El futuro en el espejo

Willem de Kooning, Landing Place, 1970 (Publicado en 1971).
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por HIERRO MARCA*

Ensancha la brecha entre las sociedades más ricas y las más pobres; dentro de cada uno, se profundiza la brecha entre los más privilegiados y los desposeídos.

Al final del milenio, nos rondaba la idea de que entramos en una nueva era histórica, la era de la globalización. Sin embargo, ¿no sería eso una simple ilusión óptica? Después de todo, el movimiento de unificación mundial existe desde hace mucho tiempo, a pesar de su reciente expansión y aceleración. El carácter dramático de las dos guerras mundiales –dramático hasta el punto de que estos conflictos son considerados como marcadores del principio y el final de una era–, ¿no habría sido un mero incidente en el curso de la Historia, alterando sólo discretamente el curso de una proceso centenario?

Veamos un ejemplo. La globalización se atribuye al surgimiento de nuevos amos anónimos e incontrolables que arbitrariamente suben o bajan los precios, especulan con el capital, desencadenan crisis económicas, crean y destruyen modas y opiniones. Ahora bien, este diagnóstico puede aplicarse igualmente al período anterior a la guerra, una época en la que las profesiones nacían y morían antes de completar el ciclo de una generación, mientras los últimos inventos se pisoteaban unos a otros.

La colonización, a su manera, ya había representado la primera forma de uniformidad en el mundo, ya fuera en nombre de Dios, de la civilización o de la búsqueda del oro. Poco importa si el maestro de ayer era un banquero o alguna otra figura importante, si ahora vive en la City, en Wall Street o en Bruselas. Y para las víctimas, los efectos son muy parecidos. Lo nuevo es que la globalización llega a los rincones más remotos del planeta, desconociendo tanto la independencia de los pueblos como la diversidad de los regímenes políticos.

Hay, en todo caso, una diferencia importante entre el presente y el pasado. A principios del siglo XX, para las víctimas de las transformaciones sociales, ya fueran persecuciones políticas o religiosas, había una salida: algunos se fueron a las Américas, otros organizaron una revolución o lucharon por su independencia. Ahora, cuando la fisura social en Occidente se ve aún más profunda, la emigración europea ya no ofrece las posibilidades que alguna vez ofreció, la revolución ya no es atractiva: al otro lado del océano, la mañana posterior a la independencia llegó cargada de decepciones. La caída del sistema soviético desacreditó las ideas sobre las que se decía que estaba fundado, aunque, de hecho, fueron pervertidas por él.

Fuera de Occidente, los dramas a los que se enfrentan poblaciones enteras –en África Central, Bangladesh, etc. – dar testimonio de que la mejora del nivel de vida de los más desfavorecidos, aunque sea posible, sigue siendo una ilusión. Por un lado, aumenta la brecha entre las sociedades más ricas y las más pobres; por otra parte, dentro de cada uno, se profundiza la brecha entre el nivel de vida de los más privilegiados y el de los desposeídos.

Tales inversiones tuvieron efectos que, en los albores de la posguerra, nadie podría haber imaginado. En Rusia, por ejemplo, el final del régimen soviético, visto como el renacimiento de su libertad, resultó en una serie de catástrofes. La “transición” estuvo marcada por el desempleo masivo y la inflación galopante, que redujo a polvo los ahorros de millones de ciudadanos, empujándolos a la pobreza y reduciendo su esperanza de vida. Este trauma, sin precedentes históricos, afectó principalmente a personas de entre 40 y 50 años: presenciaron la destrucción de su nivel de vida, la desaparición de la relación que tenían con las organizaciones que les brindaban estabilidad – fábricas, universidades, servicios públicos, etc.

Los trastornos en la sociedad occidental fueron menos dramáticos. Pero los efectos de la crisis y la globalización acelerada también provocaron una regresión. Desempleados, víctimas de la reestructuración económica también perdieron su seguridad. En los tiempos de los “treinta años gloriosos” nadie imaginaba que el ascensor social que los transportaba se detendría de golpe. Aquí, como en otros lugares, cambios tan catastróficos han tenido efectos en la salud de las personas: el estrés, que antes sólo afectaba a individuos expuestos al peligro o en puestos de responsabilidad, alcanza finalmente a amplios estratos sociales. En Europa occidental, las enfermedades asociadas a la crisis ya la desorganización del trabajo ocupan el lugar de las que, hasta entonces, estaban asociadas a la organización del trabajo.

Durante dos siglos, el principal reclamo de las poblaciones occidentales fue el derecho al trabajo, asociado a una renta mínima en caso de enfermedad. Gracias al estado del bienestar y la seguridad social, este derecho estaba garantizado. En el mundo del trabajo asistimos, desde entonces, a un lento desplazamiento de los focos de conflicto. Fue Alemania quien allanó el camino: durante medio siglo, ha habido una reducción constante en el número de días de huelga y un aumento igualmente constante en el número de días de enfermedad. Más claramente que en otras partes de Europa, se observa la existencia de una asociación entre huelga y enfermedad, de tal forma que los empresarios pretenden que se trata de rebajar el salario base de aquellos cuyo número de ausencias supera un determinado umbral.

Puede considerarse que la enfermedad se ha convertido en una nueva forma de rechazo social, una deserción individual en respuesta a un malestar general. Entre los países de la OCDE, Suecia ocupa el primer lugar en ausentismo, con solo 250 a 280 días hábiles efectivos al año; el número de ausencias por enfermedad aumentó de 13 a 25 entre 1988 y 1997, con el sistema sueco “convirtiendo la enfermedad en un amortiguador social”.

Además, en los últimos años, el derecho al tratamiento ha sido reemplazado por el derecho a ser curado. La salud perfecta se convierte así en un proyecto de vida, si no en una ideología sustituta. Estos pacientes del tercer tipo, precursores de un nuevo paradigma de salud, se convierten en pacientes-socios de sus médicos, manteniendo cerca a sus abogados, especialmente en los Estados Unidos. Enfermar ya no es un accidente, sino una forma de vida que garantiza una identidad a quien a veces no tiene otra. Da sentido a sus vidas.

El fin del futuro brillante

Así, por toda suerte de efectos perversos, y también gracias a los avances en la prolongación de la vida, la crisis de las sociedades produce enfermos, y esos enfermos arruinan la sociedad. Un ciclo infernal: los temas de salud y seguridad han pasado al centro de los debates políticos, tanto en Estados Unidos como en Francia, precisamente en el momento de mayor longevidad, cuando nunca ha habido tantos médicos y pacientes.

Otro rasgo que diferencia nuestro presente es el cuestionamiento del dogma del progreso, asociado al éxito continuado de la ciencia. A principios del siglo XX, y con el desarrollo de las ciencias sociales y las teorías políticas -el socialismo "científico" de Marx, el anarquismo "científico" de Kropotkin, etc. – se pensaba que el progreso en el modo de gobierno seguiría necesariamente al de otras actividades científicas. De hecho, en respuesta a los crímenes cometidos en nombre de ideologías perversas, desapareció la creencia en un futuro brillante, pero al menos quedó la esperanza en el progreso material y técnico. Y, de hecho, tras el final de las grandes guerras, esta creencia se vio reforzada por la sociedad de consumo, por la erradicación de una primera epidemia, la de la viruela -a la que seguirían otras-, por la invención de la píldora, por las aventuras del satélite Sputnik y el primer hombre en la luna, etc.

Ahora, por todos lados, vemos signos de una catástrofe que se aproxima. En África, para empezar, el imperativo del desarrollo económico a toda costa provoca la aparición o reaparición de epidemias “desconocidas”. Entonces, en línea con las advertencias de los ecologistas, Chernobyl demuestra la realidad del peligro nuclear. Finalmente, el SIDA y las consecuencias de la industrialización de los recursos médicos (con el escándalo de la sangre contaminada), etc. Confirma así que los efectos de la ciencia deben ser controlados –convicción que refuerzan la “vaca loca” y los primeros clones– pero también confirma que la ciencia choca con barreras infranqueables.

Ahora sabemos que no es solo el hábito del consumo excesivo de antibióticos lo que reduce su eficacia, sino la resistencia de las bacterias que reaccionan y se regeneran sin que la ciencia pueda reaccionar, hecho que contradice varias creencias actuales. Lo mismo ocurre con la imprevisibilidad del ciclo de la fiebre amarilla, cuya periodicidad aún no dominamos; tampoco dominamos los fenómenos cósmicos que producen las variaciones de El Niño.

Encontramos límites y problemas similares en el ámbito de la política, excepto en los Estados Unidos, donde, bajo cualquier circunstancia, los estadounidenses creen que su país representa un modelo para todas las sociedades. En Europa, y particularmente en Francia, sin embargo, nos sorprende una contradicción. No dejamos de acusar al Estado mientras estigmatizamos a sus agentes. Encontramos un cuestionamiento de los dispositivos políticos adoptados, del cual asistimos a un aumento de la abstención. Este fenómeno (que alcanza su punto máximo en Estados Unidos) se asocia, aquí, con el surgimiento de una clase política cuya regionalización, es cierto, aumentó el alcance, pero que se perpetúa y refuerza en forma de dinastías familiares hereditarias. Esta disociación entre ciudadanos y funcionarios electos confirma que tales regímenes son de hecho representativos y parlamentarios, pero no democráticos.

Sin recursos políticos

Este modus operandi del sistema político se traduce en el discurso que los electos presentan a sus electores: “Respetamos sus derechos, definidos por nosotros, pero gobiernemos solos y tranquilos”. Lo esencial se reduce así a las elecciones, una situación, de hecho, más democrática que los regímenes, comunistas o no, que ni siquiera respetan estos derechos y cuya vanguardia, en toda su sabiduría, rechazó cualquier forma de democracia representativa. En cualquier caso, esta disociación aún se vive como una alienación.

Así, en un momento en que la radio, la prensa escrita y la televisión informan a los ciudadanos y democratizan el conocimiento, no sólo los líderes de los partidos no parecen ser más competentes que la mayoría de los ciudadanos, sino que los propios militantes se transforman en simples simpatizantes de América -a menos que quieran adoptar una carrera política, de la misma manera que los burgueses de antaño querían ingresar en la nobleza. Los ciudadanos perdieron, con ello, no sólo sus referentes ideológicos, sino que acabaron sintiéndose sin recursos.

Esta frustración tiene como contrapartida un activismo participacionista que se traduce, sobre todo en Francia, en la vitalidad de la vida asociativa. Conduce a la aparición de contrapoderes, verdaderamente democráticos, con capacidades reducidas, de hecho, pero que testimonian tanto el abandono, por parte de los ciudadanos, de las formas tradicionales de vida política representativa como la voluntad de participar en la actividades del país.

Lo que sorprende, particularmente en Francia, es que quienes se pronuncian en defensa de la modernización de la política pertenecen ellos mismos a la establecimiento y piensan sólo en términos de las formas tradicionales del sistema parlamentario. Consultados hace unos años sobre una reforma constitucional, nuestros grandes juristas no encontraron, bajo sus togas, otras soluciones que la reducción del mandato presidencial, la armonización de los modos de elección y la limitación de la acumulación de mandatos. ¿No sería olvidar que tales dispositivos políticos surgieron a fines del siglo XVII, cuando las revoluciones americana y francesa construyeron un nuevo orden político y un proyecto basado en el análisis del funcionamiento de las sociedades de entonces?

Los principios en los que descansan – derechos humanos, separación de poderes, etc. – ciertamente siguen siendo relevantes. Sin embargo, han nacido nuevas formas desde la constitución de este modelo democrático y republicano, ya se trate de organización capitalista, de capacidades científicas o de desarrollo mediático. Sin embargo, ningún proyecto constitucional los tiene en cuenta. Es el orden económico y empresarial el que, poco a poco, asume la figura de la ley, imponiendo sus criterios y juicios. ¿Qué queda de la capacidad de la democracia política para hacer oír su voluntad?

*Marco Ferro (1924-2021) fue profesor de historia en la École polytechnique (París) y codirector de la revista Les Annales (Économies, Sociétés, Civilisations). Autor, entre otros libros, de La revolución rusa de 1917 (Perspectiva).

Traducción: daniel paván.

Publicado originalmente en la revista Le Monde diplomatique en septiembre de 1999.

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