El odio, ¿una pasión moderna?

Imagen: Deniz Kyzyltoprak
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por IGNACIO ECHEVERRIA*

Una reflexión sobre las raíces antropológicas y culturales del odio

“El odio puede despertarse de dos formas distintas: espontáneamente o inducido. Nadie necesita enseñarnos a odiar. […] Es parte del mecanismo sentimental, emocional, y pasa a ser parte del rito iniciático de incorporación a un grupo, a un clan. […] Odiar el mismo objeto que todos odian y del mismo modo que todos los demás. El grupo se consolida cuando todos los miembros experimentan una amenaza común. El odio es un vínculo excelente entre los miembros de un grupo y, una vez que te odias a ti mismo como a todos los demás, te conviertes en uno de los fieles. […] Esto se puede observar claramente en las facciones políticas”.

Estas palabras pertenecen a la conferencia con la que Carlos Castilla del Pino inauguró, en 1997, un seminario dedicado al odio. El seminario fue parte del antropología del comportamiento, que el propio Castilla del Pino organiza anualmente en San Roque, organizado por la Universidad de Cádiz. Las intervenciones de este seminario sobre el odio fueron recogidas, en 2002, en un volumen titulado el odio, publicado por Tusquets Editores. Sus participantes fueron, además del propio Castilla del Pino, la psiquiatra Carmen Gallano, la catedrática de literatura Túa Blesa, el catedrático de psicoanálisis Carlos Gómez Sánchez, la catedrática de antropología social Teresa del Valle, el catedrático de Filología griega Carlos García Gual y yo mismo.

Si bien la situación política y social que motiva la iniciativa tiene muy poco que ver con la de aquellos días (aunque, ya entonces, se sembraron las semillas de lo que hoy ocurre, como nos recordó recientemente Antón Losada), tal vez no sea irrelevante, en el contexto del debate suscitado por las crecientes políticas de odio, reflexionar sobre el trasfondo sociológico de este sentimiento, utilizando algunos referentes culturales y teóricos. Con este objetivo, propongo retomar mi intervención en aquel citado seminario, que, para esta ocasión, resumiré. Mucho ha pasado desde entonces; Yo mismo cambié de lugar, pero, aunque elementales, las líneas generales de esa reflexión, un tanto juvenil, todavía me parecen útiles.

1.

“¡Oh brujas, miseria, odio: a vosotras os ha sido confiado mi tesoro!” Con esta invocación, Arthur Rimbaud abre su colección de poemas en prosa Una temporada en el infierno. No es fácil precisar el alcance que este término –el de infierno– tiene para Rimbaud, pero vale recordar que la modernidad fue nombrada en alguna ocasión como “el tiempo del infierno”. Esto es lo que quizás se refiere a ella su analista más perspicaz, Walter Benjamin. En cualquier caso, es Una temporada en el infierno encontramos en la famosa frase en la que Rimbaud declara que “hay que ser absolutamente moderno”. Y él mismo es considerado el modelo del artista moderno: aquel en el que, sucesivamente, el impulso revolucionario, el solipsismo, la transgresión y la huida se manifiestan, de forma premonitoria, para finalmente sucumbir al culto a la mercancía.

A las puertas, por tanto, de un infierno que no es descabellado identificar con la modernidad, uno de sus poetas emblemáticos, Arthur Rimbaud, invoca al odio como uno de sus mecenas. Es interesante preguntarse si, más allá de su alcance poético, es posible extraer de ello la intuición del odio como pasión característica de la modernidad. Más que eso: como sentimiento específico, en la medida en que se acepta que, más allá de su sustancia atemporal, los sentimientos adquieren, en cada época, un contenido particular (como sugiere Ortega y Gasset en relación al amor).

Hoy es un lugar común caracterizar la modernidad como una fractura en la conciencia del individuo histórico, una fractura que altera su relación con el mundo, con la sociedad que lo rodea e incluso consigo mismo. Esta fractura determina una nueva percepción de su propia individualidad, destacando su alejamiento radical de todas las instancias en las que solía encontrar refugio.

Modernidad, escribe Octavio Paz en Los hijos del barro (Cosac y Naify), “es sinónimo de crítica y se identifica con cambio; No es la afirmación de un principio atemporal, sino el despliegue de la razón crítica que, sin cesar, se interroga, se examina y se destruye para renacer de nuevo. No nos rige el principio de identidad ni sus enormes y monótonas tautologías, sino la alteridad y la contradicción, la crítica en sus vertiginosas manifestaciones […]. La modernidad es una separación. Utilizo la palabra en su significado más inmediato: alejarse de algo, desunirse. La modernidad comienza como un desprendimiento de la sociedad cristiana. Fiel a su origen, es una ruptura continua, una separación incesante de sí mismo”.

Estas palabras son suficientes, con el énfasis que dan a las categorías puestas a discusión (testado), para conectar lo que dicen con la afirmación de que el odio es un sentimiento específico de la modernidad. Y es que este sentimiento hunde sus raíces en las categorías antes mencionadas y constituye, por excelencia, una de las derivaciones típicas de ese extrañamiento al que se refiere Octavio Paz.

Estrechamente vinculado al amor –que a menudo se juzga erróneamente como su opuesto– el sentimiento de odio aparece relacionado, en la teoría psicoanalítica, con el reconocimiento de la realidad externa, es decir, con el reconocimiento de la alteridad, y, como tal, es considerado un agente. decisivo en la construcción de la identidad individual.

Según Freud, en las fases más primitivas de la psique, “El yo no necesita el mundo exterior mientras sea autoerótico”. Durante esta fase, y siempre “bajo la regla del principio del placer”, el yo se acoge dentro “los objetos que se le ofrecen en cuanto constituyen fuentes de placer y los introyecta, sustrayendo, por otra parte, de sí mismo aquello que, dentro de sí, constituye motivo de displacer”.

Durante esta etapa, que el propio Freud califica de narcisista, “El mundo exterior se divide para él [el yo] en una parte placentera, que está incorporada, y un resto, ajeno a él”. El sentimiento asociado con esto. "descansar" El aspecto del mundo exterior que resulta extraño es, inicialmente, el de la indiferencia. Pero en la medida en que la realidad exterior a uno mismo, con sus incesantes estímulos (que constituyen muchas otras fuentes de disgusto), se impone a la experiencia del sujeto, la indiferencia da paso al odio, que aparece así vinculado al reconocimiento del mundo exterior como un objeto, es decir, como una realidad independiente del sujeto. Según Freud, “El mundo exterior, el objeto y lo odiado habrían sido, inicialmente, idénticos”. Y esto hasta el punto de que se puede decir que “el odio hace el objeto” (refiriéndose, por supuesto, al objeto en el sentido de no-yo, externo al Yo).

2.

Es tentador –por abusivo que pueda parecer en muchos sentidos– extrapolar las observaciones de Freud sobre la función del odio al comportamiento de los cuerpos sociales y reconocer en ellos una dinámica similar. Es algo que parece sencillo cuando se trata de sentimientos racistas o nacionalistas, generadores de odio que efectivamente actúan como agentes de diferenciación e identidad. De hecho –como ilustró insistentemente Rafael Sánchez Ferlosio–, en la formación de los pueblos y de las naciones, o más generalmente de los grupos sociales, el odio juega un papel ancestral, comparable al que desempeña en la construcción de la autoconciencia individual.

Durante mucho tiempo, el arraigo de la conciencia individual en una estructura social sólidamente fundada aseguró al odio, además de sus manifestaciones privadas, una importante función social, reforzando la conciencia colectiva. Un buen ejemplo de ello es el papel decisivo que jugaron, en la consolidación de las naciones europeas modernas, las luchas religiosas y, muy especialmente, el sentimiento antisemita o el odio hacia los turcos.

Lo específico de la modernidad es que, cuando la relación entre la pertenencia del individuo a su propio entorno social se vuelve conflictiva, esta función integradora del odio se problematiza. A través de la fuerza de la razón crítica, la modernidad inaugura un proceso de “distanciamiento radical” entre el individuo y su entorno, lo que pone en entredicho el conjunto de valores colectivos en los que se basaban tanto las relaciones interpersonales como la imagen que el sujeto tenía de sí mismo. Dejando claro que el presente análisis se circunscribe al individuo como sujeto social, vale recordar que la ruptura del modelo teocéntrico, continuado posteriormente por los modelos geocéntrico y antropocéntrico, inauguró a partir del Renacimiento un proceso de extrañamiento que adquirió toda su extensión. intensidad con la Ilustración.

La Europa de las revoluciones, en el largo recorrido que va desde la Revolución francesa de 1789 hasta la Revolución rusa de 1917, puede explicarse brevemente como resultado de este proceso, una de cuyas consecuencias es el odio, que, a partir de entonces, Comienza a oponerse a los diferentes estatus sociales, ya que se cuestionaron los vínculos que sustentaban su articulación jerárquica. Desde este punto de vista, la lucha de clases, en la interpretación dialéctica que de ella hace el marxismo, vendría a constituir, en gran medida, una racionalización estratégica de este odio, con el objetivo de refundar, en beneficio de la clase proletaria. , un nuevo pacto social .

Sin embargo, eludiendo ahora el plano ideológico, quizás la forma más clara de ilustrar los trastornos que los nuevos tiempos infligen a la conciencia individual sea explorar los sentimientos de la multitud. Tal es, según Walter Benjamin, el nuevo sentimiento que echó raíces en la ciudadanía del siglo XIX; un sentimiento determinado por el fenómeno moderno por excelencia: el surgimiento de las grandes ciudades y las nuevas condiciones de vida que proporcionan.

El propio Walter Benjamin saca a la luz, al respecto, una expresiva cita del joven Engels, que vale la pena transcribir aquí: “Una ciudad como Londres, en la que puedes caminar durante horas sin siquiera llegar al principio del final, sin encontrarte con el más mínimo signo que permita deducir la proximidad de terreno abierto, es algo muy peculiar. Esta centralización colosal, esta reunión de tres millones de hombres en un solo punto, centuplicó su fuerza […]. Pero sólo más tarde descubrimos las víctimas que […] esto costó. Cuando uno deambula por las calles adoquinadas durante uno o dos días, se da cuenta de que estos londinenses tuvieron que sacrificar lo mejor de su humanidad para realizar todas las maravillas de la civilización que rebosa su ciudad […]. El hormigueo de las calles, por el contrario, tiene algo de repugnante, algo contra lo que la naturaleza humana se indigna. Esos cientos de miles que se empujan unos a otros, ¿no son todos hombres con las mismas propiedades y capacidades y con el mismo interés por ser felices? Y, sin embargo, corren esquivándose unos a otros, como si no tuvieran nada en común, nada que los uniera, con un único pacto tácito entre ellos: que cada uno se mantenga en el lado derecho de la acera, para que las dos corrientes del La multitud que avanza en direcciones opuestas no se bloquea entre sí. Ciertamente a nadie se le ocurre dignarse mirar a otro. La indiferencia brutal, el aislamiento insensible de cada uno en sus intereses privados, se manifiesta aún más de manera repugnante, duele aún más, dado que todos están comprimidos en un espacio reducido”.

El sentimiento aquí expresado va más allá del profundo disgusto que despierta, en tantos artistas del siglo XIX, la configuración del nuevo orden social, de las nuevas condiciones de vida; un disgusto que encuentra su formulación más precisa y radical en Flaubert y su reiterado “Odio a los burgueses”. Su objeto es algo mucho más extenso e impreciso, en cualquier caso no connotado por una perspectiva de clase o posiciones ideológicas: la multitud.

3.

Tras esta cita, Walter Benjamin recuerda los textos clásicos de Poe y Baudelaire, y él mismo constata, en relación a ellos, cómo “La multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraban de frente”. De este terror, de esta repugnancia y de este miedo, surgió un correspondiente sentimiento de odio que, en muchos casos, se expresó en un reflejo de agresión. Las ideologías revolucionarias redirigen este sentimiento hacia una utopía redentora. Pero, fuera del cauce determinado por estas ideologías, el desarrollo de la razón crítica arroja muchas conciencias hacia el nihilismo. En este escenario, quizás el más característico de la modernidad, el hombre de la multitud al que se refieren Poe y Baudelaire se convierte en el misántropo atormentado que protagoniza la película. Memorias subterráneas (1864), de Dostoievski, o en el feroz anarquista que encarna el personaje del profesor en el agente secreto (1907), la novela de Joseph Conrad.

Como recordaréis, este último personaje camina impunemente por las mismas calles de Londres descritas por Engels, pero lo hace llevando consigo una bomba. He aquí uno de los extractos en los que Joseph Conrad lo describe: “Perdido entre la multitud, miserable y diminuto, meditaba confiado en su poder, sin sacar la mano del bolsillo izquierdo del pantalón y sosteniendo ligeramente la pelota de goma, garantía suprema de su siniestra libertad; pero, al cabo de un rato, se sintió desagradablemente afectado por el espectáculo de la calle atestada de vehículos y la acera repleta de hombres y mujeres. Me encontraba en una calle larga y recta, ocupada por una mera fracción de una inmensa multitud; pero a su alrededor, por todas partes, sin cesar, hasta los límites del horizonte oculto por los enormes montones de ladrillos, sentía la masa de la humanidad, poderosa en sus dimensiones. Pululaba como innumerables saltamontes, laboriosos como hormigas, inconscientes como una fuerza natural, avanzando ciegos y en orden, absortos, impermeables al sentimiento, a la lógica, tal vez también al terror.

Una vez más, lo que produce asombro no es tanto la multitud misma, sino su indiferencia. En el vacío que esta indiferencia abre en la propia conciencia individual, se construye la conciencia moderna. Pero en el fragmento que acabamos de citar aparece, casi imperceptiblemente, una nueva noción que determina un cambio significativo en el proceso abierto por esta conciencia: la noción de “masa”. Vale la pena detenerse en ello.

La masa alude a una noción similar, pero absolutamente idéntica a la de multitud. Tiene razón Joseph Conrad al intuir esto al expresar cómo la misa se hace sentir más allá de la inmensa multitud que rodea a su personaje, más allá –dice– “desde el horizonte oculto por enormes montones de ladrillos”.

A diferencia del “hombre de la multitud”, al que se refieren Poe y Baudelaire, el “hombre de la multitud” es indiferente al terror que inspira al propio espectro. Y esto ocurre porque la masa constituye una transmutación de la multitud, a través de la cual su entidad múltiple se disuelve en una unidad superior, en la que se renueva el gregarismo atávico que dio impulso a las sociedades humanas.

Es decisivo diferenciar el sentimiento de la multitud del sentimiento de la masa para distinguir, a su vez, dos etapas sucesivas en el desarrollo de la conciencia individual moderna. La percepción de multitud marca prácticamente todo el siglo XIX y está dominada por el impacto inquietante que tienen sobre el individuo las nuevas condiciones de vida, resultantes de la revolución industrial. En este contexto, el fenómeno de las multitudes, consecuencia de concentraciones humanas a una escala hasta ahora desconocida, tiene –como ya se ha dicho– un papel esencial.

El terror que el individuo experimenta frente a la multitud da paso, a lo largo de la primera etapa de la modernidad, a diferentes actitudes: conspiración revolucionaria, solipsismo estético, huida, rencor, odio... Este último surge, en primer lugar, del repudio a lo que , por su imponente heterogeneidad, se reconoce inesperadamente como extraño y, por tanto, amenazador.

El factor determinante, en cualquier caso, es la angustia causada por la repentina revelación de que el entorno previamente percibido como propio –el tejido de relaciones humanas que apoyaba y reforzaba el sentido de sí mismo del individuo– ha adquirido una consistencia hostil. El odio aparece aquí como una reacción al aislamiento de la propia identidad, a la propia soledad, arrancada, por así decirlo, de la pertenencia a un orden más o menos cómodo. El repudio de la multitud, según esto, sería un sentimiento dominado por la extrañeza y la alteridad.

El fenómeno de masas tiene raíces muy distintas a las de la multitud. Su naturaleza no es histórica. La formación más o menos espontánea de las masas humanas se remonta a los orígenes del hombre y obedece a una especie de instinto de indiferenciación por el cual el individuo disuelve su propia identidad en una entidad superior. Si el fenómeno de masas adquirió tanto protagonismo a lo largo del siglo XX es porque este instinto de masas actúa con especial insistencia en situaciones de extrañamiento, como las que genera el sentimiento de masas.

Puede decirse, en este sentido, que el sentimiento de masa actúa como revulsivo del sentimiento de multitud. Si el de multitud es un sentimiento característico del proceso de individualización que culmina en el siglo XIX, el de masa es un sentimiento que actúa precisamente como disolvente de la conciencia individual. El repudio de la misa tiene un signo opuesto al repudio de la multitud. Si esto último constituye una reacción de la conciencia individual ante lo múltiple y extraño, el primero consiste en la reacción de esa misma conciencia individual ante la formidable presión de lo idéntico. Si la multitud intimida por su diversidad, la masa lo hace por su uniformidad. Y esto se debe a que la masa constituye la cristalización de la multitud en una especie de individualidad trascendida.

La masa es el asilo de una individualidad traumatizada, que resuelve su angustia al precio de disolverse. La masa ofrece al individuo el consuelo de multiplicar su identidad, a través de la cual alivia el sentimiento de alteridad y extrañeza que provocaba la multitud, entendida como multiplicación de la diversidad. El sentimiento de masa disuelve, en una identidad sublimada, la inquietud provocada por la multitud.

4.

Elías Canetti, que dedicó buena parte de su vida al estudio y caracterización de la masa –que comprendió y explicó como ningún otro–, destaca entre sus propiedades fundamentales el hecho de que, dentro de la masa, reina la igualdad. Elías Canetti señala: “Es una igualdad absoluta e indiscutible y nunca es cuestionada por las propias masas. Tiene una importancia tan fundamental que el estado de la masa puede definirse directamente como un estado de igualdad absoluta. Una cabeza es una cabeza, un brazo es un brazo, las diferencias entre ellos no tienen importancia. Se convierte en una masa que busca esta igualdad. Se ignora todo lo que pueda alejarnos de este objetivo”.

Es imposible entender el siglo XX sin comprender al mismo tiempo –como lo hizo Elías Canetti– el papel protagónico que en él jugó la experiencia de masas, determinando el ascenso del totalitarismo. En línea con lo argumentado, podría incluso, con cierta audacia, establecer una correspondencia entre las relaciones de las masas con el totalitarismo y las de la multitud con la democracia. Pero aquí basta con registrar el mecanismo que da lugar al surgimiento de la masa: la tendencia hacia la identidad, consecuencia de la reacción al sentimiento de alteridad y extrañeza radical que, como hemos visto, está en la base de la conciencia moderna. .

Como entidad compacta, la masa retoma comportamientos similares a los de cualquier sujeto. Para ella, el odio es un mecanismo de afirmación que ayuda a forjar la propia identidad. Pero aquí se trata del odio como sentimiento de la individualidad moderna, que es una individualidad crítica en relación con el entorno social al que pertenece y que, por tanto, actúa en dirección opuesta al odio de las masas, que es un odio. , por así decirlo. "social".

En la masa opera el absolutismo de la identidad, que anula la individualidad en la medida en que actúa en el sentido de la mercancía, es decir, en el sentido de la repetición de lo idéntico con fines de instrumentalización, tanto por parte del mercado y los llamados poderes fácticos.

Más que cualquier otro crítico de la modernidad, fue Theodor Adorno quien, a lo largo de toda su obra, defendió con mayor pasión el valor de la cultura como campo de resistencia del individuo a la presión de lo idéntico. “Cuanto más totaliza la sociedad, más perfectamente se reduce a un sistema monocolor, más se convierten las obras de arte en las que se acumula la experiencia de este proceso en su opuesto”, él escribe. En la teoría de Theodor Adorno, tanto el arte como la filosofía son los dos ámbitos en los que todavía actúa una fuerza “viene en ayuda de los no idénticos, de los oprimidos en realidad por nuestra presión identificativa”.

En ambos casos, las instancias más profundas del Yo (que, en Theodor Adorno, adquiere una apariencia claramente freudiana) se movilizan a favor de su conservación. Y es en este movimiento defensivo donde se puede reconocer el papel protagónico del odio como agente de resistencia a la individualidad y, por tanto, como factor decisivo en la dinámica de la modernidad.

Freud afirma que el odio “tiene su origen en los instintos de autoconservación”. Según él, el odio proviene de “de la lucha del yo por su conservación y mantenimiento”. Esto invita, tras el camino recorrido, a considerar nuevamente cómo este sentimiento juega un papel determinante en la modernidad, tan a menudo entendido y explicado como “una cultura del Yo”.

De hecho, toda una corriente de arte y pensamiento modernos, cuyas primeras manifestaciones se pueden rastrear en el romanticismo, orienta su discurso hacia un repudio de la sociedad como producto de la revolución industrial, sentida como un instrumento de alienación, de expropiación del yo. Un repudio que se vuelve más agresivo y radical a medida que el Yo reconoce en sí mismo territorios enteros que están bajo la jurisdicción de las fuerzas sociales y su poderosa presión.

5.

Señalaría aquí una dimensión “humanitaria” del odio que Theodor Adorno exploró y defendió insistentemente a través de su concepto de negatividad y su defensa intransigente de la vanguardia. Pero el odio como agente defensivo de la individualidad frente a la masa tiene poco o nada que ver con el odio colectivo que alimenta a la masa como individualidad trascendida. El odio masivo, alimentado por sentimientos racistas, religiosos y nacionalistas, es un odio atávico.

Por el contrario, el odio que anima gran parte del discurso filosófico y estético de la modernidad, que determina gran parte de la conducta marginal, disidente o transgresora dentro del orden social actual, es la expresión de una resistencia de la individualidad a ser absorbida, un encierro de el yo diferenciado de la totalidad. Jean Baudrillard tenía razón al expresarlo con ejemplar contundencia: “El odio es quizás lo que subsiste, lo que sobrevive a todo objeto definible […]. El odio sigue siendo un tipo de energía, aunque sea negativa o reaccionaria. Actualmente sólo quedan estas pasiones: odio, asco, alergia, aversión, desilusión, náuseas, repugnancia o repulsión. No sabes lo que quieres. Pero sabes lo que no quieres. El proceso actual es un proceso de rechazo, desafección, alergia. El odio participa de este paradigma de pasión reaccionaria: lo rechazo, no lo quiero, no me sumo al consenso […]. Al mismo tiempo que se exalta lo universal, se descubre la alteridad, lo verdadero, aquello que no encaja en lo universal y cuya singularidad persiste, a pesar de estar desarmado e impotente. Tengo la impresión de que el abismo entre una cultura universal y lo que queda de singularidades se está endureciendo y profundizando”.

Estas palabras exponen una clara concepción del odio como sentimiento residual de una individualidad acorralada, para la cual la premisa de la universalidad esconde una trampa mortal. Para esta individualidad, toda construcción social, todo consenso cultural, acaba siendo un vehículo de dominación del mercado y, por tanto, un instrumento de indiferenciación. El propio Jean Baudrillard destaca hasta qué punto la función primaria de medios de comunicación consiste en la “producción de indiferencia”. “La comunicación, volviéndose universal”, declara Jean Baudrillard, “Implicaba una pérdida fenomenal de alteridad. El otro ya no existe. Quizás la gente busca la alteridad radical y la mejor manera de lograrla es a través del odio, una forma desesperada de producir otros. En este sentido, el odio sería una pasión, una forma de provocación y desafío […]. Actualmente, la energía que queda se invierte en pasión negativa, rechazo, repulsión. La identidad, hoy, se encuentra en el rechazo […]”.

Jean Baudrillard no evita el aspecto desesperado y estéril de esta “pasión negativa”, que surge de la ausencia de cualquier perspectiva constructiva y se proyecta en todo el sistema social. Atrás queda el odio de clases que, como observa Jean Baudrillard, “todavía constituía, paradójicamente, una pasión burguesa”: “Tenía una meta; se podía teorizar, y de hecho lo fue. Era formulable, tenía acción posible, contenía una pasión histórica y social. Tenía un sujeto, el proletariado, estructuras, clases, contradicciones. El odio del que hablamos no tiene sujeto; no hay acción posible […].”

Aquí es donde emerge su potencial autodestructivo. Porque, así como el odio constituye el reflejo legítimo de una individualidad sometida a la presión creciente de lo idéntico, también es cierto que esta individualidad sólo es defendible en la medida en que se siente ella misma como un proyecto. Pero aquí es donde fallan las versiones contemporáneas del odio, en la medida en que la producción de indiferencia, en la que convergen todos los mecanismos del actual sistema social, penetra el sentimiento que el individuo tiene de sí mismo, dando paso al encierro de un yo sin contenido, es decir, un yo sentido sólo como un rechazo de todo lo que existe, incluido uno mismo.

*Ignacio Echeverría Es editor y crítico literario. Autor entre otros libros. Vocación de Editor (tormenta gris). Elhttps://amzn.to/4hnAGPs]

Traducción Rafael Almeida.

Publicado originalmente en CTXT.

Referencias


Arturo Rimbaud, Una temporada en el infierno (1873); trans. por Ramón Buenaventura, Hiperión, Madrid, 1982;

José Ortega y Gasset, prólogo de 1952 a El collar de paloma, de Ibn Hazm de Córdoba, en versión de Emilio García Gómez (Alianza, Madrid, 1971);

Octavio Paz, «La tradición de la ruptura», en Los hijos del limon (1974), Seix Barral, Barcelona, ​​1981 (3ª ed. corregida y ampliada);

Sigmund Freud, Tus instintos y tus destinos. (1915); es Trabajos completos, VI, trad. de José Luis López Ballesteros, Biblioteca Nueva, Madrid, varias ediciones y reimpresiones;

Federico Engels, Die Lage der arbeitenden Klase en Inglaterra (1848); citado por Walter Benjamin en «Sobre algunos temas en Baudelaire» (1939), Poesía y capitalismo. Iluminaciones 2, trad. de Jesús Aguirre, Taurus, Madrid, 1980;

José Conrado, El agente secreto (1907); trans. por Jorge Edwards, el agente secreto, Muchnik, Barcelona, ​​1980;

Elías Canetti, Masa y potencia (1960); trans. por Juan José del Solar, masa y poder, Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, Barcelona, ​​2002;

Theodor W. Adorno, Teoría estética (1970); trans. por Fernando Riaza: Teoría estética, Tauro, Madrid, 1980;

Jean Baudrillard, «Une ultime réaction vitale», entrevista de François Ewald, Revista Literaria, núm. 323, dedicado a «La Haine» ('El odio'), julio-agosto de 1994, pp. 20-24.


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