nuestras vidas negras

Juan Miró, Mujer y pájaro, Parque Joan Miró, Barcelona.
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por HELENA TABATCHNIK*

Posfacio al libro recién publicado de Cristiane Macedo

La novela debut de Cristiane Macedo, una narrativa aparentemente sin pretensiones sobre la vida de los negros y los pobres en Brasil, merece ser aclamada como un evento, como lo fue alguna vez. Ciudad de Dios, de Paulo Lins. Ambos son similares en el tema, pero no en el enfoque.

En el libro de Cristiane Macedo, la narradora/protagonista será una mujer, hija, esposa y madre. Nacida en una favela inundada, la última de seis hijos, narrará las brechas sociales producidas por la esclavitud, recurriendo a la historia de su propia madre; la violencia social reproducida en casa, a través de los ojos de la niña que era; las tragedias del entorno que se circunscriben a los vecinos, pero que se expanden bruscamente por la toma de conciencia de la estructura social que produce exclusión y miseria; los varios desalojos y el descenso social por debajo del umbral de la pobreza –y luego más abajo en chabolas donde la lluvia entra de arriba abajo y el río de abajo a arriba; estudio, noviazgo, matrimonio en prisión e hijos.

“Quería contar sobre viajes, fiestas, reuniones en otros estados, sobre ir al teatro y encontrarme con gente famosa en la calle o en los cafés. (...)

Pero pasé gran parte de mi vida tratando de no morirme de un tiro, de hambre o de cualquier enfermedad común entre los hambrientos.

Y aún hoy, cuando podría ser menos malo, los fantasmas de mi mente no me dejan ir muy lejos”.

El libro comienza así, dirigiéndose a quienes no conocen esta historia, una historia sin registros ni lugar de escucha: un “dolor que tiene historia, pero no tiene lectores”. Nuestra narradora no pertenece a la clase media, como la escritora, y por lo tanto no debemos esperar el mismo tipo de experiencia de ella. Ella está entre los hambrientos y requiere que el lector se comprometa a escuchar historias aterradoras, historias que no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo porque hablan más sobre nosotros mismos de lo que probablemente estaríamos dispuestos a admitir. Y ya no será una bella historia de superación de dificultades, de esas que traen agua al molino de la meritocracia.

La narración es autobiográfica y Cristiane advierte asertivamente que pertenece a ese lugar del que siempre ha tratado de escapar, pero sin el cual tampoco puede reconocerse. Sobrevivió “sin lo suficiente ni lo necesario”.

“Como un perro que la madre llevó a criar cuando nos mudamos a Santana de Parnaíba. Era un perro callejero completamente negro.

Es curioso cómo a la gente pobre le encanta adoptar perros, especialmente los callejeros. Es una especie de solidaridad de clase, creo. (...)

Rex vivió durante unos dos años con una correa. Mi madre pensó que lo enfadaría. Pero lo entristeció.

Y cuando se enfermó, falto de lo básico, le solté la correa para que anduviera por el patio. Y cada camino que tomó fue la correa a la que ya no estaba atado.

Creo que soy como Rex. Aun cuando las condiciones dejaron de ser extremas, de hambre y otras privaciones, no logré ir mucho más allá de lo que me condicionaron mis cadenas y guías sociales”.

Creo que este pasaje descifra significativamente la dualidad en la que funcionará la novela: quién se sabe que es gente, y también sabe que son menos gente; que sabe cosas y entiende perfectamente cómo funciona la estructura social, y también estuvo marcado por la carencia de todo; que nació sin cadenas, pero restringida al perímetro de cadenas ancestrales; de los que quieren salir del lodo, y no saben si podrán; que sale del lodo y es constantemente arrojado a “su lugar”; de la finísima narradora de escritura sofisticada que aún no puede creer que este lugar le sea dado.

En esta dualidad entra la suma imposible de todo lo que le fue arrebatado y todo lo que fue conquistado, porque las sustracciones nunca cesan. Cristiane nos habla de la niña que aprendió a leer con dos coordenadas de su hermano mayor, pero que fue la última de la clase en tener esa oportunidad y, mientras tanto, fingía seguir la lectura en el aula. De la alumna talentosa y competente que nunca recibió un halago porque los profesores sospecharon que lo que escribía no era suyo; del padre que vino, actuó de manera depredadora y luego regresó a un lugar cálido que no se le dio a la esposa ni a los hijos.

Sin embargo, el narrador, empapado de conciencia racial y de clase, no hace concesiones a la idealización de la pobreza. Proveniente del fondo del pozo Buraco Fundo, sabe que el abismo social abierto por la dictadura en los años 70 y 80 hizo imposible sintetizar los dos mundos por los que transita tímidamente. Y sabe también que los miserables, los excluidos y los sobrevivientes no son mejores seres humanos. Deshumanizados por el hambre, la violencia y la carencia de todo, suelen reproducir la tortura y el sadismo de la cultura esclavista, como hacía su hermana mayor con cuatro menores mientras su madre “dormía en el trabajo” toda la semana.

“Complicado porque en el cuartito de Neneu no podíamos quedarnos. Nos quedamos, no podíamos hablar. Y hablar era motivo para que Cristina nos diera un puñetazo en la garganta, un pañuelo, y golpe, golpe. Con todo lo que pude.

Y cuando sangraban los verdugones, me ponía en el tanque con agua y sal. Siempre hacía frío.

Luego estaba el frío y los verdugones y la sal. Él también tenía la tela alrededor de su garganta. Y el miedo.

Así que preferimos la calle”.

Y también tienden a reproducir distinciones de clase, aunque sea entre los que comen y los que tienen hambre; entre la madera y el cemento crudo.

La periferia no es meritócrata. Es dueña de esclavos y tiene un alto grado de psicopatía.

Como en el inolvidable cuento de Machado de Assis, las brutalidades de la casa del amo hacia los cuartos de los esclavos se replican democráticamente entre todas nuestras relaciones sociales. En la causa secreta, Fortunato, el afortunado, tortura a los animales que pasan por su camino y hasta a su propia esposa. Sin embargo, si allí presenciamos el desbordamiento de la sangre desde los alojamientos de los esclavos hasta la casa principal, aquí presenciamos la misma sangre filtrándose en el húmedo subsuelo, donde aún hoy están confinados los descendientes de los esclavos. Es de Brasil de lo que estamos hablando. Como en el poema de Francisco Alvim,

"¿Quiere ver?

Escuchando"

*Helena Tabachnik es escritor, autor de Todo lo que pensé pero no dije anoche / Del amor y otras brutalidades (Nankin, 2021).

referencia


Cristian Macedo. nuestras vidas negras. São Paulo, Editorial Desconciertos, 2021.

 

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