistencia. No puedes dejar que eso te desanime. No debe concluir que la aversión está dirigida contra él. Es normal la oposición o reticencia parcial, mayor o menor, a las ideas igualitarias, radicales y anticapitalistas. Las ideas dominantes, en cualquier época, son las ideas de la clase dominante.
Por lo tanto, hay que ignorar este rechazo y aceptar como natural que una parte del público presente pueda mostrarse indiferente o incluso hostil. El desafío es inmenso, porque se trata de llevar a cabo, a través del discurso, un proceso educativo que pretende convencer a la audiencia de que las opiniones en las que cree son erróneas.
En tercer lugar, el orador debe comprender que cuando hablamos en público, cualquier hombre o mujer tiene derecho, y con razón, a no ser crédulo. La credulidad es un privilegio de la infancia. Los adultos saben que no deben juzgar a las personas por lo que dicen, sino por lo que hacen. Por lo tanto, cualquier público tiene derecho a no creer lo que decimos. ¿Por qué? Porque todos hemos sido engañados en algún momento de nuestras vidas.
Crecer significa perder la credulidad, aprender a ser crítico o un poco desconfiado. Y nosotros los socialistas queremos a la gente más crítica en nuestras filas. Queremos gente con los ojos abiertos, gente que no quiera ser engañada. Por supuesto, así como hay exceso de credulidad, hay exceso de desconfianza. Todos merecen crédito hasta que se demuestre lo contrario. Esta es una actitud equilibrada. Sin embargo, el hablante no debe desanimarse si identifica cierta desconfianza.
La determinación no debe confundirse con la agresión. Ningún debate se gana con gritos, con escándalos o con desesperación. La intensidad del habla no se puede lograr simplemente elevando el tono de voz. Forma y contenido son indivisibles, inseparables, constituyen un todo y la forma está al servicio del contenido. Pero la forma también es contenido. El contenido se expresa en la forma.
El mensajero debe estudiar al público al que se dirige y evaluar la correlación de fuerzas. Es por eso que muchos oradores tienen miedo de hablar primero, y con razón. La ventaja de intervenir primero es que la reunión aún no está cansada. La desventaja es que el grado de exposición deja al activista más vulnerable a la respuesta, especialmente si no tiene derecho a responder. Estudiar a la audiencia es un ejercicio complejo. Una evaluación del estado de ánimo, humor y preferencias de la audiencia. Esta evaluación no debe ignorar el equilibrio de poder, que puede ser más favorable o más desfavorable. El equilibrio de poder es una proporción de quién está a favor o en contra de una propuesta, de una idea.
Estar en minoría al comienzo de un debate es muy diferente a estar en mayoría. Nadar contra la corriente es una prueba de fuego para cualquier orador. Es muy fácil decir que sólo lo que ya sabemos corresponderá a lo que la mayoría puede acordar. En la conciencia de las masas hay siempre una mezcla, una amalgama, una combinación de elementos verdaderos y falsos. La conciencia media de las masas está, en la mayoría de los casos, detrás de sus necesidades. El arte del liderazgo es poder dialogar con los elementos de la verdadera conciencia presentes en las masas, para deconstruir la falsa conciencia.
La relación de fuerzas es un hecho objetivo, una información decisiva, externa a la voluntad del hablante, algo que se impone. Pero no es inamovible, no es inalterable. Dejarse derrotar antes de tiempo porque el equilibrio de poder es desfavorable es fatal. No es el estado de ánimo de la mayoría lo que debe guiar el contenido de un discurso. Pero una caracterización correcta de la relación de fuerzas es esencial para definir la forma. Ir contra la corriente es el “tatibate” de la militancia socialista.
La gente llega a una asamblea con una disposición. Pero la asamblea en sí misma es un acontecimiento catalizador que puede alterar la disposición de la mayoría. Una intervención es, esencialmente, un intento de cambiar el equilibrio de poder que existía previamente. Esto requiere determinación, el poder de una voluntad que cree en el poder de las ideas. Para ganar se necesita la audacia de creer que es posible ganar. La grandeza de un orador socialista descansa en tres factores: la confianza que tiene en su programa, la confianza que tiene en los trabajadores y la confianza en sí mismo.
Nadie en el movimiento obrero y juvenil está obligado a hablar en público. Es una división de tareas. Nadie debería sentirse obligado, porque quiere ser activista, a tener que afrontar este tipo de desafíos. Este desafío es una elección. Implica superar muchos miedos. Algunos son miedos reales y otros son imaginarios.
En el hablar en público y en cualquier pelea no es posible correr riesgos. Como dicen, la vida nos pide coraje.
* Valerio Arcario es profesor jubilado de historia en el IFSP. Autor, entre otros libros, de Nadie dijo que sería facíl (boitempo). Elhttps://amzn.to/3OWSRAc]
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