en la patagonia

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por AFRANIO CATANÍ*

Comentario sobre el libro de Bruce Chatwin

A fines de la década de 1920, en uno de sus constantes viajes a Brasil, el escritor franco-suizo Blaise Cendras (1887-1961), un agudo observador, escribió con humor sobre São Paulo. Dijo que “Aquí no se conoce la Liga del Silencio / Como en todos los países nuevos / La alegría de vivir y ganar dinero se expresa en el sonido de las bocinas y en los pedos de los tubos de escape abiertos” (“Bocinas eléctricas”, en Du Monde Entier au Coeur du Monde).

El escritor y periodista Bruce Chatwin (1940-1989), en su libro en la patagonia, utiliza como epígrafe dos pequeños versos del mismo Cendras, contenidos en Prosa transiberiana, que resumen con rara alegría lo que es buena parte de la región: “Patagonia, sólo Patagonia / Se adapta a mi inmensa tristeza”.

Amante de viajar por el mundo, a partir de 1968, el inglés Chatwin recorrió la inmensa distancia que separa Afganistán de Mauritania, estudiando a los pueblos nómadas. En 1970 fue comisario de la exposición “The Animal Style”, realizada en la Asia Society de Nueva York. De 1972 a 1975 trabajó para el diario inglés The Sunday Times. La edición original de en la patagonia es de 1977 y se convirtió en un éxito de ventas, ganando el Premio Hawthorden (1978) y el Premio EM Forster, de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras (1979).

Luego publicó varios otros libros, algunos de ellos traducidos al portugués: El virrey de Ouidah (1980) – novela que inspiró la película “Cobra Verde” de Werner Herzog; Los gemelos de la colina negra (1982) –película: “On the Black Hill”, dirigida por Andrew Grieve–; el rincón nómada (1987); Utz (1988) – película “Utz”, dirigida por George Sluizer -; ¿Qué estoy haciendo aquí? (1989) Fotografías y Cuadernos (1993); Anatomía del deambular - varios escritos (1997) y Gorros sinuosos (1998). También recibió varios otros premios por sus escritos.

en la patagonia es un relato de viaje y 97 pequeños capítulos, que rara vez superan las tres páginas cada uno, sobre el deambular de Chatwin (en autobús, tren, barco, automóvil, camión, a pie) por la región, es decir, el territorio ubicado entre el Río Negro y Tierra del Fuego. Inició su viaje a Argentina (luego pasando por Chile) en 1974, época no la más tranquila para caminar por el cono sur.

Su juicio sobre Buenos Aires es cáustico: “En todo momento la ciudad me recordó a Rusia: los carros de la policía secreta con sus antenas; las mujeres de caderas anchas lamiendo helado en parques polvorientos; las mismas estatuas apoteóticas, la arquitectura de un pastel de bodas, las mismas avenidas que no eran del todo rectas, dando la ilusión de un espacio infinito y sin llevar a ninguna parte. Era más bien la Rusia zarista que la Rusia soviética…” (p. 13).

La siguiente parada fue la ciudad universitaria de La Plata, para visitar el mejor Museo de Historia Natural de Sudamérica. Pese a reconocer que la mayoría de los grafitis de los muros de La Plata eran imitaciones de mayo del 1968, le atraen algunos: “Si Evita viviera, sería montonera”; “Muerte a los piratas ingleses”; “Isabel Perón o la Muerte”; “El mejor intelectual es un intelectual muerto”.

Regresó a Buenos Aires y tomó un bus nocturno rumbo a la Patagonia. A partir de ahí, su narrativa va del presente al pasado (y viceversa), abordando aspectos históricos y geográficos de la región, además de rastrear la participación del ser humano en los hechos. Después de la publicación del libro, los habitantes de la Patagonia terminaron contradiciendo varios hechos descritos por Chatwin, alegando que muchas conversaciones y personajes descritos estaban ficcionados, no sería la última vez que esto sucedería.

Un poco antes de Bahía Blanca, Chatwin llega a un pueblo donde se encuentran algunas haciendas inglesas e italianas, dedicadas a la crianza de ganado bovino y ovino Jersey. De allí se dirige a Bahía Blanca, “el último gran centro antes del desierto patagónico” (p. 23). El bus cruza el puente sobre el Río Negro, que a fin de año se vuelve voluminoso debido al deshielo que venía de los Andes. Este desierto no está hecho de arena o guijarros, “sino de arbustos bajos y espinosos con hojas grises, que despiden un olor amargo cuando se aplastan” (p. 24).

Hacia 1860, el Río Negro era la frontera norte de un reino insólito, que aún hoy mantiene una corte en el exilio en París: el Reino de la Araucanía y la Patagonia, cuyo primer soberano fue un abogado masón de 33 años, Orélie -Antoine de Tounens, nacido en Périgueux (Francia).

Los indios americanos y los patagónicos aceptaron su reinado y, así, Orélie-Antoine “firmó un documento anexando toda América del Sur, desde los 42 grados de latitud hasta el Cabo de Hornos” (p. 27). El infortunado soberano fue detenido en Chile y liberado meses después gracias a la acción del cónsul francés, quien lo llevó en un buque de guerra desde su país. Luego de algunos intentos frustrados de cruzar la Cordillera, terminó muriendo en 1878 en el pueblo de Tourtoirac, donde vivía con un sobrino que era carnicero, trabajando como farolero. Los demás reyes de la Araucanía y la Patagonia, dice, siguen activos y soñadores, pero sin la menor posibilidad de reinar.

El autor se dirige hacia el sur, llegando a Puerto Madryn donde, en 1865, desembarcaron 153 colonos galeses en busca de una Nueva Gales, refugiados de los agotados valles carboníferos y del fracaso del movimiento independentista, entre otras razones. El gobierno argentino les otorgó tierras a lo largo del río Chubut. Chatwin recorre los pueblos de Gaimán (“hoy centro de la Patagonia galesa”), Bethesda, Esquel y Travelin. Luego se dirige hacia el norte a Esquel, al pueblo de Epuyen, una colonia de árabes cristianos. Su siguiente parada fue Cholila, “un pueblo cercano a la frontera con Chile, donde los pistoleros Robert Leroy Parker, Harry Longabaugh y la hermosa Etta Place -o, para citar sus nombres más conocidos, Butch Cassisy- vivieron durante años a principios de la Sundance Kid y la maestra Etta, compañera de ambos.

Vivían localmente, huyendo de los EE. UU., y usaron Cholila como su base durante cinco años, sin ser molestados. Como detective, Chatwin persigue a los habitantes de la región, familiares y contemporáneos de los pistoleros románticos, revisando cuadernos y notas familiares, armando versiones alternativas a la versión clásica de sus muertes en San Vicente, Bolivia, en 1909.

Según algunos testigos, Butch todavía estaba vivo en 1915, llevando armas a Pancho Villa en México, o minando con Wyatt Eart en Alaska, o recorriendo el Oeste en un Ford Modelo T, visitando a antiguas novias. Su hermana, una señora de unos 90 años, jura que volvió y comió pastel de fresa con la familia en el otoño de 1925, muriendo de neumonía en el estado de Washington a fines de la década de 30. No fueron pocos los que presenciaron su muerte en una ciudad del este. , donde habría sido un ingeniero ferroviario jubilado con dos hijas casadas. Más adelante, en otra escala de su viaje, en Río Pico, Chatwin plantea la posibilidad de que al menos Sundance Kid fuera asesinado y enterrado en esta ciudad.

Se visita Arroyo Pescado, Río Pico (antigua colonia alemana Nueva Germania) y Las Pampas, y luego Sarmiento, donde conoce a muchos Boers, descendientes de afrikáners de línea dura que emigraron a la Patagonia en 1903. “Vivían en el temor del Señor… y juraron sobre la Biblia Reformada Holandesa… sus hijas tenían que ir a la cocina si un latino entraba a la casa” (p. 81).

Chatwin recorre Comodoro Rivadavia, Perito Moreno, Lago Blanco, Arroyo Feo, Lago Posadas, Paso Roballos y regresa a la costa, llegando a Puerto Deseado y pasando por otras tres ciudades: San Julián, Puerto Santa Cruz y Río Gallegos. A medida que se desciende por la costa, la vegetación se vuelve más verde, las granjas donde se crían ovejas más ricas y los ingleses más numerosos. Son descendientes directos de quienes asediaron las tierras en la década de 1890, muchos de los cuales eran “Kelpers” de las Islas Malvinas (Falkland Islands).

Hoy las fincas están casi al borde de la quiebra, pero están bien mantenidas. La ganadería ovina se introdujo en la Patagonia en 1877, cuando un comerciante de Punta Arenas (Chile) trajo un rebaño de Malvinas y lo llevó a pastar a la isla Elizabeth, en el estrecho. “Las ovejas se multiplicaron prodigiosamente, y otros comerciantes aprovecharon la señal” (p. 104-105).

Varias páginas están dedicadas a Antonio Soto, líder de la rebelión anarquista contra los hacendados en 1920-21; camina por Tierra del Fuego, habla de los indios Ona, Hausth, Alakaluf y Yaghan (o Yamana), y también de los viajes de Darwin y Fitz Roy, que regresan a Inglaterra en octubre de 1836.

Visita Cabo Vírgenes, Río Grande, Ushuaia (“la ciudad más austral del mundo”, p. 136), Puerto Williams, Harberton y Almanza. Luego va a Porvenir, en Chile, donde toma el transbordador a Punta Arenas, ciudad que eligió como diputado a Salvador Allien. También fue allí donde vivió Charley Milward, el primo de su abuela, quien mantuvo un taller de reparación y una fundición en el sitio; en las páginas 163-195, Chatwin cuenta la historia del “primo Charley”, uno de los aspectos más destacados del libro.

El narrador da un paseo en un taxi aéreo con destino a la Isla Dawson, pues “quería ver el campo de concentración donde estaban confinados los ministros del régimen de Allende, pero los soldados me impidieron bajar del avión” (p. 195). De allí se dirige a Puerto Natales y luego a Puerto Consuelo, regresando a Punta Arenas. Durante una semana esperó en el Hotel Residencial Ritz, con el toque de queda en pleno vigor, la llegada del vapor que lo llevaría desde la Patagonia.

Bruce Chatwin se relaciona con la gente y los paisajes de la Patagonia, con el desierto, con el vacío y el silencio. Con un estilo ligero, humorístico y a veces incisivo, recorre la región en busca de explicaciones, tratando de dar sentido a la variada gama de fragmentos que recoge de los galeses, de los granjeros sudafricanos, de los franceses y alemanes, de los emigrantes rusos, a indios, argentinos y chilenos, entre otros. Las pocas fotos del libro reafirman un escenario de desolación y vacío, en el que el hombre se integra plenamente, tratando de sobrevivir y ser feliz a su manera.

Quizás no sea por otra razón que Chatwin escribió, en la última página, que “en el salón artesonado (del barco que lo llevó por el Pacífico) bebimos con los empleados de una mina de caolín, a quienes el vapor dejaría uno de estas noches. , en su isla blanca, desprovista de mujeres, en medio del mar” (p. 218) – la Isla Grande de Chiloé [1].

*Afranio Catani es profesor jubilado de la USP y profesor invitado de la UFF.

referencia

Bruce Chatwin. en la patagonia. Traducido por Carlos Eugênio Marcondes de Moura. São Paulo, Companhia das Letras, 1988.

Nota

[1] Este artículo es una versión abreviada de la reseña publicada en “Caderno de Sabado”, por el extinto Periódico, el 7 de mayo de 1988.

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