por REMY J. FONTANA*
De la amargura espléndida a la esperanza militante.
1.
"Exhausto. Cansado. Siente ganas de tirar la toalla. Definitivamente el proyecto civilizatorio no funcionó”. Arrebatos como este de una exalumna (Ana S.), y muchos otros como este, pueblan la mente y depredan las emociones de tantos de nosotros, en esta mala hora para los bolsonaristas. El espíritu de este tiempo es la negación del espíritu a tiempo, desplazada como estaba por la mezquindad de la sinrazón, por el abandono de una infinidad de condiciones mínimas que promovieran las virtudes de la república, la producción de la riqueza social y su distribución equitativa, y la alegría de vivir en libertad y seguridad.
La esfera superior donde debe rondar la historia de un pueblo forjando su destino, fue arruinada por una tergiversación moralista de tantos, capturados por la astucia oportunista de pueblos descalificados, pronto catapultados a la condición de salvadores de la patria. Cuando la letanía de las morales privadas, aun en su versión noble -que dista mucho de los actuales patriotas resentidos de verde y amarillo- pisotea la política, negándola por completo, o viéndola sólo en su mezquindad fisiológica o corrupta, pretendiendo, por tanto, sustituirla para aquellos, hemos cavado el agujero negro que chupa nuestras esperanzas, disipándolas en el olvido, donde todos los gatos antidemocráticos son marrones.
En adelante, se impone la reconstrucción de la política, como esfera autónoma de la práctica social, como clave de análisis e interpretación del mundo moderno y contemporáneo y como sentido de la acción, producida o sometida a la dialéctica conflictiva de los sujetos sociales. . Invocar esta necesidad previa es premisa para que sea percibida, para que penetre y convenza en la conciencia de muchos, pero su recuperación efectiva, la restauración de su dignidad como ordenadora y propiciadora de la vida social, será tarea de todos, las calles movilizadas, los parlamentos altivos, los partidos orgánicos, las direcciones democráticas, la prensa libre y plural y las instituciones y poderes no limitados a la influencia o control de las capas sociales dominantes.
Basta con mirar a su alrededor para ver cuánto hay que hacer, cuánto tiempo llevará; de ahí la urgencia de esta agenda, de su efectiva y exitosa resolución, tanto en el espacio objetivo del conflicto, como en el ámbito de la conciencia subjetiva, de la que dependerá la soberanía, la democracia y el bienestar – de la nación, de la sociedad política régimen y del pueblo, respectivamente.
2.
La expresión “De la amargura espléndida a la esperanza militante” contiene un poco de paradoja, enunciada por las dos expresiones iniciales, aparentemente incompatibles, que denotan una condición exponencialmente angustiosa, a la que sigue un llamado, contenido en los dos términos finales, a restaurar más perspectivas prometedoras en nuestras vidas y en nuestra sociedad.
Ciertamente suena extraño llamar espléndida a tal desgracia o inquietud, pero dado que su incidencia es tan penetrante, extensa y continua, tal vez tal calificación le calzaría con alguna propiedad.
Para ser sólo probabilística y no perentoria, no han faltado razones para amargar a los pueblos a lo largo de la historia. Guerras, penurias económicas, opresión política, miseria existencial, desencanto, mercantilización de la vida, reducción de su movimiento vital a la esfera propiciatoria de la circulación de mercancías en la que, al final, en parte se convierte.
La amargura se puede vivir como consternación, como derrota, como impotencia y parálisis ante el estado de cosas que nos toca vivir, en un mundo lleno de adversidades que nos estorban, de estructuras que nos aprisionan y de procesos que constriñen. nuestros horizontes como individuos únicos o como seres sociales, ciudadanos de un país que no parece conferir contenido, respetabilidad o validez a este concepto para la mayoría de su población.
Los brasileños, incluidos aquí, y con la debida primacía, los pueblos originarios, tenemos antecedentes históricos de razones y sucesivas coyunturas en las que una anhelada alegría de vivir es sofocada o desplazada por las amargas penurias de estructuras persistentes o desdichas. Sólo por mencionar a los que están en pleno apogeo, basta ver hasta dónde ha llegado el deterioro político, expresado no sólo por la elección de un sociópata, que parece esforzarse por estar a la altura de la caracterización de genocidio, a la cargo más alto del país, pero sorprendentemente todavía tienen el apoyo razonable de patriotas furiosos y fanáticos autodenominados, estos aún más merecedores de la predicción o vituperación de Samuel Johnson, que el patriotismo es el último refugio de sinvergüenzas.
La elección de Bolsonaro y sus primeros dos años de (des)gobierno han sido vividos por muchos como la máxima expresión de una amargura que va más allá de su envoltura política y social para afectarnos desde dentro; un período gubernamental en el que el “esplendor” de esta condición adquiere la fuerza y la exuberancia de una melancolía sombría, casi depresión, de la que sólo nos vamos recuperando poco a poco gracias a una militancia esperanzada.
Estamos tan castigados como pueblo que el Brasil legal se nos ha aparecido más, y se ha implementado la mayor parte del tiempo, como una “empresa de odio”, en la impactante expresión del escritor Luiz Antonio Simas. Más terrible aún es el hecho de que este emprendimiento haya extrapolado en los últimos tiempos su marco institucional y se haya extendido por el suelo social en el que todos vivimos.
Estamos pues, en esta patria más envilecida que amada, bajo múltiples determinaciones dolorosas, para usar un término consecuente con el martirio de su pueblo: de su formación bajo los auspicios de un capitalismo mercantilista periférico y tardío, que aquí se realiza bajo las modalidades de la esclavitud colonial, actualizada por un capitalismo dependiente hasta culminar en su fase neoliberal de los últimos 30 años, que suma, a las estructuras y procesos expoliadores y cosificadores de su modo de producción originario, una particular e intensa carga de sufrimiento psíquico, como última proporción de control social y estrategia de poder (ver, por cierto, Vladimir Safatle, Nelson da Silva Junior, Christian Dunker (eds.) Neoliberalismo: cómo gestionar el sufrimiento psíquico (Auténtico).
3.
Superar tal pasado, liberarse de estas estructuras y sus artimañas es una tarea prometeica, esperando que un Hércules nos libere de tales castigos; y que Pandora no tarde en cerrar el baúl, del que ya han salido muchos males, excepto el peor de todos, el que destruye la esperanza. Como el racionalismo moderno no nos permite invocar con éxito los mitos griegos, podemos sin embargo inspirarnos en ellos para que, por muy mal que estén las cosas, podamos mantener viva la esperanza con la fuerza hercúlea de un pueblo movilizado democráticamente.
De esta manera, esta amarga condición puede suscitar en nosotros una acción que la niegue, un estado de ánimo que la confronte y que finalmente la supere. Esta es la apuesta contenida en las dos últimas palabras del título. Así, esta condición no necesita ser sentida como un pantano de desesperanza (incluso porque lo que es un pantano se puede drenar), sino como un terreno de una realidad sobre la cual podemos ejercer nuestro potencial creativo, nuestra inconformidad, nuestra capacidad de lucha. , siempre transformándolo un poco más, desarrollándolo en beneficio de muchos.
La amargura y la esperanza no deben ser percibidas única o principalmente como etapas de un proceso lineal, del primero al segundo en el mejor de los casos, o al revés en el peor. En la vida práctica estos términos y condiciones respectivas se entrelazan, en continua oscilación; sólo una acción consciente y decidida puede hacer prevalecer, en cada período, y mantener por más tiempo, esa condición que hace que la vida valga la pena ser vivida.
Un saber asociado a la valentía es, pues, un camino activo y partidistamente comprometido con el bien que ha ido allanando el camino. Lo que buscamos no es un objetivo rígido y final, sino un impulso anhelante de voluntad y trabajo, que sigue caminos que crean posibilidades para un futuro abierto.
La esperanza, la espera, no como resignación, sino como un acto apasionado por el éxito, contra las angustias, las maquinaciones del miedo y sus propagadores; saliendo de uno mismo, ampliando el circuito de participación y su movimiento. La esperanza apunta a un devenir en el que algo habrá cambiado; hazte a ti mismo, rehazte a ti mismo ya tus condiciones, propone algo nuevo y diferente para ti y para la sociedad.
Frente a las esperanzas fraudulentas, ilusorias, manipuladoras, que confunden a los incautos y afrentan a los más informados y conscientes, debemos afirmar la auténtica esperanza, aquella que se enfrenta al miedo ya la desolación.
La cultura aquí, en sus múltiples expresiones inventivas de modos de vida y de estar en el mundo, y su ejercicio a través de las grietas del sistema, es una de las formas efectivas de resistencia, de forjar, a través de la participación colectiva de muchos, una renovación, un ritual que celebra la vida, protege y promueve la celebración y la alegría no porque la vida sea fácil, sino precisamente porque no lo es. Es también a través de este medio que se restaura la esperanza.
Una de las tres virtudes teologales; no una pasividad optimista, sino la combatividad tenaz de quien camina hacia una meta segura (Papa Francisco); inscripción en la entrada al infierno que enfrenta Dante en la Divina Comedia”,Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate(Deja aquí toda esperanza, tú que entras); portentosa reflexión del filósofo marxista Ernst Bloch (El principio de la esperanza); o simplemente una expresión actual de sentido común (la esperanza es la última), son todas piezas de un mosaico y ejemplos de un deseo en el que la esperanza constituye el hilo conductor que magnetiza la vida, que nos induce a seguir adelante; un principio performativo capaz de “producir hechos y cambiar la vida”. Es con ella que podemos afrontar el tiempo presente, es ella quien nos da la fuerza para caminar en la vida.
El derecho a la esperanza es nuestro derecho fundamental e irrevocable. Y su forma activa, nuestro medio de contener el 'avance hacia atrás', confrontando nuestra ignominiosa y arraigada posición, ahora en tiempos bolsonaristas profundizada, en la vanguardia del atraso.
*Remy J. Fontana, sociólogo. Profesor jubilado de la UFSC – Universidad Federal de Santa Catarina.