el gigante chino

Calígrafo_Huang Tingjian (chino, 1045-1105), ca. 1095.
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por CLAUDIO KATZ*

Tan lejos del imperialismo como del Sur global.

El carácter imperialista de Estados Unidos es un hecho indiscutible de la geopolítica contemporánea. La extensión de esta calificación a China suscita, por otra parte, apasionantes debates.

Nuestro enfoque destaca la asimetría entre los dos adversarios, el perfil agresivo de Washington y la reacción defensiva de Beijing. Mientras la primera potencia busca recuperar su dominio mundial en declive, el gigante asiático trata de sostener el crecimiento capitalista sin confrontaciones externas. También enfrenta serios límites históricos, políticos y culturales para intervenir con actos de fuerza a escala global. Por estas razones, actualmente no forma parte del club de los imperios (Katz, 2021).

Esta caracterización contrasta con los enfoques que describen a China como una potencia imperial, depredadora o colonizadora. También define el grado de eventual proximidad a ese estatus y qué condiciones tendría que cumplir para ubicarse en ese plan.

Nuestro punto de vista también muestra que China ha dejado atrás su antiguo estatus de país subdesarrollado y ahora es parte del núcleo de las economías centrales. Desde esta nueva ubicación capta grandes flujos internacionales de valor y comanda una expansión que se beneficia de los recursos naturales proporcionados por la periferia. Debido a esta ubicación en la división internacional del trabajo, no es parte del Sur Global.

Nuestra visión comparte las diferentes objeciones que se han planteado a la identificación de China como un nuevo imperialismo. Pero cuestiona la presentación del país como un actor meramente interesado en la cooperación, en la globalización inclusiva o en la superación del subdesarrollo de sus socios.

Una revisión de todos los argumentos en debate ayuda a aclarar el complejo enigma contemporáneo del estatus internacional de China.

comparaciones inapropiadas

Las tesis que postulan el alineamiento imperial total de China atribuyen esta posición al giro posmaoísta iniciado por Deng en la década de 1980. Valoran que este giro ha consolidado un modelo de capitalismo expansivo, que reúne todas las características del imperialismo. Ven en el sometimiento económico impuesto al continente africano una confirmación de esta conducta. También denuncian que en esta región se repite la vieja opresión europea con hipócritas disimulos retóricos (Turner, 2014: 65-71).

Pero esta caracterización no tiene en cuenta las diferencias significativas entre las dos situaciones. China no envía tropas a países africanos -como Francia- para validar su negocio. Su única base militar, en una encrucijada comercial clave (Djibouti), contrasta con el enjambre de instalaciones que han creado EE.UU. y Europa.

El gigante asiático evita involucrarse en los explosivos procesos políticos del continente negro y su participación en las “operaciones de paz de la ONU” no define un estatus imperial. Numerosos países claramente fuera de esta categoría (como Uruguay) aportan tropas a las misiones de la ONU.

Comparar a China con la trayectoria seguida por Alemania y Japón durante la primera mitad del siglo XX (Turner, 2014: 96-100) es igualmente discutible. Este no es un curso respaldado por hechos. La nueva potencia oriental ha evitado hasta ahora seguir el camino belicoso de sus predecesores. Alcanzó un protagonismo económico internacional impresionante, aprovechando las ventajas competitivas que encontró en la globalización. No comparte la compulsión por la conquista territorial que se apoderó del capitalismo alemán o japonés.

En el siglo XXI, China ha desarrollado formas de producción globalizadas que no existían en el siglo anterior. Esta novedad le dio un margen sin precedentes para expandir su economía, con pautas de cautela geopolítica, impensables en el pasado.

Las analogías erróneas también se extienden a lo que le sucedió a la Unión Soviética. Se estima que China repite la misma implementación del capitalismo y la consiguiente sustitución del internacionalismo por el “socialimperialismo”. Esta modalidad se presenta como una anticipación de las políticas imperialistas convencionales (Turner, 2014:46-47).

Pero China no siguió la agenda de la URSS. Introdujo límites a la restauración económica capitalista y mantuvo el régimen político que colapsó en el país vecino. Como bien señala un analista, toda la administración de Xi Jinping se ha guiado por la obsesión de evitar la desintegración que sufre la Unión Soviética (El Lince, 2020). Las diferencias se extienden ahora al sector militar externo. La nueva potencia asiática no ha emprendido ninguna acción similar a la desarrollada por Moscú en Siria, Ucrania o Georgia.

criterio erróneo

China también se ubica en el bloque imperial, a partir de valoraciones inspiradas en un conocido texto marxista clásico (Lenin, 2006). Se afirma que el nuevo poder reúne las características económicas señaladas por este libro. La gravitación del capital exportado, la magnitud de los monopolios y la incidencia de los grupos financieros confirmaron el estatus imperialista del país (Turner, 2014: 1-4, 25-31, 48-64).

Pero estas características económicas no proporcionan parámetros suficientes para definir el lugar internacional de China en el siglo XXI. Ciertamente, el peso creciente de los monopolios, los bancos o el capital exportado aumenta las rivalidades y tensiones entre potencias. Pero estos conflictos comerciales o financieros no explican los enfrentamientos imperiales, ni definen el estatus específico de cada país en la dominación mundial.

Suiza, Holanda o Bélgica ocupan un lugar importante en el ranking internacional de producción, intercambio y crédito, pero no juegan un papel protagónico en el ámbito imperial. Por su parte, Francia o Inglaterra juegan un papel importante en este último dominio, que no se deriva estrictamente de su primacía económica. Alemania y Japón son gigantes económicos con intervenciones prohibidas fuera de este ámbito.

El caso de China es mucho más singular. La preeminencia de los monopolios en su territorio no hace más que confirmar la incidencia habitual de estos conglomerados en cualquier país. Lo mismo ocurre con la influencia del capital financiero, que gravita menos que en otras grandes economías. A diferencia de sus competidores, el gigante asiático ganó posiciones en la globalización sin financiarización neoliberal. Además, no se parece en nada al modelo bancario alemán de principios del siglo XX que estudió Lenin.

Es cierto que la exportación de capitales –señalada por el líder comunista como un hecho notable de su tiempo– es una característica significativa de la China actual. Pero esta influencia solo ratifica la importante conexión del gigante oriental con el capitalismo global.

Ninguna de las analogías con el sistema económico prevaleciente en el siglo pasado ayuda a definir el estatus internacional de China. Como mucho, facilitan la comprensión de los cambios observados en el funcionamiento del capitalismo. Lo ocurrido en la geopolítica global puede esclarecerse con otro tipo de reflexiones.

El imperialismo es una política de dominación ejercida por los poderosos del planeta a través de sus estados. No constituye una etapa permanente o final del capitalismo. Los escritos de Lenin aclaran lo que sucedió hace 100 años, pero no el curso de los acontecimientos recientes. Se preparó en un escenario muy alejado de las guerras mundiales generalizadas.

El apego dogmático a este libro conduce a la búsqueda de forzadas similitudes entre el actual conflicto entre Estados Unidos y China y las conflagraciones de la Primera Guerra Mundial (Turner, 2014: 7-11). La principal disputa contemporánea se ve como una mera repetición de las rivalidades interimperiales de entreguerras.

Esta misma comparación se está utilizando actualmente para denunciar la militarización china del Mar del Sur. Se estima que Xi Jinping persigue los mismos propósitos que disfrazó Alemania para apoderarse de Europa Central, o que Japón disfrazó para conquistar el Pacífico Sur. Pero se omite que la expansión económica de China se ha consumado, hasta el momento, sin disparar un solo tiro fuera de sus fronteras.

También se olvida que Lenin no pretendió elaborar una guía de clasificación del imperialismo, en función de la madurez capitalista de cada potencia. Se limitó a subrayar la catastrófica dimensión bélica de su tiempo, sin precisar las condiciones que debía reunir cada participante en ese conflicto para insertarse en el universo imperial. Colocó, por ejemplo, a una potencia económicamente atrasada como Rusia dentro de este grupo debido a su papel activo en el derramamiento de sangre militar.

El análisis de Lenin del imperialismo clásico es un cuerpo teórico muy relevante, pero el papel geopolítico de China en el siglo XXI se aclara con un conjunto diferente de herramientas.

Un estado sólo potencial

Las nociones marxistas básicas de capitalismo, socialismo, imperialismo o antiimperialismo no son suficientes para caracterizar la política exterior de China. Estos conceptos solo proporcionan un punto de partida. Nociones adicionales son necesarias para dar cuenta del curso del país. La simple deducción de un estatuto imperial de la conversión del gigante oriental en la “segunda economía del mundo” (Turner, 2014: 23-24), no permite dilucidar los enigmas en juego.

Más certera es la búsqueda de conceptos que registren la coexistencia de una enorme expansión económica de China con una gran distancia de la primacía estadounidense. La fórmula del “imperio en formación” intenta retratar este lugar de gestación, aún lejos del predominio americano.

Pero el contenido concreto de esta categoría es controvertido. Algunos pensadores le atribuyen un alcance más avanzado que embrionario. Entienden que el nuevo poder avanza rápidamente hacia la adopción de un comportamiento imperial actual. Destacan el cambio introducido con la base militar en Yibuti, la construcción de islas artificiales en el Mar del Sur y la reconversión ofensiva de las fuerzas armadas.

Esta visión postula que luego de varias décadas de intensa acumulación capitalista, la fase imperial ya comienza a madurar (Rousset, 2018). Tal evaluación se acerca al contraste típico entre un polo imperial dominante (Estados Unidos) y un polo imperial en ascenso (China) (Turner, 2014: 44-46).

Pero persisten diferencias cualitativas muy significativas entre las dos potencias. Lo que distingue al gigante oriental de su par norteamericano no es el porcentaje de madurez del mismo modelo. Antes de embarcarse en las aventuras imperiales de su rival, China debería completar su propia restauración capitalista.

El término “imperio en formación” podría ser válido para indicar el carácter embrionario de esta gestación. Pero el concepto solo adquiriría un significado diferente de madurez creciente si China abandonara su actual estrategia de defensa. Esta tendencia está presente en el sector capitalista neoliberal con inversiones en el exterior y ambiciones expansivas. Pero el predominio de esta fracción requeriría la sumisión del segmento opuesto, que favorece el desarrollo interno y preserva la modalidad actual del régimen político.

           China es un imperio en formación sólo en términos potenciales. Gestiona el segundo producto bruto del planeta, es el primer fabricante de bienes industriales y recibe el mayor volumen de fondos del mundo. Pero esta gravitación económica no tiene equivalente en el ámbito geopolítico-militar que define el estatus imperial.

 tendencias no resueltas

Otra valoración considera que China tiene todas las características de una potencia capitalista, pero con un perfil imperial atrasado y no hegemónico. Describe el espectacular crecimiento de su economía, señalando los límites que enfrenta para alcanzar una posición ganadora en el mercado mundial. También detalla las limitaciones que enfrenta en el sector tecnológico en comparación con los competidores occidentales.

De esta ambigua situación deduce la vigencia de un “Estado capitalista dependiente con características imperialistas”. El nuevo poder combinaría las restricciones de su autonomía (dependencia) con ambiciosos proyectos de expansión externa (imperialismo) (Chingo, 2021).

Pero la correcta inscripción de un lugar intermedio incluye, en este caso, un error conceptual. Dependencia e imperialismo son dos nociones antagónicas que no pueden integrarse en una fórmula común. No se refieren –como centro-periferia– a las dinámicas económicas de transferencia de valor ni a las jerarquías en la división internacional del trabajo. Por ello, excluyen el tipo de mezclas que incorpora la semiperiferia.

La dependencia supone la vigencia de un Estado sujeto a órdenes, demandas o condiciones externas, y el imperialismo implica lo contrario: supremacía internacional y un alto grado de intervencionismo externo. No deben fusionarse en la misma fórmula. En China, la ausencia de subordinación a otra potencia convive con mucha cautela en la injerencia en otros países. No hay dependencia ni imperialismo.

La caracterización de China como una potencia que ha culminado su maduración capitalista -sin poder saltar al siguiente peldaño del desarrollo imperial- presupone que el primer rumbo no brinda el apoyo suficiente para consumar los avances hacia la dominación mundial. Pero este razonamiento presenta como dos etapas de un mismo proceso un conjunto de acciones económicas y geopolíticas-militares de distinto signo. Se omite esta importante distinción.

Otro autor expone una mirada similar a China como un modelo capitalista completo, navegando por el nivel inferior del imperialismo, con dos conceptos auxiliares: capitalismo burocrático y dinámica subimperial (Au Loong Yu, 2018).

El primer término indica la fusión de la clase dominante con la élite gobernante y el segundo retrata una política limitada de expansión internacional. Pero como se supone que el país debe actuar como una superpotencia (en competencia y colaboración con el gigante estadounidense), el paso a la plenitud imperial se ve sólo como cuestión de tiempo.

Esta evaluación subraya que China ha completado su transformación capitalista, sin explicar a qué se deben los retrasos en su conversión imperial. Todas las limitaciones expuestas en este segundo terreno podrían señalarse también en el primero.

Para evitar estos dilemas, es más fácil ver que las continuas insuficiencias de la restauración capitalista explican las restricciones al emblema imperial. Como la clase dominante no se preocupa por los entresijos del Estado, debe aceptar la cautelosa estrategia internacional promovida por el Partido Comunista.

           A diferencia de Estados Unidos, Inglaterra o Francia, los grandes capitalistas de China no están acostumbrados a exigir la intervención político-militar de su Estado ante la adversidad empresarial. No tienen tradición de invasiones o golpes de Estado en países que nacionalizan empresas o suspenden pagos de deuda. Nadie sabe qué tan rápido el estado chino adoptará (o no) estos hábitos imperialistas y no es correcto considerar esta tendencia como consumada.

¿Depredadores y colonizadores?

La presentación de China como una potencia imperial a menudo se ejemplifica mediante descripciones de su impresionante presencia en América Latina. En algunos casos se postula que opera en el Nuevo Mundo con la misma lógica depredadora implementada por Gran Bretaña en el siglo XIX (Ramírez, 2020). En otras visiones se lanzan advertencias contra las bases militares que estaría construyendo en Argentina y Venezuela (Bustos, 2020).

Pero ninguna de estas caracterizaciones establece una comparación sólida con la abrumadora injerencia de las embajadas estadounidenses. Este tipo de intervención ilustra lo que significa el comportamiento imperial en la región. China está a millas de distancia de tal intromisión. No es lo mismo lucrarse vendiendo productos manufacturados y comprando materias primas que enviando infantería de marina, entrenar personal militar y financiar golpes de Estado.

Más sensata (y discutible) es la presentación del gigante oriental como un “nuevo colonizador” de América Latina. En este caso, se estima que la hegemón hacia arriba tiende a negociar un Consenso de productos básicos con sus socios en la zona, similar a la creada anteriormente por Estados Unidos. Este entrelazamiento con Beijing complementaría lo cosido por Washington y garantizaría la inserción internacional de la región como proveedora de insumos y compradora de productos elaborados (Svampa, 2013).

Este enfoque retrata acertadamente cómo la relación actual de América Latina con China profundiza la primarización o especialización de la región en los elementos básicos de la actividad industrial. Beijing se destaca como el principal socio comercial del continente y disfruta de los beneficios de esta nueva posición.

América Latina, por su parte, se ha visto seriamente afectada por transferencias de valor a favor de la poderosa economía asiática. No ocupa el lugar privilegiado que China atribuye a África, ni es una zona de deslocalización industrial como el sudeste asiático. El Nuevo Continente es cortejado por el tamaño de sus recursos naturales. El esquema actual de suministro de petróleo, minería y agricultura es muy favorable para Beijing.

Pero esta explotación económica no es sinónimo de dominación imperial o incursión colonial. Este último concepto se aplica, por ejemplo, a Israel, que ocupa territorios extranjeros, desplaza a la población local y confisca la riqueza palestina.

La migración china no juega un papel similar. Está repartida por todos los rincones del planeta, con una importante especialización en el comercio minorista. Su desarrollo no está controlado por Beijing, ni sigue proyectos subyacentes de conquista global. Un segmento de la población china simplemente migra, en estricta correspondencia con los cambios contemporáneos en la fuerza laboral.

China consolidó el comercio desigual con América Latina, pero sin consumar la geopolítica imperial que sigue representada por la presencia de infantería de marina, la DEA, el Plan Colombia y la IV Flota. La misma función cumple la lawfare o golpes de Estado.

Quienes desconocen esta diferencia suelen denunciar tanto a China como a Estados Unidos como potencias agresoras. Sitúan a los dos adversarios en el mismo plano y enfatizan su preocupación en este conflicto.

Pero este neutralismo pasa por alto quién es el principal responsable de las tensiones que sacuden al planeta. Ignora que Estados Unidos envía buques de guerra a la costa de su rival y sube el tono de las acusaciones para generar un clima de conflictos crecientes.

Las consecuencias de esta posición son particularmente graves para América Latina, que tiene una tormentosa historia de intervenciones estadounidenses. Al equiparar esta trayectoria con un comportamiento equivalente de China en el futuro, confunde realidades con eventualidades. Además, se desconoce el papel de potencial contrapeso a la dominación estadounidense que podría jugar la potencia asiática en una dinámica de emancipación latinoamericana.

Por otra parte, los discursos que sitúan a China y Estados Unidos en el mismo plano son permeables a la ideología anticomunista de derecha. Tales diatribas reflejan la combinación de miedo y malentendidos que domina todos los análisis convencionales del gigante oriental.

           Los portavoces latinoamericanos de esta narrativa a menudo incluyen andanadas simultáneas contra el “totalitarismo” chino y el “populismo” regional. Con el viejo lenguaje de la Guerra Fría, alertan sobre el peligroso papel de Cuba o Venezuela, como peones de una próxima toma asiática de todo el hemisferio. La sinofobia fomenta todo tipo de tonterías.

 Lejos del sur global

Los enfoques que rechazan acertadamente la tipificación de China como potencia imperialista incluyen muchos matices y diferencias. Un amplio espectro de analistas -que con razón se oponen a la clasificación del coloso oriental en el bloque dominador- suele deducir de este registro la ubicación del país en el Sur Global.

Esta visión confunde la geopolítica defensiva en el conflicto con Estados Unidos con la pertenencia al segmento de naciones económicamente atrasadas y políticamente sumisas. China ha ignorado hasta ahora las acciones implementadas por las potencias imperialistas, pero este comportamiento no la ubica en la periferia, ni en el universo de las naciones dependientes.

El gigante asiático incluso se diferenció del nuevo grupo de países “emergentes” para actuar como un nuevo centro de la economía global. Basta señalar que exportaba menos del 1% de todos los productos manufacturados en 1990 y ahora produce el 24,4% del valor agregado de la industria (Mercatante, 2020). China absorbe la plusvalía a través de empresas ubicadas en el extranjero y se beneficia del suministro de materias primas.

En este marco, se consuma el ascenso del país al podio de las economías avanzadas. Quienes siguen identificando al país con el conglomerado del Tercer Mundo desconocen esta monumental transformación.

Algunos autores mantienen la vieja imagen de China como zona de inversión de empresas multinacionales, que explotan la gran mano de obra oriental para trasladar posteriormente sus beneficios a Estados Unidos o Europa (King, 2014).

Este drenaje estuvo efectivamente presente en el despegue de la nueva potencia y persiste en ciertos segmentos de la actividad productiva. Pero China logró su impresionante crecimiento en las últimas décadas al retener la mayor parte de ese superávit.

Actualmente, la masa de fondos captados a través del comercio y la inversión extranjera es mucho mayor que los flujos inversos. Basta observar el monto del superávit comercial o de los créditos financieros para medir este resultado. China ha dejado atrás las principales características de una economía subdesarrollada.

Los estudiosos que postulan la continuidad de esta condición tienden a relativizar el desarrollo de las últimas décadas. Tienden a resaltar características de retardo que han pasado a un segundo plano. Los desequilibrios que enfrenta China resultan de la sobreinversión y los procesos de sobreproducción o sobreacumulación. Debe hacer frente a las contradicciones de una economía desarrollada.

El gigante oriental no sufre las típicas penurias que aquejan a los países dependientes. Está libre de desequilibrio comercial, deficiencia tecnológica, falta de inversión o poder adquisitivo sofocante. Nada en la realidad china sugiere que su impresionante poder económico sea una mera ficción estadística.

La nueva potencia ganó posiciones en la estructura económica mundial. No es correcto ubicarla en un nivel similar a las antiguas periferias agrícolas, subordinadas a las industrias metropolitanas (King, 2014). Esta inserción corresponde actualmente al enorme grupo de naciones africanas, latinoamericanas o asiáticas que proveen los insumos básicos para la maquinaria manufacturera de Beijing.

China se sitúa periódicamente junto a Estados Unidos en el podio de un G2, que marca la agenda marcada por el G7 de grandes potencias. Esta evaluación es inconsistente con la ubicación del país en el Sur Global. En ese ambiente retraído, no pudo librar la batalla contra su rival norteamericano por el liderazgo de la revolución digital. Tampoco podría haber jugado el papel protagónico que desplegó durante la pandemia.

Después de un desarrollo acelerado, China se colocó en la posición de una economía acreedora, en conflicto potencial con sus clientes del sur. Los signos de estas tensiones son numerosos. El temor a la propiedad china de los activos que garantizan sus préstamos generó resistencias (o cancelaciones de proyectos) en Vietnam, Malasia, Myanmar o Tanzania (Hart-Landsbergs, 2018).

La controversia sobre el puerto de Hambantota en Sri Lanka ilustra este dilema típico de un gran acreedor. El impago de una elevada deuda supuso, en 2017, el arrendamiento por 99 años de estas instalaciones. Con base en esta experiencia, Malasia ha revisado sus acuerdos y cuestionado los acuerdos que sitúan las mejores actividades laborales en territorio chino. Vietnam planteó una objeción similar a la creación de una zona económica especial, y las inversiones que involucran a Pakistán reviven disputas de todo tipo.

China comienza a lidiar con un estatuto contrario a cualquier pertenencia al Sur Global. A fines de 2018, se temía que China eventualmente controlaría el puerto de Mombasa si Kenia incurría en la suspensión de pagos de un pasivo (Alonso, 2019). El mismo temor empieza a surgir en otros países que tienen compromisos elevados y difíciles de cobrar (Yemen, Siria, Sierra Leona, Zimbabue) (Bradsher; Krauss, 2015).

visiones indulgentes

Otra línea de autores que registra el papel sin precedentes de China en la actualidad ensalza la convergencia con otros países y la transición virtuosa hacia un bloque multipolar. Establece estos escenarios con descripciones simples de los desafíos que enfrenta el país para mantener su camino ascendente.

Pero estos dichosos retratos omiten que la consolidación del capitalismo en China acentúa todos los desequilibrios ya generados por el excedente de mercancías y el excedente de capital. Estas tensiones, a su vez, acentúan la desigualdad y el deterioro del medio ambiente. El desconocimiento de estas contradicciones nos impide darnos cuenta de cómo la estrategia defensiva internacional de China se ve socavada por la presión competitiva impuesta por el capitalismo.

La presentación del país como “un imperio sin imperialismo”, que opera centrado en sí mismo, es un ejemplo de estas visiones condescendientes. Postula que la nueva potencia oriental desarrolla un comportamiento internacional respetuoso, para no humillar a sus opositores occidentales (Guigue, 2018). Pero olvida que esa convivencia no sólo se ve erosionada por el acoso de Washington a Pekín. El predominio en China de una economía cada vez más orientada hacia el lucro y la explotación amplifica este conflicto.

Es cierto que el alcance actual del capitalismo está limitado por la presencia regulatoria del Estado y las restricciones oficiales a la financiarización y al neoliberalismo. Pero el país ya sufre los desequilibrios impuestos por un sistema de rivalidad y despojo.

La creencia de que en el universo oriental rige una “economía de mercado”, cualitativamente diferente del capitalismo y ajena a las perturbaciones de ese régimen, es el error perdurable sembrado por un gran teórico del sistema mundial (Arrighi, 2007: capítulo 2). Esta interpretación omite que China no escapará a las consecuencias del capitalismo si consolida la restauración inconclusa de ese sistema.

Otros puntos de vista inocentes sobre el desarrollo actual a menudo consideran la política exterior de China como una “globalización inclusiva”. Destacan el tono pacífico que caracteriza una expansión basada en los negocios, y basada en principios de ganancias compartidas por todos los participantes. Estas presentaciones también destacan la “alianza entre civilizaciones” provocada por el nuevo entretejido global de naciones y culturas.

Pero, ¿será posible forjar una “globalización inclusiva” en el capitalismo? ¿Cómo plasmar el principio de ganancias mutuas, en un sistema regido por la competencia y la ganancia?

De hecho, la globalización ha implicado brechas dramáticas entre ganadores y perdedores, con el consiguiente aumento de la desigualdad. China no puede ofrecer soluciones mágicas a esta adversidad. Por el contrario, aumenta sus consecuencias al ampliar su participación en los procesos económicos regidos por la explotación y la ganancia.

Hasta ahora ha logrado limitar los efectos tempestuosos de esta dinámica, pero las clases dominantes y las élites neoliberales del país están decididas a superar todos los obstáculos. Presionan para insertar a Beijing en las crecientes asimetrías que impone el capitalismo global. Hacer la vista gorda ante esta tendencia implica un autoocultamiento de la realidad.

El propio gobierno chino alaba la globalización capitalista, ensalza las cumbres de Davos y ensalza las virtudes del libre comercio con vacíos elogios al universalismo. Algunas versiones intentan conciliar esta afirmación con los principios básicos de la doctrina socialista. Afirman que la Ruta de la Seda sintetiza modos contemporáneos de expansión económica, tal como los ponderó a mediados del siglo XIX el manifiesto Comunista.

Pero los críticos de esta inusual interpretación recordaron que Marx nunca aplaudió este desarrollo (Lin Chun, 2019). Por el contrario, denunció sus terribles consecuencias para las mayorías populares de todo el planeta. Con alquimias teóricas no se puede armonizar lo irreconciliable.

Controversias sobre la cooperación

Otra visión complaciente del curso actual destaca el componente de cooperación de la política exterior china. Subraya que este país no es responsable de las desgracias sufridas por sus clientes en la periferia y destaca el carácter genuino de la inversión impulsada por Pekín. También recuerda que la fortaleza exportadora se basa en aumentos de la productividad, que por sí solos no afectan a las economías relegadas (Lo Dic, 2016).

Pero esta idealización de los negocios omite el efecto objetivo del intercambio desigual, que marca todas las transacciones realizadas bajo la égida del capitalismo mundial. China capta excedentes de economías subdesarrolladas debido a la dinámica de estas transacciones. Obtiene grandes beneficios porque su productividad es superior a la media de estos clientes. Lo que se presenta en tono ingenuo como un mérito peculiar de la potencia asiática es el principio de desigualdad generalizada que impera en el capitalismo.

Al afirmar que “China no prioriza” a sus socios en América Latina o África, se postula que el sistema mundial es el único responsable de esta desgracia. Se omite que la participación protagónica de la nueva potencia es un hecho central del comercio internacional.

Sugerir que China “no tiene la culpa” de los efectos generales del capitalismo equivale a encubrir las ganancias obtenidas por las clases dominantes de ese país. Estos sectores se lucran a través del aumento ponderado de la productividad (con el uso de mecanismos de explotación asalariada) y materializan estas ganancias a cambio de economías atrasadas.

Al elogiar una expansión china “basada más en la productividad que en la explotación” (Lo, dic, 2018), se omite que ambos componentes retroalimentan el mismo proceso de apropiación del trabajo ajeno.

El contraste entre la productividad elogiada y la explotación cuestionada es típico de la teoría económica neoclásica. Esta concepción imagina la confluencia de diferentes “factores de producción” en el mercado, omitiendo que todos estos componentes se basan en la misma extracción de plusvalía. Tal expropiación es la única fuente real de todos los beneficios.

La mera reivindicación del perfil productivo de China también tiende a resaltar el contrapeso que introdujo a la primacía internacional de la financiarización y el neoliberalismo (Lo Dic, 2018). Pero los límites impuestos al primer proceso (flujos especulativos internacionales) no diluyen el apoyo dado al segundo (ataques capitalistas contra los trabajadores).

La reintroducción del capitalismo en China fue el gran incentivo para la deslocalización de empresas y la consiguiente disminución de la mano de obra. Este cambio contribuyó a la recomposición de la tasa de ganancia en las últimas décadas. Para que el gigante asiático juegue un papel efectivo en la cooperación internacional, debe adoptar estrategias internas y externas para revertir el capitalismo.

Disyuntivas y escenarios

China ha dejado atrás su anterior condición de territorio desgarrado por las incursiones extranjeras. Ya no atraviesa la dramática situación que ha enfrentado en los últimos siglos. Enfrenta al agresor norteamericano desde una condición muy alejada del desamparo predominante en la periferia. Los estrategas del Pentágono saben que no pueden tratar a su rival como Panamá, Irak o Libia.

Pero este fortalecimiento de la soberanía fue acompañado por el abandono de las tradiciones antiimperialistas. El régimen posmaoísta se distanció de la política internacional radicalizada que patrocinó la Conferencia de Bandung y el Movimiento de Países No Alineados. También enterró cualquier gesto de solidaridad con las luchas populares en todo el mundo.

Este cambio es la otra cara de su cautela geopolítica internacional. China evita conflictos con Estados Unidos sin interferir en los abusos de Washington. La élite gobernante enterró todo rastro de simpatía por la resistencia al principal opresor del planeta.

Pero este cambio enfrenta los mismos límites que la restauración y el salto al estatus internacional dominante. Está sujeto a la disputa no resuelta sobre el futuro interno del país. El rumbo capitalista promovido por los neoliberales tiene consecuencias proimperialistas tan fuertes como el rumbo antiimperialista promovido por la izquierda. El conflicto con Estados Unidos tendrá un impacto directo en estas definiciones.

¿Cuáles son los escenarios que se pueden ver en la pelea con el competidor norteamericano? La hipótesis de una distensión (y consiguiente reintegración de ambas potencias) se diluyó. Los signos de una lucha duradera son abrumadores y desmienten los diagnósticos de asimilación de China al orden neoliberal como socio de Estados Unidos que han postulado algunos autores (Hung, Ho-fung, 2015).

El contexto actual también disipa las esperanzas de la gestación de una clase capitalista transnacional con miembros chinos y estadounidenses. La elección asiática de un curso diferente del neoliberalismo no es la única razón de este divorcio (Robinson, 2017). La asociación “chinamérica” –antes de la crisis de 2008– tampoco contemplaba fusiones entre clases dominantes ni esbozos de emergencia de un estado compartido.

En el corto plazo, hay un fuerte ascenso de China ante un evidente retroceso de Estados Unidos. El gigante oriental está ganando la disputa en todos los sectores y su reciente gestión de la pandemia ha confirmado este resultado. Beijing logró controlar rápidamente la propagación de la infección, mientras que Washington enfrentó un desbordamiento que colocó al país en la cima del número de muertos.

La potencia asiática también destacó por su ayuda sanitaria internacional, ante un rival que hizo gala de un egoísmo escalofriante. La economía asiática ya ha retomado su alto ritmo de crecimiento, mientras que su homóloga estadounidense se enfrenta a una dudosa recuperación del nivel de actividad. La derrota electoral de Trump coronó el fracaso de todas las operaciones estadounidenses para someter a China.

Pero el escenario de mediano plazo es más incierto y los recursos militares, tecnológicos y financieros que retiene el imperialismo yanqui hacen imposible anticipar quién saldrá victorioso del enfrentamiento.

A grandes rasgos, se podrían contemplar tres escenarios diferentes. Si Estados Unidos gana la pelea, podría comenzar a reconstituir su liderazgo imperial, subordinando a sus socios asiáticos y europeos. Si, por el contrario, China tiene éxito con una estrategia capitalista de libre comercio, consolidaría su transformación en una potencia imperial.

Pero una victoria del gigante oriental lograda en un contexto de rebeliones populares cambiaría por completo el escenario internacional. Este triunfo podría inducir a China a retomar su posición antiimperialista, en un proceso de renovación socialista. El perfil del imperialismo en el siglo XXI se decide en torno a estas tres posibilidades.

*Claudio Katz. es profesor de economía en la Universidad de Buenos Aires. Autor, entre otros libros, de Neoliberalismo, neodesarrollismo, socialismo (Expresión Popular).

Traducción: Fernando Lima das Neves.

Referencias


-Alonso, Pedro (2019). China en África, ¿un nuevo imperialismo? 14/06 https://www.lavanguardia.com/politica/20190614/462860235541/

-Arrighi, Giovanni (2007). Adam Smith en Pekín, Akal, Madrid.

-Au Loong Yu (2018), Debate sobre la naturaleza del Estado chino, https://portaldelaizquierda.com/05

-Bradsher, Keith; Krauss, Clifford (2015) China expande su poder y hace sentir su peso Con nuevas inversiones y demandas, inicia una política más agresiva http://editorialrn.com.ar/index.php?

-Bustos, Nadia (2020). En las grandes ligas. El lugar de China en la política mundial. El Aromo n 109 26 es https://razonyrevolucion.org

-Chingo, Juan (2021). La ubicación de China en la jerarquía del capitalismo global, 24 es https://www.laizquierdadiario.com

-El Lince (2020), ¿“Capitalismo sui generis versus socialismo con peculiaridades chinas”? 9 oct, https://canarias-semanal.org/art/28783/

-Guigue, Bruno (2018), El socialismo chino y el mito del fin de la historia, 29-11- http://www.rebelion.org/noticia.php?id=249582

-Hart-Landsbergs, Martin (2018). “Una estrategia defectuosa”: una mirada crítica a la iniciativa China Belt and Silk Route, http://www.sinpermiso.info/textos

-Hung, Ho-fung (2015). China y la persistente Pax Americana, BRICS An Anti-Capitalist Critique. Haymarket, Chicago.

-Katz, Claudio (2021). Estados Unidos y China: una lucha entre potencias disímiles 19-4-2021, www.lahaine.org/katz

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