por LUIZ EDUARDO SOARES*
Sería correcto que Lula se negara a participar con Jair Bolsonaro en cualquier entretenimiento perverso del tipo que vimos en el Banda
No hubo debate. ¿Quién podría presentar un proyecto a un país en cuatro minutos? Llamar debate a lo que vimos es una burla, una falta de respeto al distinguido público y una herejía frente a un concepto precioso -debate, diálogo- que, al menos en Occidente, tiene más de dos mil quinientos años. El espectáculo que vimos ayer en el Banda era una mezcla de entretenimiento lúdico (por cierto, poco atractivo en esta modalidad) y reality show, en el que el público contempla humillaciones y agresiones mutuas, salpicado de tópicos y estribillos doctrinarios.
Excepcionalmente, brilla una idea, una frase relevante, un gesto verdaderamente genuino y significativo. El que está abajo se dispara: la prioridad, en este caso, es aparecer y causar una buena impresión. Quien está arriba, trata de equilibrarse, de no hacer demasiado ruido, ya sea pensando en posibles apoyos en la segunda vuelta, o para no desgastar su capital político, las intenciones de voto acumuladas.
Siguieron actuaciones estudiadas que pretenden conquistar a la audiencia más o menos de la misma manera que la publicidad de mercancías busca sensibilizar a los consumidores. Por lo tanto, todos evalúan cada palabra, cada gesto, en el notorio calidades (investigación cualitativa, en general, grupos focales). Colocados en el estante, los productos luchan entre sí para diferenciarse. Por tanto, el primer efecto del “Debate”, así como de la “Entrevista al candidato” (en National Journal), es neutralizar el fascismo y la singularidad de nuestro momento histórico. Imagínate a un genocida sentado al lado de gente sensata que lo entrevista, o de pie al lado de otros candidatos, respondiendo preguntas comunes, siguiendo reglas comunes, suscribiéndose a la serie que da sentido a los personajes y que los iguala antes que diferenciarlos.
En este juego, la monstruosidad desaparece. Todos se convierten en vehículos de propuestas para Brasil y vocalizan ideas aparentemente tan legítimas como las demás. El monstruo habla portugués, usa su voz como cualquier otro ser humano, se mueve de manera similar a la persona que está a su lado. Ya está, se anula la excepcionalidad, se reducen los delitos a opiniones -cada uno tiene la suya-, los insultos y las bravatas son idiosincrasias de un hombre como los demás, se absorben y absuelven las aberraciones, se transforman en virtudes de un hombre común espontáneo o mero descortesía de un rudo capitán.
Las mentiras más flagrantes son solo puntos de vista o "verdades alternativas". La maquinaria política institucional comprometida en los medios corporativos liquidó la diferencia matricial sin cuyo reconocimiento no puede haber debate, que, a su vez, sólo podría darse entre actores públicamente comprometidos con el aniquilamiento del fascismo. Fascismo que es, después de todo, el reverso del debate y la política.
Como todos sabemos, el dilema brasileño hoy es Lula o fascismo. Es decir, no se trata de polarización, porque las posiciones en cuestión no son polos de la misma línea, son inconmensurables. A Lula no le fue bien en el “debate” de la Banda. Es verdad. Pero la pregunta decisiva es esta: ¿Cómo se podría "hacer bien" cuando el único gesto apropiado sería llamar a la abominación por su nombre?
Sabiendo, sin embargo, que este nombre quedaría vacío si se pronunciara como una opinión entre otras, en un círculo que licua, por su estructura, la diferencia esencial. Poner en escena un debate imposible, equiparando monstruosidad y defensa de la vida como polos de una disputa normalizada y estandarizada, determina a priori el triunfo de la muerte, cualquiera que sea el resultado en las mediciones de la opinión pública. El fascismo gana cuando asume el rostro humano que lo neutraliza.
Sería correcto que Lula se negara a participar con Jair Bolsonaro en cualquier entretenimiento perverso del tipo que vimos en el Banda. Pero si lo hiciera, sería crucificado por sus adversarios como alguien que se niega a dialogar, alguien que se esconde, que carece de respuestas y proyectos. Los buitres se abalanzarían sobre la silla vacía y explotarían la decisión más sensata a su favor. Por eso, a Lula sólo le queda aceptar este calvario para reducir los daños, porque lo que está en juego es el futuro del país. Corresponde a los analistas poner el dedo en la llaga.
Si las instituciones no funcionaron al permitir que tantos crímenes fueran perpetrados por el titular del poder ejecutivo, la promoción de debates amplía esta complicidad, legitimando la ignominia. No podemos contemplar pasivamente la negación del abismo que separa el enfrentamiento a la barbarie de la sana divergencia. Bolsonaro no es un simple candidato, es una amenaza: la amenaza de perpetuar un crimen en curso.
* Luis Eduardo Soares fue secretario nacional de seguridad pública (2003). Autor, entre otros libros, de Desmilitarizar – Seguridad pública y derechos humanos (Boitempo).
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