por LEONARDO BOFF*
Olvidar nuestra unión con la Tierra fue el error del racionalismo en todas sus formas de expresión
El 22 de abril celebramos el Día de la Tierra. Ahora se ha convertido en el gran y oscuro objeto de preocupación humana. Nos damos cuenta de que podemos ser destruidos. No por algún meteorito rasante, ni por algún cataclismo natural de proporciones fantásticas. Sino debido a la actividad humana irresponsable, especialmente el modo de producción capitalista dominante.
Se han construido tres máquinas de muerte que pueden destruir la biosfera: el peligro nuclear, la agresión sistemática a los ecosistemas y el cambio climático. Debido a esta triple alarma, despertamos de un letargo ancestral. Somos responsables de la vida o muerte de nuestro planeta viviente. El futuro común, el nuestro y el de nuestra querida casa común, depende de nosotros: la Tierra que amamos profundamente.
Como medio para salvar la Tierra, se invoca la ecología. No sólo en su sentido palmario y técnico como gestión de los recursos naturales, sino como una cosmovisión alternativa, como un nuevo paradigma de relación respetuosa y sinérgica con la Tierra, vista como un superorganismo vivo (Gaia) que se autorregula.
Cada vez entendemos más que la ecología se ha convertido en el contexto general de todos los problemas: la educación, el proceso industrial, la urbanización, el derecho y la reflexión filosófica y religiosa. Desde la ecología se está desarrollando e imponiendo a la humanidad un nuevo estado de conciencia, que se caracteriza por más benevolencia, más compasión, más sensibilidad, más ternura, más solidaridad, más cooperación, más responsabilidad hacia la Tierra y su preservación.
La Tierra puede y debe salvarse. Y serás salvo. Ya ha sufrido más de 5 grandes devastaciones. Y siempre ha sobrevivido y salvaguardado el principio de vida. Y también superará los impasses actuales. Sin embargo, bajo una condición: que cambiemos de rumbo, de amos y dueños a hermanos y hermanas entre nosotros y con todas las criaturas. Esta nueva perspectiva implica una nueva ética de responsabilidad compartida, cuidado y sinergia hacia la Tierra.
Los seres humanos, en diversas culturas y fases históricas, hemos revelado esta intuición segura: pertenecemos a la Tierra; somos hijos e hijas de la Tierra; somos Tierra, por tanto, como dicen en Génesis, venimos del polvo de la tierra (Gn 2,7). Por tanto el hombre proviene del humus. Venimos de la Tierra y a la Tierra regresaremos. La Tierra no está ante nosotros como algo distinto de nosotros mismos. Tenemos la Tierra dentro de nosotros. Somos la Tierra misma, que en su evolución ha llegado al momento de la autorrealización y la autoconciencia.
Por lo tanto, inicialmente no existe ninguna distancia entre nosotros y la Tierra. Formamos una misma realidad compleja, diversa y única.
Así lo presenciaron varios astronautas, los primeros en contemplar el planeta desde fuera de la Tierra. Lo dijeron enfáticamente: desde aquí en la Luna o a bordo de nuestras naves espaciales no notamos ninguna diferencia entre la Tierra y la humanidad, entre negros y blancos, demócratas o socialistas, ricos y pobres. La Humanidad y la Tierra forman una sola entidad espléndida, brillante, frágil y llena de vigor. Esta percepción es radicalmente cierta.
Dicho en términos de cosmología moderna: estamos formados con las mismas energías, con los mismos elementos físico-químicos dentro de la misma red de conexiones de todo con todo que operan desde hace 13,7 mil millones de años, desde el universo, dentro de una inestabilidad inconmensurable (big Bang = inflación y explosión), surgió en la forma que existe hoy. Al conocer un poco sobre esta historia del universo y de la Tierra, nos estamos conociendo a nosotros mismos y a nuestra ascendencia.
Cinco grandes actos, nos enseñan los cosmólogos, estructuran el teatro universal en el que somos coactores.
El primero es el “cósmico”; Las energías y elementos primordiales que subyacen al universo estallaron. Comenzó el proceso de expansión; y a medida que se expandió, se autocreó y diversificó. Estuvimos allí en las virtualidades contenidas en este proceso.
El segundo es “químico”: dentro de las grandes estrellas rojas (los primeros cuerpos que se densificaron y se formaron hace al menos cinco mil millones de años) se formaron todos los elementos pesados que hoy constituyen cada uno de los seres, como el oxígeno, el carbono, el silicio, nitrógeno, etc. Con la explosión de estas grandes estrellas (se convirtieron en supernovas) estos elementos se extendieron por el espacio; Constituyeron las galaxias, estrellas, planetas, la Tierra y satélites de la fase actual del universo. Esos elementos químicos circulan por nuestro cuerpo, sangre y cerebro.
El tercer acto es el “biológico”: a partir de la materia que se vuelve más compleja y se enrolla sobre sí misma, en un proceso llamado “autopoiesis” (autocreación y autoorganización), hace 3,8 millones de años, irrumpió la vida en todas sus formas; Pasó por gravísimas diezmas, pero siempre sobrevivió y llegó a nosotros en su inconmensurable diversidad.
El cuarto es el subcapítulo “humano” de la historia de la vida. El principio de complejidad y de autocreación encuentra en el ser humano inmensas posibilidades de expansión. La vida humana surgió y floreció en África hace unos 8 a 10 millones de años. A partir de ahí se extendió por todos los continentes hasta conquistar los confines más remotos de la Tierra. El humano mostró una gran flexibilidad; se ha adaptado a todos los ecosistemas, desde el más frío de los polos hasta el más tórrido de los trópicos, en el suelo, bajo tierra, en el aire y fuera de nuestro Planeta, en las naves espaciales y en la Luna.
Finalmente, el quinto acto es el “planetario”: la humanidad, que estaba dispersa, regresa a la Casa Común, al planeta Tierra. Se descubre como humanidad, con el mismo origen y el mismo destino que todos los demás seres. Se siente como la mente consciente de la Tierra, un sujeto colectivo, más allá de culturas y estados-nación singulares. A través de los medios globales, a través de la interdependencia de todos con todos, se inaugura una nueva fase de su evolución, la fase planetaria. A partir de ahora la historia será la historia de la especie. homo, de la humanidad unificada e interconectada con todo y con todos.
Sólo podremos comprender al ser humano Tierra si lo conectamos con todo este proceso universal; En él, los elementos materiales y las energías sutiles conspiraron para que lentamente se fuera gestando y, finalmente, pudiera nacer.
Pero, ¿qué significa concretamente nuestra dimensión terrestre, más allá de nuestra ascendencia?
Significa, en primer lugar, que somos parte integrante de la Tierra. Somos producto de su actividad evolutiva. Tenemos elementos de la Tierra en nuestro cuerpo, sangre, corazón, mente y espíritu. Esta comprensión resulta en una conciencia de profunda unidad e identificación con la Tierra y su inmensa diversidad. No podemos caer en la ilusión racionalista y objetivista de que nos situamos ante la Tierra como ante un objeto extraño o como sus dueños y señores. Al principio hay una relación sin distancia, sin vis-à-vis, sin separación. Somos uno con ella.
En un segundo momento podemos pensar en la Tierra, distanciarnos de ella para verla mejor e intervenir en ella. Y entonces, sí, nos distinguimos de él para poder estudiarlo y actuar en consecuencia con mayor precisión. Esta distancia no rompe nuestro cordón umbilical con ella. Por tanto, este segundo momento no invalida el primero.
Haber olvidado nuestra unión con la Tierra fue el error del racionalismo en todas sus formas de expresión. Él generó la ruptura con la Madre Tierra. Dio lugar al antropocentrismo, en la ilusión de que, como pensamos en la Tierra y podemos intervenir en sus ciclos, podemos situarnos sobre ella para dominarla y disponer de ella a nuestro gusto. Aquí está la raíz de la actual crisis ecológica.
Porque nos sentimos hijos e hijas de la Tierra, porque somos la Tierra misma pensante y amorosa, la vivimos como Madre. Ella es un principio generativo. Representa lo Femenino que concibe, gesta y da a luz. Así surge el arquetipo de la Tierra como Gran Madre, Pacha Mama, Tonantzin, Nana y Gaia. De la misma manera que todo genera y reproduce la vida, también todo lo acoge y todo lo recoge en su seno. Cuando morimos, regresamos a la Madre Tierra. Volvemos a su vientre generoso y fructífero.
Sentir que somos Tierra nos hace tener los pies en la tierra. Nos hace percibir todo sobre la Tierra, su frío y su calor, su fuerza que amenaza así como su belleza que encanta. Sintiendo la lluvia en la piel, la brisa refrescante, el tifón abrumador. Sintiendo el aliento que nos entra, los olores que nos embriagan o aburren. Sentir la Tierra es sentir sus nichos ecológicos, captar el espíritu de cada lugar (espíritu lugar). Ser Tierra significa sentirse habitante de una determinada porción de tierra. Al habitar, nos limitamos, en cierto modo, a un lugar, a una geografía, a un tipo de clima, a un régimen de lluvia y de viento, a una forma de vivir, de trabajar y de hacer historia. Configura nuestro rooteo.
Pero también significa nuestra base firme, nuestro punto de contemplación del Todo, nuestra plataforma para poder volar más allá de este paisaje y de este pedazo de Tierra, hacia el Todo infinito.
Finalmente, sentir la Tierra es verse a sí mismo dentro de una comunidad compleja de otros hijos e hijas de la Tierra. La Tierra no sólo nos produce seres humanos. Produce la infinidad de microorganismos que componen el 90% de toda la red de vida, insectos que constituyen la biomasa más importante de la biodiversidad. Produce agua, una capa verde con una infinita diversidad de plantas, flores y frutos. Produce la innumerable diversidad de seres vivos, animales, aves y peces, nuestros compañeros dentro de la sagrada unidad de la vida porque en todos ellos están presentes los veinte aminoácidos y las cuatro bases nitrogenadas que entran en la composición de cada vida.
Produce las condiciones de subsistencia, evolución y alimento para todos, en la tierra, bajo tierra y en el aire. Sentir Tierra es sumergirse en la comunidad terrena, en el mundo de los hermanos y hermanas, todos hijos e hijas de la grande y generosa Madre Tierra, nuestra Casa común.
Estos son los sentimientos de pertenencia que cultivamos en este Día de la Madre Tierra.
*Leonardo Boff Es filósofo y escritor. Autor, entre otros libros, de La opción de la Tierra (Record). Elhttps://amzn.to/3WroJkR]
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