por AFRANIO CATANÍ*
Comentario al libro de Jean Genet
“La soledad, tal como la entiendo, no significa una condición miserable, sino una realeza secreta, ni una incomunicabilidad profunda, sino un conocimiento más o menos oscuro de una singularidad inexpugnable” (Jean Genet).
“Entre viejas botellas de disolvente, su paleta de los últimos días: un trozo de barro de varios tonos de gris” (Jean Genet).
Para Silvana, una luchadora incansable.
1.
Cuando tenía 13 o 14 años y vivía en el interior del Estado de São Paulo, me encontré con los dos volúmenes de En la fuerza de la edad, de Simone de Beauvoir (1908-1986), varada en una de las librerías de Piracicaban. Las portadas estaban un poco descoloridas, me pareció interesante el contenido de un vistazo y las compré baratas. Empecé a leerlos al comienzo de las vacaciones de verano y no entendía mucho, o mejor dicho, todo me parecía extraño, ya que la narración de Simone de Beauvoir hablaba de un universo con el que no estaba familiarizada.
Sin embargo, me llamaron la atención tres pasajes de Alberto Giacometti (1901-1966), a saber: (a) “Me intrigaba especialmente un hombre de rostro tosco, pelo desgreñado y ojos ávidos, que deambulaba todas las noches por la acera, solo o con una mujer hermosa; parecía a la vez sólido como una roca y ligero como un elfo; fue demasiado. Sabíamos que no hay que fiarse de las apariencias y ésta era demasiado seductora para que no asumiéramos que decepcionaba: era suizo, escultor y se llamaba Giacometti” (Tomo I, p. 249-250).
(b) Las esculturas de Giacometti “no eran más grandes que la cabeza de un alfiler (…) Tenía una manera extraña de trabajar (…) todo lo que hacía durante el día se rompía por la noche, o viceversa. Un día había amontonado en una carretilla las esculturas que llenaban su taller y los arrojó al Sena” (Vol. II, p. 108).
(c) Simone dice que “sus esculturas me desconcertaron cuando las vi por primera vez; era cierto que el más voluminoso era sólo del tamaño de un guisante. Durante nuestras numerosas conversaciones se explicó a sí mismo. Una vez había estado asociado con los surrealistas, incluso recuerdo haberlo visto en L'amour fou su nombre y reproducción de una de sus obras; luego fabricó 'objetos' como apreciaban André Breton y sus amigos y que sólo sostenían relaciones alusivas con la realidad. Pero hace dos o tres años, ese camino parecía un callejón sin salida; quería volver a lo que ahora consideraba el verdadero problema de la escultura: recrear la figura humana” (Tomo II, p. 109).
2.
Cuando era joven, siempre me intrigaron las diminutas esculturas de Giacometti, así como sus objetos alargados, sus bronces algo “desarticulados”, el grosor mínimo de las obras. La presente edición de el taller por Giacometti Cuenta con magníficas fotografías del artista suizo Ernst Scheidegger (1923-2016). Una nota editorial informa que las fotografías de Scheidegger fueron tomadas en diferentes ocasiones entre 1948 y 1959, casi todas ellas en el estudio de Alberto Giacometti en París. “Aparecieron por primera vez acompañando al texto de Jean Genet (1910-1986) en 1963, en la edición francesa de L'Arbalete” (pág. 7). Sin embargo, este escrito de Jean Genet fue publicado originalmente en 1957. Se sabe que entre 1954 y 1958, Jean Genet mantuvo una intensa relación con Alberto Giacometti, asistiendo regularmente a su estudio, “donde posó para varios retratos. Como consecuencia de esta amistad y admiración por el trabajo del otro, nació el texto de este libro” (p. 7).
En ese momento Alberto Giacometti comenzaba a ganar reconocimiento internacional: venía realizando, desde 1955, exposiciones retrospectivas en Europa y Estados Unidos; en 1956 participó en la Bienal de Venecia y en 1958 ganó el Premio Guggenheim de pintura. Jean Genet, por su parte, ya había escrito en ese momento muchos de sus principales libros, como O milagro de la rosa (1946) y diario de un ladron (1949), y obras de teatro como Las criadas (1947) y Alta vigilancia (1949).
Célia Euvaldo escribió que Genet en sus consideraciones “aborda con intensidad poética la obra y la persona de Giacometti. Guiado por una intuición precisa, el texto parece seguir pequeñas pistas para formar un todo tan frágil y frágil como las figuras esculpidas dibujadas y pintadas por Giacometti”.
3.
Ernst Scheidegger conoció a Alberto Giacometti en 1943 y fueron amigos de toda la vida. Sus fotos, en el libro, intercalan la escritura de Jean Genet, dialogando con ella. El lector puede, aquí y allá, sentirse un poco desconcertado por el pensamiento expresado por el autor de el milagro de rosa, que entiende que la obra del artista suizo “hace aún más insoportable nuestro universo”, pareciendo el responsable de “alejar lo que inquietaba su mirada para descubrir lo que quedará del hombre cuando se quiten las máscaras” (p. 12). 7Su arte parece querer descubrir “la herida secreta de todo ser e incluso de todas las cosas, para que las ilumine” (p. 13).
Jean Genet entiende que “se necesita un corazón fuerte para tener una de las estatuas de Alberto Giacometti en casa”, porque con una de ellas en una habitación, “y la habitación se convierte en un templo” (p. 15-16). El diálogo entre ambos se desarrolla con entonaciones y palabras cercanas a la conversación cotidiana y Jean Genet dice que la manera de expresarse de su amigo es similar a la de “un tonelero” (p. 16). El escritor sigue la transformación de varias piezas que, a partir del yeso original, fueron posteriormente esculpidas en bronce. Provocador, Alberto Giacometti pregunta: “¿Crees que ganaron las estatuas?”. La respuesta del francés es cuanto menos curiosa: “Yo no diría que ganaron, pero ganó el bronce. Por primera vez en su vida acaba de ganar el bronce. Sus mujeres son una victoria de bronce”. Alberto Giacometti, lacónico, concluye: “Así tenía que ser” (p.17).
Jean Genet describe la piel arrugada del rostro del dueño del estudio, su sonrisa, el color gris de su frente. Piensa que “todo Giacometti tiene el color gris del estudio” y que “quizás por simpatía adoptó el color del polvo”. Agrega que “sus dientes ríen, muy separados e igualmente grises, el aire los atraviesa” (p. 17).
El escultor considera sus estatuas “algo desorganizadas”. Jean Genet está de acuerdo y añade: “también es bastante torpe. Se rasca la cabeza gris y despeinada (…) Recoge el pantalón gris que le cayó sobre los zapatos” (p. 17-18).
La obra de Alberto Giacometti comunica el conocimiento de la soledad de cada ser y de cada cosa, “y esta soledad es nuestra gloria más segura” (p. 21). El escritor, poeta y parlamentario portugués Manoel Alegre menciona la escultura “Plaza de la Ciudad” (1949), comentando esta “pequeña y admirable pieza”, en la que hay “cinco personas en una plaza, completamente solas, caminando enfrentadas entre sí , cinco personas en una plaza que son todas las plazas de todas las grandes ciudades donde siempre hay alguien, ahora lo entiendo, en la esquina de la tristeza” (p. 68-69).
Jean Genet avanza sobre el tema de la soledad: “Cada objeto crea su propio espacio infinito. Si miro el cuadro (…) lo percibo en su absoluta soledad como un objeto pintado (…) Lo que quiero aprender en su soledad es a la vez esta imagen en el lienzo y el objeto real que representa” (p. 22) .
De nuevo, encontramos el registro de que Giacometti “se saca de la nariz las gafas rotas y sucias” (p. 24). El estudio está lejos de estar limpio, así como la ropa que usa para trabajar –en la página 45 menciona la oscuridad del lugar y el polvo pegado a las ventanas. Previamente, el piso de su habitación y la de Annette había sido tierra apisonada; ahora, está cubierto de elegantes tejas rojas, bellas pero sencillas. “Llovió en la habitación. Fue con el corazón roto que se resignó a las tejas” (p. 61). “Él dice que nunca tendrá otro hogar más que este estudio y su dormitorio. Me gustaría, si es posible, ser aún más modesto” (p. 61-62).
Preocupado, Jean Genet escribe que “este estudio, en la planta baja, se derrumbará de un momento a otro. Está hecho de madera podrida y polvo gris, las estatuas están hechas de yeso, dejando a la vista la soga, la arpillera o un trozo de alambre; los lienzos, pintados de gris, hace tiempo que perdieron la tranquilidad que tenían en la tienda, todo está sucio y abandonado, todo es precario y a punto de derrumbarse, todo tiende a disolverse, todo flota: o es todo esto como capturado en un realidad absoluta Solo cuando salgo del estudio, cuando estoy en la calle, me doy cuenta de que nada más a mi alrededor es verdad (...) En este estudio, un hombre muere lentamente, se consume y ante nuestros ojos se metamorfosea en diosas” (pág. 92).
4.
El perro de bronce de Alberto Giacometti es admirable. “La curva de la pata delantera, sin articulación marcada y sin embargo sensible, es tan hermosa que por sí sola define el andar suave del perro. Porque vaga, olfateando, con su largo hocico pegado al suelo. Es delgado” (p. 38).
El gato, por su parte, “desde el hocico hasta la punta de la cola, casi horizontal”, es “capaz de pasar por el agujero de un ratón”. Su rígida horizontalidad reproduce perfectamente la forma del gato, incluso cuando está acurrucado” (p. 38).
Para Jean Genet, la mirada de Alberto Giacometti no establece jerarquías: nunca miró “un ser o una cosa con desprecio. Cada uno debe aparecérsele en su más precisa soledad” (p. 72). Le declara a su amigo escritor: “Nunca podré poner toda la fuerza en una cabeza en un retrato. El solo hecho de vivir exige tanta voluntad y tanta energía…” (p. 72).
“Creo que para acercarse a los objetos, el ojo de Giacometti y luego su lápiz están despojados de toda premeditación servil (…) Qué respeto por los objetos. Cada uno tiene su propia belleza porque es 'único', hay algo insustituible en él (…) El arte de Giacometti no es, por tanto, un arte social porque establece un vínculo social entre los objetos –el hombre y sus secreciones–, será más bien es un arte de mendigos superiores, tan puro que sólo el reconocimiento de cada ser y de cada objeto los uniría. 'Estoy solo', parece decirnos el objeto, 'atrapado en una necesidad contra la cual no puedes hacer nada. Si sólo soy lo que soy, soy indestructible. Siendo lo que soy y sin reservas, mi soledad conoce la tuya” (p. 94-95).
5.
En una vieja película bastante cursi de Claude Lelouch (1937), vista hace muchos años, un personaje repite una frase atribuida a Alberto Giacometti, cuyo tenor es más o menos así: si se incendia una casa y hay que elegir entre salvar una obra de arte precioso o un gato, salva al gato. Si Alberto Giacometti alguna vez dijo o escribió esto no lo sé, pero recurro al viejo dicho italiano: “si no es verdad es muy ben trovato” (“si no es cierto, está muy bien inventado”).
*Afranio Catani es profesor jubilado de la Facultad de Educación de la USP y actualmente es profesor titular de la misma institución. Profesor invitado en la Facultad de Educación de la UERJ, campus Duque de Caxias.
referencia
Juan Genet. estudio de giacometti. Traducción: Celia Euvaldo. Fotografías: Ernest Scheidegger. São Paulo, Cosac & Naify, 2001, 96 páginas.
Bibliografía
Manuel Alegre. "Plaza de la ciudad". En: La plaza (y otras historias). Lisboa: Publicaciones Dom Quijote, 2005, p. 67-70.
Simone de Beauvoir. En la fuerza de la edad. Traducción: Sérgio Milliet. São Paulo: Difel, 1961.
Imágenes
fuente: Libro O Atelier de Giacometti- Gato- Foto de Ernst Scheidegger
fuente: Foto de Afrânio M. Catani – Perro - Museo Guggenheim, Nueva York, 2018
fuente: Foto de Bertha Hey Catani – Esculturas de Alberto Giacometti- Museo Guggenheim, Nueva York, julio-2018
fuente: Libro Atelier de Giacometti – Foto de Ernst Scheidegger
fuente: Libro Atelier de Giacometti – Foto de Ernst Scheidegger
⇒El sitio web la tierra es redonda existe gracias a nuestros lectores y seguidores. Ayúdanos a mantener esta idea.⇐
Haga clic aquí para ver cómo.