El fascismo no murió en 1945

Imagen: Mohamed Abdelsadig
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por SERGIO CHARGEL*

Existe una estrecha conexión entre el fascismo y la democracia liberal. El problema es interpretarlos como sinónimos.

La pieza Plaza de los Héroes, de Thomas Bernhard, comienza con Josef Schuster arrojándose desde su ventana al Heldenplatz (Plaza de los Héroes), donde Hitler anunció la anexión de Austria. Los motivos son absurdos y deliberadamente exagerados: Schuster se habría suicidado porque la Austria de 1988 sería más nazi y antisemita que la Austria de 1938. Es obvio que Thomas Bernhard exagera a propósito, para escandalizar, como es propio de la sátira. , por cierto.- pero para retomar una herida: el fascismo no murió en 1945.

Como dice un personaje: “no contaba con ello / que los austriacos después de la guerra / serían mucho más hostiles y mucho más antisemitas”. La exageración permite a Thomas Bernhard criticar el revisionismo austriaco, que vio a la nación como una víctima y a Alemania como el único perpetrador del nazismo.

Em Una barata, de Ian McEwan, no sólo una sátira sino también un pastiche de La metamorfosis, el parlamentarismo inglés está dominado por cucarachas disfrazadas de hombres. El disfraz les permite emprender un movimiento absurdo: invertir la economía, convertir el consumo en trabajo y el trabajo en consumo. A la gente se le paga por consumir y se paga por trabajar. Antes ridiculizados, poco a poco la idea fue ganando penetración y los “Reversalistas” se convirtieron en corriente mayoritaria dentro del Partido Conservador. Una vez más la exageración de la sátira funciona como un ataque contra el resurgimiento del nacionalismo, esta vez con la Brexit.

Al igual que la historia, la ficción política nos enseña sobre la política contemporánea. Especialmente sobre este fenómeno de negación sobre los peligros de los movimientos de extrema derecha. Hay una amplia discusión conceptual sobre el fascismo, con corrientes dispares que se han estado peleando durante al menos cien años. La Tercera Internacional Comunista se dedicó al tema del fascismo, en un intento por comprender ese movimiento reaccionario de masas, que escapaba a la visión teleológica de la historia y que no había sido previsto por ninguno de los profetas marxistas. En un intento de encuadrarlo sin herir el canon, se predicó que el fascismo no era más que un liberalismo extremo -ignorando su antiliberalismo- y un mecanismo de defensa del capitalismo moribundo. En otras palabras, el fascismo era la última señal de vida de la democracia burguesa a punto de morir y dar paso a la dictadura del proletariado, como un animal acorralado mostrando sus garras. Peor aún: clasificaron a los socialdemócratas como socialfascistas, un epíteto infame que perjudicó al concepto, convirtiéndolo en una especie de maldición, un sinónimo de troglodita, como lo describió George Orwell en 1944.

Como dijo Evgeni Pachukanis, “el Estado fascista es el mismo Estado que el gran capital, como lo son Francia, Inglaterra y Estados Unidos, y, en ese sentido, Mussolini cumple la misma tarea que están cumpliendo [Raymond] Poincaré, [Stanley]. Baldwin y [Calvin] Coolidge”. Una parte considerable (aunque no todos) de los marxistas de la época equipararon fascismo y liberalismo, mostrándose casi indiferentes a ellos. Como dijo Robert Paxton: “Incluso antes de que Mussolini hubiera consolidado completamente su poder, los marxistas ya tenían lista su definición del fascismo, 'el instrumento de la gran burguesía en su lucha contra el proletariado'”.

Es necesario, sin embargo, destacar algunos elementos que los marxistas de la época advirtieron sobre el fascismo, y que siguen siendo relevantes. Fueron los primeros, por ejemplo, en percibir la asociación entre fascismo y crisis económica, social y política. También se dieron cuenta de su conexión intrínseca y simbiótica con la democracia liberal, aunque, obviamente, no son sinónimos, como algunos han interpretado.

Somos conscientes de la ironía histórica de haber creído que el fascismo representaba la inevitabilidad de la muerte del capitalismo, pero destacamos la percepción que tenían de que los líderes fascistas tienden a llegar al poder no por una ruptura institucional, sino por vías democráticas y legales. Así fue con Adolf Hitler y Benito Mussolini. Lo mismo ocurre con los análogos contemporáneos. El fenómeno tan comúnmente descrito como sin precedentes en la crisis contemporánea de las democracias liberales, su lenta erosión desde dentro, es una característica típica del fascismo. Existe, por tanto, una estrecha conexión entre el fascismo y la democracia liberal. El problema es interpretarlos como sinónimos.

Como señalaron algunos antropólogos, muchos mitos reaparecen en diferentes formas en diferentes comunidades y mitologías, pero siguen una estructura común. Entre ellos está el mito de Doppelgänger. Como se discutió en otros articulos, centrado en el campo de la literatura comparada, el Doppelgänger, a pesar de haber recibido este nombre recién en el siglo XVIII, reaparece en las narrativas folklóricas alemanas, egipcias, escandinavas y finlandesas, entre otras. Con algunas diferencias, todos convergen en el mismo punto: el doble es una especie de negativo, un doble, otro yo, pero con características psicológicas opuestas. En otras palabras, todo lo contrario. Debido a la incapacidad del “yo” de existir al mismo tiempo que otro “yo”, que también es otro, su mito converge al drama: invariablemente, cuando los dobles se encuentran, tienden a eliminarse. La figura pasó de la mitología a la literatura, popularizándose en William Wilson, de Edgar Allan Poe, y, a partir de entonces, apareció en varias otras obras.

Esta pequeña digresión es necesaria para entender qué se quiere decir cuando se denomina aquí al fascismo como Doppelgänger de democracia liberal de masas: emerge de ésta para convertirse en su versión distorsionada. Es decir, se aparta de la democracia de masas, para oponerse a todo lo que defiende. No es casualidad que este sea un movimiento abiertamente antiliberal y antidemocrático, a pesar de que llega al poder por medios democráticos y apoyándose en aliados liberales. Los liberales son vistos como los “padres” de los marxistas, como figuras apáticas culpadas por el socialismo. Es obvio que ser antiliberal no significa ser anticapitalista, como sugieren algunos análisis revisionistas, principalmente de liberales o de extrema derecha.

Pero, ¿qué pueden enseñarnos hoy los errores del análisis marxista en la década de 1920? ¿Por qué discutir estos temas en 2022? Porque se repiten a menudo. Aunque elementos como el fascismo como defensa del capitalismo moribundo en realidad ya no son defendidos por (casi) nadie, se mantienen otros rasgos. Algunos segmentos de la izquierda todavía insisten en el sinónimo entre (neo)liberalismo y fascismo.

Pero el mayor de todos los interrogantes, porque, en la práctica, dificulta su comprensión y la consecuente reacción contra la extrema derecha: el mito de que el fascismo es una dictadura del gran capital, como reacción de la alta burguesía. Siendo un movimiento de masas, el fascismo conquistó (y conquista) el apoyo de los más diversos segmentos sociales, desde la alta burguesía hasta considerables fragmentos del proletariado. Como dice Madeleine Albright: “El fascismo depende tanto de los ricos y poderosos como del hombre o la mujer de la esquina: los que tienen mucho que perder y los que no tienen nada”.

Entre la alta burguesía, entre liberales, conservadores y fascistas, había más una especie de sociedad en tensión permanente que una conexión orgánica. El fascismo fue visto como una “opción muy difícil”, una alternativa preferible a la izquierda, aunque no fuera la ideal. No representaba la estabilidad social y económica, con la volatilidad que promueve la circulación de las élites y un incómodo personalismo mesiánico.

Esto es lo que debemos tener en cuenta y lo que sigue siendo relevante en el escenario político en 2022: el peligro de que estos grupos se unan, no por deseo, sino por lo que ven como una necesidad. Un peligro que supuso un punto de inflexión en la victoria del fascismo en 1920 y 1930, y que sigue siendo un espectro en nuestras elecciones de 2022. Y recordad que el fascismo no desapareció en 1945, como no deja de recordarnos la obra de teatro de Thomas Bernhard.

*Sergio Scargel es candidato a doctor en ciencias políticas en la Universidad Federal Fluminense (UFF).

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