por ARLENICE ALMEIDA DA SILVA*
Comentario al libro de Samuel Beckett
Desde el final de la Primera Guerra Mundial, los temas del mutismo y la imposibilidad de narrar aparecen en las obras y en la reflexión estética. En esa dirección, con el innombrable, de 1949, Beckett también finaliza su trilogía de posguerra radicalizando los impasses narrativos asumidos en molloy, de 1947 e Malone muere, de 1948, llevando la novela moderna a un callejón sin salida. En una entrevista de 1956, Beckett dice: “el innombrable termina en una completa desintegración: No 'yo', no 'tener', no 'ser'. Sin nominativo, sin acusativo, sin verbo. No hay forma de avanzar”.
El primer error, sin embargo, sería afirmar que el tema de la obra es “nada”, alineándolo así con la estética del silencio o del absurdo. Esta posición sería comprensible, ya que el lector se encuentra ante una voz indefinida a la que no corresponde ninguna determinación pronominal, trama, personajes o memoria. Pero aquí, en cambio, hay una voz esquiva y angustiada que quiere escapar, aminorar la marcha, dejar de hablar, pero, en un movimiento circular imparable, o repite las mismas preguntas y sospechas, o vuelvo a caer en gruñidos. Este modo de enunciación parece indicar el gesto cauteloso del narrador cauteloso que, como en novelas anteriores, duplicaba a los personajes en busca de huellas de identidad.
Em el innombrable – con Mohood and Worms – esta expectativa se ve definitivamente frustrada, ya que la voz en desorganización no estabiliza ningún referente. No hay acuerdo posible, por tanto, entre obra y lector: reducida al acto elemental del habla, la voz es a veces sólo un ojo que llora, a veces un cuerpo en desmaterialización, voz-boca-ojo-huevera, que con virulencia, grita: “un puñado de cerdos, me hacen decir lo mismo una y otra vez”.
Beckett hace así una de las inflexiones más sorprendentes de la novela. Si los artistas modernos defendieron la autonomía de la obra, rompiendo con cualquier noción de imitación, ya que la palabra no indicaba una supuesta realidad, sino que era la realidad misma; en Beckett la palabra está siempre bajo sospecha, ya que la nominación es inmovilización: “catequesis”. El lenguaje no es una apertura polisémica a un campo de posibilidades, sino una trampa para capturar objetos, tomar posesión de ellos. Asume preceptos racionalistas como los de Hamann que “sin la palabra no hay razón, ni mundo”, o de Herder que “el lenguaje es el criterio de la razón”, volviéndolos del revés: la palabra es, en él, siempre arbitrario, ya que es el “lenguaje muerto de los vivos”.
La palabra no cambia el mundo, no es expresión de subjetividad, ni comunicación intersubjetiva; no hay lugar para la negociación en “juegos de lenguaje” abiertos y plurales. Al rebelarse tanto contra la dimensión cognitivo-semántica del lenguaje como contra la dimensión comunicativo-pragmática, Beckett intensifica la disonancia entre los medios lingüísticos y sus usos. Como código o convención, el lenguaje sedimentado se adhiere fatalmente a las reglas: “todo lo que hablo, con lo que hablo, es de los que vienen (…), habiéndose clavado en mí una lengua que imaginan que nunca podré usar sin confesar a su tribu, la bella astucia”.
A pesar de afirmar en tono de botín: “Nunca leo a los filósofos, nunca entiendo nada de lo que escriben”, en el innombrable Beckett, en clave irónica y negativa, provoca gran parte de la filosofía occidental moderna. En tono sumario, desmoviliza, una a una, las ideas de representación, racionalidad, conciencia y verdad. La voz se niega a representar y ser representada, burlándose de todo intento de objetivación; inmovilizando así tanto al sujeto como al objeto, así como las relaciones entre ellos, es decir, los fundamentos del racionalismo moderno y las filosofías del lenguaje. con ferocidad, el innombrable neutraliza la idea de naturaleza humana: “¿Cuál es la verdad de la conciencia, pregunta Beckett, que ya no sabemos qué es eso que llamamos humano, que lo que no sabemos qué es, no se mueve y no habla?”
La inmovilidad de un sujeto que no puede actuar desmantela fundamentalmente la catequesis del libre juego entre las facultades, que, desde la estética de Kant y Schiller, anunciaba un campo neutral de juicio –un grado cero de representación–; suspensión a través de la cual el ser humano sería reconocido como hijo de la naturaleza y devoto de la libertad. Beckett radicaliza el temperamento del personaje de recuerdos subterráneos, de Dostoievski, que ya había puesto fin a las pretensiones edificantes de las nociones de belleza y lo sublime.
Astuto, sin embargo, Beckett no cae en la trampa de poner a prueba sus argumentos. En el innombrable no se articula ninguna contraprueba psicológica, trascendental o semiótica, ya que “no hay nada que pueda servir de punto de partida”. El ajuste de cuentas se produce en el campo ficcional, irónicamente, a través de la deconstrucción del lenguaje, es decir, demostrando exhaustivamente a través de las palabras cómo éstas son siempre inadecuadas, inexactas o falsas.
Si la ironía romántica hizo del juego de inversiones un ir y venir entre opuestos para preservar la conciencia de los opuestos, la ironía en Beckett realiza un movimiento previo de evitación, destrucción y autoaniquilación. No afirmes nada, ni niegues, ni dejes que nada se afirme, para no ser apresado. No se trata de la “apoteosis de la palabra como en Joyce”, dice Beckett, en una carta de 1937, en la que los malabarismos asociativos juegan con la opacidad de las palabras, “inventando oscuridades”. Beckett se distancia de estos procedimientos, en nombre de una “poética de la indigencia” que asume el fracaso e impide toda positivización.
Como muestra João Adolfo Hansen en el prefacio de la edición brasileña, Beckett llega a la historia en estas eliminaciones de la voz. Como materia manipulada, a la voz que está en el medio, entre el adentro y el afuera, entre la calavera y el mundo, sólo le queda hablar, “continuar la charla aterrorizada de los condenados al silencio”. Rechazando, sin embargo, todas las determinaciones, conceptos y pretensiones de significado, impidiendo que la voz se universalice; vaciarlo, hasta dejarlo estéril, los escombros del fracaso histórico de la sentido común, es de giro lingüístico: para Beckett, verso y reverso de una vida históricamente dañada.
“Cavar un agujero tras otro en el lenguaje, hasta que empieza a abrirse paso lo que acecha detrás”, dice Beckett, en 1937. No aceptando, por tanto, el silencio del sujeto muerto, designándolo como sin voz, sino, por el contrario, tirando de su gime fuera del fluir del discurso inútil, por el murmullo de la lengua, provocando estruendos, pues el silencio es un “murmullo débil”, “antes de entrar en un largo coma”, en el “impensable indecible”, que no separa forma y vida . “Habla mientras el silencio se espesa”.
* Arlenice Almeida da Silva es profesor de filosofía en la Unifesp.
referencia
Samuel Beckett. el indecible. Traducción: Ana Helena Souza. São Paulo, Editora Globo, 208 páginas (https://amzn.to/3KLxpeS).