Gramsci de Domenico Losurdo

Imagen: Magda Ehlers
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por MARCOS AURÉLIO DA SILVA*

El legado de las revoluciones burguesas y el liberalismo a la izquierda

Es común que la izquierda brasileña encuentre una respuesta a los males que nos aquejan en la aguda crítica a los legados políticos del liberalismo y los valores democráticos de los que, en cierta medida, es portadora. Nada más lejos del marxismo crítico de Antonio Gramsci, según la lectura presentada por Domenico Losurdo[ 1 ]. De hecho, para el gran intelectual italiano, el fundador del Partido Comunista Italiano se encuentra entre los marxistas en los que el tema del legado de las revoluciones democrático-burguesas es uno de los más valorados, aunque se trate de un proceso que debe ser “completado”. ”, es decir, es, “completa y superada”.

Como ya demuestra el Capítulo I, es porque Gramsci entendió el liberalismo como portador de los embriones del socialismo, al comienzo de su vida política e intelectual, supo lanzarse al estudio de los herederos italianos de esta tradición, especialmente dedicados a la profundización del idealismo alemán que se refería a Hegel, en particular a Benedetto Croce y Giovanni Gentile, pero también y no secundariamente a los hermanos Spaventa. Es comprensible, por tanto, el tipo de liberalismo al que se refiere Losurdo. Es sobre todo el que se dedica a la crítica de la cultura católica más reaccionaria, bien delimitada en el documento pontificio Error del plan de estudios (1864), antagónico al estado nacional surgido de Resurgimiento y todo el progreso social que la acompaña, basado en la libertad de expresión y de conciencia, en la igualdad jurídica entre nobles y plebeyos, en la escuela pública y en la visión del Estado como origen y fuente de todos los derechos.

De hecho, buscando distanciarse del pensamiento positivista, que interpretaba los problemas del atraso en el sur de Italia (la Mediodía) en clave naturalista, este liberalismo sólo podía llamar la atención de Gramsci, que acababa de dejar la Cerdeña pobre y conservadora. El mismo positivismo, hay que decirlo, que aparecía no sólo en el paradigma de la antropología médica de Lombroso, sino también en autores como Guglielmo Ferrero, capaces de atribuir el atraso irlandés al “carácter celta”, “de espíritu indisciplinado y ajeno”. a la organización”, o en el liberalismo inglés de John Stuart Mill, hablando de la “indolencia” y la “envidia” de los pueblos del sur de Europa.

Es cierto que esta apreciación de los logros del liberalismo y las revoluciones burguesas en Gramsci no está exenta de problemas, insiste Losurdo. Lo que aparece principalmente en las etapas iniciales del desarrollo del sardo, marcadas por una visión un tanto oleográfica de los EE. La propia Inglaterra, al no prestar atención a la restricción censal del sufragio, la presencia de remanentes del Ancien Régime, e incluso la opresión sobre Irlanda; mientras que el jacobinismo francés sigue siendo visto negativamente, como “una visión mesiánica de la historia”, con la “pretensión política de suprimir toda oposición”. Por cierto, por eso la condena de Gramsci a la Primera Guerra no involucra todavía, en esta fase juvenil, al mundo liberal y anglosajón.

Pero es precisamente a propósito de la Guerra, y también de la Revolución de Octubre que le es contemporánea, que aparece con mayor claridad la distancia de Gramsci con los pensadores liberales que le dieron su base filosófica inicial, tema del Capítulo II. De hecho, mientras Gramsci exalta la Revolución de Octubre, que surgió en la lucha contra la guerra, viéndola como un capítulo de la lucha contra el colonialismo, Croce y Gentile, si bien durante el conflicto no se dejaron llevar por la teología leyendo que vieron en la guerra una cruzada democrática, no lleguen al extremo de rechazar totalmente la incitación chovinista a las masas que esa lectura implicaba. Su internacionalismo, afirma Gramsci, se limitó al campo de las ciencias y las artes.

En particular, Croce, ya en pleno fascismo, ya pesar de estar en la oposición al régimen, aparece como un admirador de la unidad nacional alemana, que a sus ojos había logrado eliminar los conflictos de clase. Es, al fin y al cabo, la adhesión a un socialismo de cuartel, que utiliza la lectura de la guerra como “horno de unidad” nacional. Gentile, en cambio, va más allá, presentándose como un entusiasta de la intervención, posición desde la que se adhiere explícitamente al fascismo.

Tales posiciones, que en rigor operan una singular inversión, donde el marxismo aparece como una celebración de la guerra y el conflicto, tienen sus raíces filosóficas en una lectura sesgada de Hegel, señala Losurdo en el capítulo III. Más bien, como allí se advierte, se trata de una lectura de Hegel a partir de Fichte, el filósofo de la acción y del actuar -como lo hacían los Jóvenes Hegelianos, siempre ocupados en rechazar una posición de contemplación pasiva, surgida de una supuesta identidad radical, en Hegel, entre lo real y lo racional. El marxismo de Gramsci se aleja de este camino. Rechazando la lectura vulgar del filósofo de Stuttgart, que asocia la realidad al simple empirismo inmediato, y valorando el famoso prólogo a Contribución a la crítica de la economía política, Gramsci se apega, más bien, a la dimensión estratégica de lo real y a la tendencia básica del proceso histórico, sólo para insistir en la relación - más que exactamente identidad – entre lo racional y lo real.[ 2 ]

Por cierto, es en esta clave en la que aún debe leerse la presencia del sujeto histórico, si se busca un antídoto contra el subjetivismo fichtiano. Ya en Hegel Fenomenología del Espíritu, insiste Losurdo, el sujeto y la praxis histórica se insertan en la objetividad: “Si lo negativo 'aparece como la desigualdad del yo en relación al objeto, es también la desigualdad de la sustancia en relación consigo misma. Lo que parece producirse fuera de él, y ser una actividad contra él, es su propia operación, y resulta ser esencialmente Sujeto'”. Y así de lejos estamos de la acción ciega que caracteriza a las muchas filosofías del sujeto, aunque no siempre asociadas al fascismo.

Así es que, a pesar de la exageración al sugerir a Nietzsche como un fascista avant la lettre, Gramsci parece retener lo esencial al asociar el Duce a “tantos nietzscheanos disfrazados que se rebelaron verbalmente contra todo lo que existe”. Y una clara prueba de ello es el programa fascista de 1921, con su referencia a homo rústico como la variedad más saludable de Homo Sapiens y, ya en pleno régimen mussoliniano, la apología de una nueva civilización rural, en una vehemente crítica a lo moderno que, recuerda Losurdo, está en estrecha conexión con Heidegger -adherido al nazismo, recordemos- de la crítica al olvido de la sujeto y modernidad como desarraigo y abandono del ser.

No es de extrañar, por tanto, que la Primera Guerra sea un momento de prestigio de Fichte, tanto como la abortada revolución alemana de 1848, cuya impaciencia de la juventud revolucionaria encontró apoyo incluso en Schelling, llamado a Berlín por la reacción. Lo mismo Schelling antihegeliano, con retórica anticomtemplativa, insiste Losurdo, que logra influir sobre Bakunin. Ocurre también que, en Italia, Gentile ejerce más influencia que Croce sobre toda una generación de revolucionarios, básicamente agitadores que, operando una desarticulación entre los dominios práctico y teórico, llevan a cabo una liquidación epistemológica del socialismo y el marxismo.

Sin embargo, vale la pena recordar cómo Gramsci, subrayando la unidad dialéctica entre sujeto y objeto, la concreción de la historia y de las relaciones políticas y sociales, la categoría, en suma, de la contradicción objetiva, en el esfuerzo por superar el idealismo italiano -en lo que él repite, en efecto, lo que había hecho Marx en relación con los Jóvenes Hegelianos-, no olvida la crítica al marxismo del determinismo tecnológico, tan apegado a un sujeto mítico y metafísico como el idealismo en sus límites. En el primer caso, el énfasis en el instrumento de trabajo al que se dedica Bujarin, que en el fondo da lugar a la doctrina de la inercia del proletariado, en el segundo, el énfasis en valorar la autoconciencia del sujeto, incapaz de vincular mismo a la “doctrina de las superestructuras” y su “lucha por la objetividad”, como se puede leer en el cuaderno 11.[ 3 ]

Pero ¿cómo, después de todo, la concreción de la historia, en Gramsci, permite leer la Revolución de Octubre? ¿Cómo se posiciona el comunista sardo ante la teoría de la revolución en Marx, Engels, Lenin, Trotsky? Este es el tema del Capítulo IV, cuando Losurdo nos invita a reflexionar sobre la existencia, en Marx, de al menos dos lecturas de la revolución. Uno de ellos es más mecanicista, presente en el Capítulo XXIV de La capital, donde la revolución tiende a surgir de la conclusión inmediata del proceso de acumulación primitiva, con la política, las peculiaridades nacionales, los factores ideológicos y la propia conciencia revolucionaria ausentes. Una segunda lectura, sin embargo, mucho más concreta, aparece en el prefacio de Contribución a la crítica de la economía política. Si bien aquí también la revolución parte del agravamiento de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, el énfasis no parece estar en una sola revolución, y menos en la inmediatez del proceso, pues se habla de de “una época de revolución”. Social”.

Ahora, Gramsci, habiendo vivido la tragedia de la derrota del movimiento obrero y la victoria del fascismo, rompe fácilmente con las esperanzas de un desenlace rápido y definitivo de la revolución socialista. Nuestro sardo, señala Losurdo, es el primero en percibir estas dos versiones, y, no por casualidad, citando recurrentemente el famoso prefacio, fue precisamente el marxista que más profundizó en el carácter complejo y duradero del proceso revolucionario. Esto es lo que se puede ver en los pasajes del Cuadernos de prisiones en el que se destacan las ocho décadas de duración de la Revolución Francesa, así como la referencia a que el paso del capitalismo a una sociedad regulada (comunismo) durará siglos.

Lo dicho anteriormente no significa que Gramsci pueda leerse en la línea de Bernstein y la Segunda Internacional, después de todo, tributario de la lectura más mecanicista que Engels extrajo de La capital interpretar la derrota de los campesinos en Alemania (Müntzer) así como el fracaso de la revuelta obrera en Francia en 1848 (la ausencia de condiciones objetivas, insistía Engels). Lejos de ese inglés, utilizado por el revisionismo para criticar la Revolución de Octubre, Gramsci parte de una relectura crítica de Marx que le permitirá incluso superar las carencias de la teoría de la revolución permanente de Trotsky.

De hecho, sus defectos provienen de su apego a lo que Marx escribió sobre la revolución agraria y nacional en Irlanda (en el Cartel esta posibilidad aparece también para Alemania), vista como manifestación, en el extremo del cuerpo burgués, de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción en la metrópoli, lo que significaría pensar la revolución en la periferia como antesala de la revolución en el capitalismo más avanzado. Por lo tanto, entonces, Trotsky concluyó que la revolución en un solo país era imposible. Ahora bien, es en oposición a esta variante del mecanicismo, y en defensa de la Revolución de Octubre, que Gramsci insistirá en la larga duración de la revolución en Occidente y su carácter de guerra de posiciones -una lectura, hay que decirlo-. , bastante distante de la Internacional Comunista, que, devaluando la cuestión nacional, se presentaba como un partido comunista mundial, exageradamente centralizado.

Y sigue siendo a partir de la idea de la larga duración de la revolución, que Gramsci no se deja contaminar por la tesis de la decadencia ideológica de la burguesía, desarrollada por Marx tras la derrota de la Comuna de París y de claros ecos en la tesis leniniana de la putrefacción del capitalismo en la fase imperialista. No compartiendo este catastrofismo, que ve en el largo período citado sólo una contrarrevolución (en cierto modo justificada por la reacción encarnada en Napoleón III y el ascenso del fascismo que caracteriza el período en el que Lenin escribe el Imperialismo), Gramsci tratará este proceso como el resultado de una revolución pasiva (léase en clave de un “criterio de interpretación”, no tanto como de un “programa”). Se trata, apunta Losurdo, de un análisis mucho más cercano al que se propugna en el manifiesto, que ve en la incesante transformación tecnológica de la era burguesa un proceso de emancipación intelectual de amplias masas, o incluso del Marx más maduro de Críticas al Programa de gotha, quien critica a Lassale por no ver que la burguesía no puede ser considerada una masa homogéneamente reaccionaria, como lo fueron los señores feudales. Una tesis quizás aplicable sólo a la burguesía alemana -la burguesía de camino prusiano, diríamos con Lenin−, incapaz de criticar la restricción censal de los derechos políticos, bandera jacobina.

Por cierto, operando aquí en el registro de un difícil equilibrio entre crítica y legitimidad de lo moderno –de ahí la expresión “socialismo crítico”, o “comunismo crítico”–, se ve cómo el marxismo de Gramsci, insiste Losurdo, dista mucho de ser el el llamado marxismo occidental, muchas veces entregado a la crítica liquidacionista que tanto se parece al anarquismo de Bakunin, empeñado en combatir indiscriminadamente la riqueza burguesa y la ciencia burguesa.

Es también por este difícil equilibrio que Gramsci plantea la cuestión del Estado y su extinción, tema del capítulo V. Nuestro sardo, eludiendo el mecanismo que entiende las instituciones políticas como una simple superestructura de la economía, es, según Losurdo, el más crítico, en el marxismo del siglo XX, de las tendencias anarquistas y escatológicas presentes en él, como se puede ver incluso en la obra de Lenin. El Estado y la Revolución. Viendo la tesis de la identidad entre anarquistas y marxistas respecto al Estado como ente parasitario –perspectiva en todo caso comprensible, si se piensa en el contexto en el que escribe Lenin, es decir, el de la lucha contra el socialchovinismo.

En este punto, Gramsci está mucho más cerca de A ideología alemana, obra en la que Marx y Engels señalan que el objetivo del Estado no es sólo el control y represión de las clases subalternas. De hecho, es en esta obra, después de todo el fundamento del marxismo, que vemos la categoría de poder y los intereses de las clases dominantes expresados ​​no inmediatamente, sino más bien de forma mediada, la forma general en que se presenta la acción estatal. . Es comprensible: leído por Marx y Engels en clave hegeliana –como, por cierto, también lo hizo el Lenin de los Cuadernos filosóficos −, la forma general en que se presenta el Estado, aunque no sea su sustancia, el Estado, no aparece como una “nada”, expresando, más bien, en su apariencia, también un nivel de realidad, además capaz de imponer un límite al ejercicio del poder de las clases dominantes. De ahí que la tesis de la extinción del Estado, tan querida por el marxismo en la teorización de la sociedad comunista, le aparezca a Gramsci como la extinción de los aparatos de represión, mientras ellos se afirmarían, en una línea que es más para Marx que para él. Crítica del Programa Gotha (para quienes en el comunismo las funciones de gobierno se transforman en simples funciones administrativas), los elementos de la sociedad regulada, o incluso del Estado ético, o sociedad civil. E incluso afirmaciones sobre la sociedad comunista como la desaparición del Estado y su absorción en la sociedad civil solo pueden leerse aparentemente como ambiguas, ya que para Gramsci la sociedad civil es también el Estado. Y es aquí cuando es necesario recordar su crítica a la transformación de una distinción metódica en orgánica.

Una vez más, para Gramsci, la unilateralidad del concepto de Estado puede incluso conducir a errores colosales, como la identificación de la violencia sólo en el Estado como tal y la celebración de la sociedad civil como el lugar inequívoco de la libertad. De hecho, el comunismo como sociedad regulada del que habla Gramsci se sitúa en la misma dimensión que el “Estado sin Estado” de Hegel, una forma de superación del Estado de naturaleza, la anarquía y la violencia propias de la sociedad de clases. Por lo tanto, Gramsci fue el único en concluir explícitamente que la anarquía está asociada con el liberalismo, no con el socialismo.

Y así es posible comprender por qué Bakunin, que se inspiró en Proudhon –tanto como éste en Tocqueville, o al menos por el clima que lo inspiró–, clama contra los socialistas de Estado y los jacobinos, acusados ​​no sólo de estatismo , sino sacrificar la libertad en nombre de la igualdad. Por cierto, el sindicalismo apolítico de Sorel también se refiere a los jacobinos en este tono, en lo que fue criticado por Gramsci, quien aquí se aparta de su posición original para empezar a hablar de la distinción entre una versión nacionalista, de tipo belicoso, y la histórica y auténtico: un jacobinismo popular, cuya pretensión de liquidación sumaria no es más que una subordinación ideológica a la burguesía liberal. Así, para Gramsci, “fetichismo sindical y economista”, “antijacobinismo”, “economicismo puro” y “liberalismo radical” son siempre lo mismo.

Es en base a esta visión de Gramsci que Losurdo sostiene que es un tanto curioso cómo las influencias anarquistas terminaron penetrando en el marxismo, y esto al punto de problematizar la principal experiencia socialista del siglo XX, para llevarse a cabo a través de procedimientos autoritarios. Además de las condiciones objetivas, gran parte de la teorización marxista que informó la construcción de la nueva sociedad se inspiró en el binomio anarquismo/mecanicismo, como lo denota la proclamación entre los exponentes del socialismo soviético de que la idea de la Constitución (y la norma jurídica) era sólo una idea burguesa, o incluso la ilusión acerca de la equivalencia entre la desaparición de las clases y la desaparición del Estado.

Por cierto, es en el mismo sentido que aparece la cuestión de la nación y el mercado. Y aquí también Gramsci es el marxista que se presenta con más claridad, afirmando, en una polémica con un interlocutor anarquista incluso antes de la cárcel, que en el poscapitalismo desaparecen los “estados nacionales capitalistas”, pero no todo estado nacional, nos reafirmaba una tesis. cuadernos cuando insiste en que el internacionalismo de un comunista, para ser coherente, debe ser profundamente nacional. Por su parte, el mercado está siempre históricamente determinado, siendo su configuración concreta muy dependiente de una determinada superestructura política, moral y jurídica. Finalmente, una categoría que debe ser declinada en plural.

Para Losurdo, es precisamente por estas reflexiones que Gramsci difícilmente podría catalogarse como representante de lo que Perry Anderson llamó “marxismo occidental”. Y esto porque supo distanciarse, especialmente en el cuadernos, de la crítica nihilista del pasado, tan presente en este marxismo. Y es entonces cuando vuelve a emerger el contexto histórico e intelectual en el que vivió Gramsci, a saber, el de un país de tradición liberal que se enfrenta a Marx para superar la Silaba y el Ancien Régime. De ahí que su “filosofía de la praxis” se presente no como la gentil “filosofía del acto puro”, sino como la culminación de un largo proceso histórico. El mismo proceso que, a partir de la Revolución Francesa y el jacobinismo, encuentra su expresión teórica más completa en la filosofía clásica alemana y, en particular, en Hegel, leído como el logro y el punto más alto de la modernidad. Una lectura, se podría decir, incluso más avanzada que la de Lenin, quien tiende a asumir al gran filósofo alemán sólo como un teórico de la dialéctica.

En cierto modo, es a través de este registro que uno puede entender la apreciación de Gramsci de la advertencia de Marx en el prefacio de la segunda edición de La capital, según el cual la importancia de la “investigación desinteresada” y la “investigación científica libre”, abandonada por los “espadachines asalariados”, es primordial. Lejos de cualquier carácter inquisitivo, para Gramsci la discusión científica implica la incorporación, como momento subordinado, del punto de vista del contrario, condición condición sine qua non la conquista de la hegemonía por la clase revolucionaria. Siguiendo aquí una línea cara al concepto engelsiano de ideología como “falsa conciencia” (los verdaderos motores del proceso social siguen siendo ajenos al pensador), se trata del esfuerzo por garantizar la comprensión de la objetividad del ser social para hacer justicia a ambas partes, algo absolutamente ausente en toda crítica subjetivista (como la del marxismo que se aferra a la tesis de la decadencia ideológica), apegada a la idea de subjetividad hipócrita y corrupta de los autores burgueses. Además, en la percepción de Gramsci, esta es también la limitación del sindicalismo, que no sabe salir del primitivismo (la fase corporativa) para alcanzar la hegemonía ético-política, proceso sólo posible si se entiende la teoría revolucionaria como autorreflexiva.

Pero es también aquí donde surge el problema de formar para el proletariado su propio grupo de intelectuales independientes y un partido político autónomo, una forma de superar el acoso de las clases dominantes (recordemos a Pareto, que habla de reclutar elementos que sean zorro e instintivo), belicoso, apuntando, entre estos últimos, al unionismo). Para Gramsci, es a través de la promoción, entre los intelectuales, de una tendencia de izquierda difusa e incluso de una adhesión al programa y doctrina del proletariado, que se puede lograr esta formación intelectual independiente. Pero es en esta misma dirección que el desarrollo de los intelectuales orgánicos es aún más decisivo.

En la medida en que el grupo de intelectuales formado dentro del marxismo no tiene sus orígenes ligados al pueblo sino a la pequeña y mediana burguesía, clases a las que, por intereses más frecuentemente ligados a la promoción social, pueden retornar en mayor medida. crisis históricas, es crucial para el proletariado crear su propia categoría de intelectuales orgánicos. Estos deben estar ligados a él no solo por ideas, sino también por extracción social, para lo cual es necesario realizar una Español cultural y política, una forma de romper con el espíritu corporativo, pero también otra forma de plantear el problema de la herencia.

Del mismo modo, el carácter fuertemente autorreflexivo del marxismo de Gramsci -como decíamos, debido directamente a la valorización de los legados surgidos de la ruptura con el Ancien Régime − aparece como la mejor clave para la reconstitución histórica de los regímenes surgidos de la Revolución de Octubre. En esta reconstitución, es necesario no quedarse sólo dentro del movimiento comunista, lo que significa exigirle que también sepa medirse con Occidente.

En otras palabras, ceñirse a los temas concretos del Estado, la nación, el mercado, etc.; una forma, al fin y al cabo, de alejarse del materialismo vulgar, tendiendo a reducir el marxismo a un mero apéndice de la cultura de la clase dominante. Pero es también Occidente mismo, advierte Losurdo, el que hay que leer desde un marco histórico unitario, ya que la Revolución de Octubre influyó, ella misma, en el propio estado de bienestar del capitalismo avanzado -bien esbozado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948-. , sin mencionar la ola de descolonización que experimentaron el Sur y el Este, parte de un mismo marco histórico unitario.

No deja de ser el problema de la herencia el que se plantea si se quiere pensar en los debates que estuvieron presentes en la época en que triunfó la Revolución de Octubre, al fin y al cabo, decisiva también para entender el rumbo siguiente del proceso revolucionario. Y es entonces cuando surge una interpretación de gran originalidad. De hecho, no se trata de ignorar que Gramsci -en una línea que ciertamente sigue a Lenin desde El Programa Agrario, hablando con entusiasmo del “American way” − se destaca por reconocer y profundizar el grado diferente y superior del desarrollo histórico de Occidente. Un proceso del que sacar lecciones para un proyecto revolucionario verdaderamente mundial, ya que observa las particularidades de las diferentes regiones políticas, y que se concibe así no sólo como una ruptura, sino también como una continuidad del devenir histórico de la humanidad. Sin embargo, y lo que aquí es original, esto no quiere decir que la dicotomía marxismo occidental/marxismo oriental corresponda mecánicamente a la dicotomía dictadura/hegemonía.

Gramsci, insiste Losurdo, apoyó la disolución, por parte de los bolcheviques, de la Asamblea Constituyente que se oponía a los soviets, en la misma medida en que se opuso a la amenaza de disolución de los órganos representativos en Italia por parte del reformista Bissolati, y esto precisamente porque, en ambos casos, la oposición a quienes querían lanzar al proletariado a la guerra estaba a la orden del día. Y, una vez más, en el caso de los soviets, fue un episodio de libertad, a pesar de las formas externas que asumió, resultado del enfrentamiento entre dos formas de legitimidad que se enfrentaban desde febrero de 1917, mientras que la amenaza de golpe en Italia encarnaba exclusivamente el principio de legitimidad.

En este punto, señala Losurdo, Gramsci reveló que estaba al tanto de un sentido de la realidad más concreto que Rosa Luxemburg, quien condenó la disolución de la Asamblea por parte de los bolcheviques, sin entender que no se trataba de una cuestión de dictadura versus democracia, sino dictadura contra dictadura, como se podía percibir fácilmente al observar las maniobras del imperialismo contra Rusia. Lo curioso, insiste Losurdo, es que fue esta misma Rosa Luxemburg quien calificó de pequeñoburguesa la reforma agraria bolchevique, además de invitar al nuevo gobierno a sofocar con puño de hierro cualquier tendencia separatista.

Ahora bien, ¿no nos enfrentamos aquí a formulaciones que todavía son queridas por la izquierda contemporánea hoy en día, la mayoría de las veces inclinada a devaluar el papel del mercado y la nación? Y no es un mero detalle recordar, como hace Losurdo, que el giro estalinista que marcó la tragedia del socialismo real –y esto a pesar del contexto histórico en el que debe leerse–, de alguna manera comenzó y se alimentó precisamente de concepciones erróneas de este naturaleza con respecto a la cuestión campesina y nacional. Y aquí está también la crítica a las desviaciones burocráticas y a la propia carencia teórica del socialismo europeo surgido en octubre de 1917, que en un momento dado cobró su precio en la forma de la incapacidad de seguir influyendo en los destinos políticos de Occidente, como lo hizo. en la post Segunda Guerra Mundial.

* Marcos Aurelio da Silva es profesor del Departamento de Geociencias de la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC).

Versión modificada del artículo publicado en Revista de Geografía Económica y Social.

 

Notas


[ 1 ] Domenico Losurdo, Antonio Gramsci, del liberalismo al “comunismo crítico”, Rio de Janeiro: Revan, 2006 (trad. de Tereza Otoni; reseña de Giovanni Semeraro), 286 p.

[ 2 ] La crítica a esta “identificación radical” entre lo real y lo racional está bien desarrollada en Losurdo, D. La catastrofe della Germania e l'immagine di Hegeyo Nápoles: Istituto Italiano per gli Studi Filosofici; Milano: Guerrini y Associati, 1987, pp. 94 y 97. Losurdo critica aquí en particular a Émile Boutroux ya su alumno Henri Bergson, inclinados a “una interpretación unilateral de este 'gran principio' hegeliano”.

[ 3 ] Gramsci, A. Quaderni del Jail. Edizione critique dell'Istituto Gramsci. El cura de Valentino Gerratana. Turín: Einaudi, pp. 1416-1420. En este mismo cuaderno están las críticas a Bujarin.

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